Hoy se cumplen diez años del 15-M. Un movimiento que surgió de la indignación y la rabia de los jóvenes ante la falta de perspectivas, la crisis financiera, la corrupción y un sistema de partidos que percibían alejado de la ciudadanía.
El negacionismo y la torpeza del Gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero tras la caída de Lehman Brothers y el estallido de nuestra burbuja inmobiliaria habían situado a España al borde del colapso económico, con la exigencia europea de aplicar recortes sin precedentes y el augurio de que los hijos vivirían peor que los padres.
Esto provocó que, en pocos días, y a las puertas de unas elecciones, miles de jóvenes acamparan en las plazas de todas las ciudades del país y con la Puerta del Sol madrileña como enclave para la historia.
Eran jóvenes inspirados por los aires de cambio llegados de Islandia, donde se encarceló a banqueros y se sentó en el banquillo a su expresidente por negligencia. Inspirados también por el ejemplo de la Primavera Árabe, que demostró el poder de las redes sociales para promover transformaciones sociales (por efímeras que fueran).
El 15-M fue un movimiento heterogéneo y transversal al que se unieron durante meses universitarios y jubilados, obreros y empresarios, progresistas y conservadores, sintonizados todos contra los abusos del capitalismo. El espíritu del 15-M fue pionero y no tardó en contagiarse por el mundo occidental hasta instalarse en el mismo umbral de Wall Street.
Pero aquellos sueños de metamorfosis se vieron rápidamente pervertidos por los intereses particulares de la izquierda populista.
Una década después del fenómeno que puso patas arriba la política nacional y enterró el bipartidismo, es fácil ver que la revuelta quedó en nada, o en muy poco: su influencia se fue deshaciendo como un bloque de hielo al calor de la autoproclamada nueva política.
La izquierda radical
Tan transversal fue el movimiento que hasta Marcos de Quinto, entonces vicepresidente de Coca-Cola (y, años después, hombre fuerte de Ciudadanos), simpatizó con sus reivindicaciones. No obstante, y como otros muchos españoles, se desentendió del 15-M tras la irrupción de una izquierda radical y populista que se propuso capitalizar la rabia del momento para hacerse con el poder en el país a toda costa.
La Puerta del Sol se llenó de asambleas. Debatían sobre alternativas económicas y cambio climático. Se organizaban para frenar desahucios. Exigían más responsabilidad social a las empresas. Los viejos partidos quedaron petrificados, a diferencia de los gurús de la Complutense, que aprovecharon la desconexión para convertir el agua en Podemos, un partido nuevo con ideas de siempre.
Entre los gritos de “esta crisis no la pagamos” o “que no nos representan” se colaron sus consignas, como la del mantra repetido hasta la extenuación por Íñigo Errejón: “La política, si no la haces, te la hacen”. Y los españoles lo siguen pagando.
El 15-M originó una estirpe de monstruos gramscianos, como Pablo Iglesias o Juan Carlos Monedero, que prometieron organizaciones horizontales y terminaron por construir estructuras verticales, ejecutar purgas contra los discordantes y organizar ataques contra los medios de comunicación y sus adversarios políticos.
¿Qué ha cambiado?
La izquierda que se apoderó del 15-M prometió un futuro a los jóvenes y, sin embargo, ¿qué ha cambiado? España sigue liderando la lista de paro juvenil. Ellos, al menos, aseguraron el de los suyos.
La irrupción de Podemos en las europeas de 2014 fue el anticipo de su éxito en las generales de 2015, donde la formación morada fue la tercera opción más votada junto a sus múltiples alianzas.
En paralelo, emergió desde Cataluña un partido liberal y moderado, con voluntad de consenso y con la lucha contra la corrupción y los nacionalismos por bandera, que aspiró a tender puentes con los menguantes partidos hegemónicos, PP y PSOE, castigados por la corrupción y la gestión de la crisis. Ciudadanos se convirtió en el cuarto partido con mayor representación parlamentaria en 2015.
Una década después, la formación naranja está en peligro de extinción y Podemos avanza diligentemente hacia el rincón reservado a Izquierda Unida.
Fin de fiesta
Se ha comparado el 15-M con Mayo del 68. El 15-M fue, originalmente, un movimiento pacífico, transversal y preocupado por cuestiones materiales. Pero pronto se fue asemejando al movimiento francés en cierto aroma a izquierda Lacoste.
Es innegable que la sociedad ha cambiado desde entonces. Que el Gobierno español (en sintonía con el resto del mundo) se ha comprometido a avanzar hacia la reducción de emisiones, la descarbonización de la economía y la transformación energética. Esta semana se ha aprobado en el Congreso la primera ley climática de nuestra historia.
Pero ¿acaso no habrían llegado esas transformaciones de todos modos si el 15-M no se hubiera producido jamás?
El 15-M tuvo un efecto más estético que fecundo y trajo consigo el castigo de Podemos, que ha laminado la convivencia política en España, ha importado un tono parlamentario desconocido en democracia y despertado a una derecha radical y populista que emplea sus mismas armas.
A diez años del 15-M, el país no es el mismo, pero muestra casi los mismos problemas estructurales que en 2011. España debe recuperarse de la herida abierta y necesita de acuerdos entre las formaciones moderadas para ocuparse de las preocupaciones reales de la ciudadanía sin caer en la trampa de la polarización parlamentaria alimentada por populistas y nacionalistas.