Las manifestaciones de Francesc Homs en las que pronostica "el fin del Estado español" si él acaba siendo condenando por su participación en la consulta soberanista del 9-N parecen más fruto del delirio que de la racionalidad que se espera de un dirigente político. Homs, que comparece este lunes en el Supremo para ser juzgado por prevaricación y desobediencia, ha acusado también al Estado de estar "violentando las reglas de juego". El mundo al revés.
En su afán por seguir alimentando el victimismo, a Homs no parece importarle entrar en flagrantes contradicciones. ¿Cómo puede sostener un diputado nacional que la aplicación de la ley por parte de los jueces dinamita el Estado de Derecho? ¿No ocurre precisamente al contrario, que un Estado que no garantiza el cumplimiento de la ley ha perdido su razón de ser?
El tres por ciento
Por otra parte, puesto que Homs y su partido pretenden abiertamente romper España, ¿por qué presenta como algo dramático o apocalíptico la destrucción del Estado? Al contrario, Homs debería de mostrarse encantado con la posibilidad de ser condenado por el Supremo.
Es muy posible, sin embargo, que los aspavientos del dirigente nacionalista tengan que ver con los avances en la investigación del 3%, la cantidad que cobraba su partido para financiarse a los contratistas de la Generalitat. Hoy desvelamos que Andreu Viloca, el tesorero de Convergencia, se llevó a casa los contactos de los empresarios para avisarles de que destruyeran las pruebas del delito.
El cerco sobre Mas
Y el cerco ha empezado a estrecharse sobre el propio Artur Mas. EL ESPAÑOL acaba de desvelar que uno de los empresarios arrepentidos, Josep Manel Bassols, le ha relacionado con la trama corrupta: el expresidente de la Generalitat estaría al tanto de las irregularidades.
En este contexto es fácil entender por qué Homs alerta de que el Estado se desmoronará si se le aplica la ley. Cuando se rasga las vestiduras no es para evitar "el fin del Estado español", sencillamente busca una patente de corso para salvarse él y salvar a los suyos. El Estado no puede dársela, entre otras cosas, porque al hacerlo se suicidaría.