La decisión del juez Pablo Llarena de retirar las órdenes internacionales de detención contra Carles Puigdemont y los cuatro exconsejeros huidos en Bruselas es irreprochable desde un punto de vista procesal.
La directiva europea establece que los Estados miembros resuelven las solicitudes de extradición según sus propias leyes penales. Como los delitos de sedición y rebelión no están tipificados en Bélgica, el magistrado del Tribunal Supremo no ha querido arriesgarse a que las autoridades de este país denieguen las peticiones de entrega.
Distintas varas
De producirse esta eventualidad, sería imposible juzgar al ex president y al resto de prófugos por los delitos más graves que se les imputan y -sin embargo- sí a los encausados que se quedaron en España. Con su decisión, Llarena se cura en salud no sea que el proceso sólo pueda resolverse con respuestas divergentes a unos hechos perpetrados de manera concertada.
En definitiva, el magistrado ha hecho lo que debía procesalmente, por más que la consecuencia de retirar la orden de entrega es que ninguno de los huidos podrán ser detenidos salvo si regresan.
Desde ahora, Puigdemont y los consejeros en Bruselas gozan de libertad de movimientos en el extranjero y pueden intensificar su propaganda con el relato de que España ha dado un paso atrás por temor a que la persecución política de que son objeto quede al descubierto ante el mundo.
Dueño de su destino
Puigdemont ya ha ganado pase lo que pase el 21-D. Es dueño de su destino y puede decidir venir a España como un mártir si Junts per Catalunya es la fuerza más votada o, si pierde, denunciar que ha habido pucherazo y continuar presentándose como el nuevo Tarradellas frente a la usurpación de la legalidad catalana.
La euforia entre los abogados del ex president y el bloque independentista por haberle ganado la batalla jurídica a España sólo es equiparable a la sensación de fracaso colectivo por la incompetencia de quienes, en lugar de prever todos los escenarios posibles y anticiparse a ellos, permitieron que Puigdemont y el resto se les escaparan delante de sus narices: Soraya Sáenz de Santamaría, José Ignacio Zoido y el director del CNI, Félix Sanz.