No debería resultar excesivamente difícil para un vicepresidente segundo del Gobierno de España condenar el vandalismo callejero, el saqueo de comercios y los ataques contra las fuerzas y cuerpos de seguridad del país del que él es Poder Ejecutivo. Si hasta el montaraz Quim Torra lo consiguió en 2019, Pablo Iglesias también puede.
Pero Pablo Iglesias sigue sin condenar la violencia desatada por los radicales pro Hasél y, tal y como explica hoy EL ESPAÑOL, continuará sin hacerlo tras la reunión que mantendrá con el presidente del Gobierno a cuenta de los altercados jaleados por el portavoz de su partido en el Congreso de los Diputados, Pablo Echenique.
No deja de resultar lógico que quien ha justificado y alentado la violencia se niegue a condenarla, porque eso sería tanto como condenarse a sí mismo. Más extraño resulta que el Gobierno no tenga más herramientas en su mano para forzar a Iglesias a comportarse como el vicepresidente de un país democrático que el llamamiento de Carmen Calvo a "no alentar las protestas".
La violencia de los radicales, que como han explicado agentes de la Policía Nacional a EL ESPAÑOL, cuentan con asesoría legal y han llegado a fabricar ballestas y arpones capaces de matar a un hombre, no es susceptible de debate ideológico. No es la ley trans, la ley de igualdad o el debate a cuenta del reparto de los fondos europeos.
Como esas partículas cuánticas que se encuentran en distintos puntos al mismo tiempo, Pablo Iglesias, el vicepresidente cuántico, pretende ser Gobierno, oposición, oposición de la oposición y revolución callejera al mismo tiempo, fluctuando de una a otra posición en función de sus intereses coyunturales.
Pero una vez se ha optado por la bien remunerada y muy agradecida primera de esas cuatro opciones, la de vicepresidente del Gobierno, la condena de la violencia callejera deja de ser optativa para pasar a ser obligatoria. Va en el sueldo.
Torra, el reacio
En septiembre de 2019, en plena ola de violencia por el segundo aniversario del 1-O y la sentencia del procés, el Gobierno exigió al presidente autonómico catalán, Quim Torra, que condenara "cualquier posible o potencial violencia". Lo hizo por boca de la ministra portavoz, Isabel Celaá.
Luego, el Gobierno anunció que impugnaría cualquier resolución del Parlamento autonómico catalán que legitimara la violencia.
Celaá no fue la única ministra que le exigió a Torra que condenara la violencia. "Es algo fácil para cualquier demócrata" dijo el ministro del Interior Fernando Grande-Marlaska.
Luego llegó la oposición. En octubre, PSC, Ciudadanos, PP y los comunes de Podemos pidieron la dimisión de Torra.
Incluso ERC, socio de gobierno de Torra en la Generalidad, se desmarcó por aquel entonces del presidente regional y de sus teorías de la conspiración. Lo hizo por boca de Gabriel Rufián, que rechazó la tesis de que los disturbios en Cataluña hubieran sido provocados por infiltrados: "Soy reacio a las conspiraciones, no tengo ni idea. Al final son los de siempre y son de aquí".
Finalmente, Torra dio su brazo a torcer. Tras dos noches de batallas campales extraordinariamente violentas en las calles de Barcelona, y con los más radicales de los CDR a las puertas de la Consejería de Interior autonómica, Torra condenó la violencia con la fórmula utilizada habitualmente por el mundillo de ETA: "El independentismo condena y condenará la violencia venga de donde venga".
"No se pueden permitir estos incidentes que estamos viendo. Esto tiene que parar ahora mismo", dijo Torra. Y añadió luego: "No hay ninguna razón ni justificación para un acto vandálico".
Es cierto que Torra aludió luego en su discurso, de nuevo, a la presencia de "infiltrados y alborotadores". Pero su condena le permitió a la presidencia autonómica recuperar al menos un ápice de la dignidad institucional perdida durante tantos años de procés.
Como explica la teoría criminológica de la ventana rota, permitir un pequeño delito (en este caso, la no condena de la violencia por parte del vicepresidente del Gobierno) hará que los siguientes delitos sean cada vez más graves hasta que, en breve, el edificio entero acabe en ruinas. En la metáfora, ese edificio es el Gobierno.
Construir una democracia costó sangre en España. A Iglesias no puede salirle tan barato destruirla.