El 1-O, día del referéndum de independencia convocado por las autoridades catalanas, pasará a la historia como un gran fracaso. Fracaso de Puigdemont, que vio cómo se degradaba su consulta hasta convertirse en una verdadera chapuza, y fracaso de Rajoy, que quiso solucionar el problema en el último momento y con el auxilio de los antidisturbios.
Evidentemente que la responsabilidad, con mayúsculas, de lo vivido este domingo hay que achacársela a los independentistas, que han querido dar un golpe de Estado y que han llevado al límite su estrategia del cuanto peor, mejor. En su empeño no han dudado en utilizar incluso a menores, y han querido presentar ante el mundo una legítima actuación policial, avalada por mandato judicial, como "la prueba" de que en España no se respetan los derechos fundamentales.
Referéndum desacreditado
En realidad, el referéndum ha quedado totalmente desacreditado desde el momento en el que los organizadores se han saltado prácticamente todas las normas que ellos mismos habían establecido: no ha habido sindicatura electoral, se ha votado de cualquier manera y en cualquier colegio, incluso en la calle y sin sobres, sin ninguna garantía y sin sistema informático. El resultado anunciado anoche por la Generalitat (42% de participación con un 90% de síes) carece de la más mínima fiabilidad.
Sin embargo, que la consulta no haya reunido unos requisitos mínimos no puede ocultar una movilización masiva. Puigdemont ha logrado la iconografía que buscaba -colas de gente en la calle y policías dando porrazos- y ahora trata de explotarla dentro y fuera de España. Algunos líderes europeos de izquierda, como Jeremy Corbyn, ya han comprado ese relato, que dentro de España acerca aún más a separatistas y a populistas, y ahí están Ada Colau o Pablo Iglesias.
Rajoy, más débil
Por todo ello y, en términos políticos, la posición de Rajoy es hoy más debil y la de Puigdemont, más fuerte. Las manifestaciones del presidente de que el referéndum "no ha existido" y que "hemos sido un ejemplo para el mundo", equivalen a no querer ver la realidad. El Gobierno dijo que el 1-O no sería otro 9-N (la consulta dirigida por Artur Mas en 2014), pero la verdad es que ha sido mucho peor.
Rajoy, al fiarlo todo a la acción policial, ha abierto una brecha con el PSOE. "Estamos con el Estado pese a este Gobierno", declaró Pedro Sánchez, al mismo tiempo que admitía que se "avergonzaba" de algunas de las estampas que dejó la jornada y mostraba su desacuerdo con las "cargas policiales".
Rajoy ha intervenido tarde y mal, fiel a su filosofía de esperar a que se pudran los problemas. Se equivocó al creer que podría parar un golpe de Estado sin proceder contra los organizadores, y cuando ha querido evitarlo se ha encontrado con que el problema lo tenía ya en la calle. No debe de extrañarnos la actitud de brazos caídos de los Mossos: si el Gobierno ha consentido la desobediencia de su jefes al Tribunal Constitucional ¿por qué ellos habían de temer las sanciones del TSJ de Cataluña?
¿Diálogo con los golpistas?
Es inexplicable que en su comparecencia del domingo para valorar la jornada, Rajoy acusara al Govern de Puigdemont de todos los desmanes y, a renglón seguido, diera a entender que está dispuesto a dialogar. Hasta Albert Rivera, que ha avalado al Gobierno en todo momento, le recordó que no hay "nada" que pactar con los golpistas.
Los líderes del golpe siguen hoy en sus puestos y agitando a las masas en contra de la legalidad. La escalada de tensión está garantizada con la convocatoria de una huelga general en Cataluña y la probable declaración unilateral de independencia que Puigdemont sugirió ya en su declaración oficial sobre el 1-O. Lo que Rajoy no quiso hacer a tiempo, interviniendo la autonomía en aplicación del artículo 155 de la Constitución, va a tener que hacerlo arrastrado por los acontecimientos. La peor manera posible.