El 20 de octubre de 2011 pasó a la historia de España como el día en que ETA anunció el fin de sus atentados. Los tres terroristas enmascarados que escenificaron la disolución de la banda necesitaron menos de tres minutos para despachar cinco décadas de barbarie y atrocidades. Lo hicieron con el puño en alto y entre referencias a lo que llamaron "el conflicto" y "la lucha".
Hoy se cumple una década, pues, del fin de las armas. Pero se cumple también una década desde el inicio de los esfuerzos de la izquierda abertzale por trasladar las reivindicaciones de ETA al Parlamento regional vasco y el Congreso de los Diputados.
Es evidente que la canalización de esas ideas por la vía pacífica de las urnas y las instituciones es una noticia a celebrar. Son diez años sin secuestros, ni asesinatos, ni bombas, ni escoltas, ni atentas ojeadas a los bajos del coche. Lo saben bien los guardias civiles, militares, políticos, policías, disidentes y periodistas que vivieron cada uno de sus días, durante décadas, con la incógnita de si sería el último.
Pero, superada la mayor barbarie de nuestra historia reciente, sería un error inadmisible cerrar los ojos ante los 864 asesinatos, las 7.000 víctimas y la ruina de miles de familias generados por el fanatismo socialista y nacionalista vasco.
Tampoco debemos olvidar que, tras la disolución de la banda, queda el poso tangible de su legado, que no es precisamente menor, y que se manifiesta en los homenajes a los presos de ETA que salen de la cárcel, en el acoso político y personal a la oposición no-nacionalista en el País Vasco y Navarra, y en la incapacidad de EH Bildu para pedir perdón por los asesinatos de ETA sin vacilaciones, subterfugios o eufemismos.
Asunción de la culpa
Diez años después del fin de ETA nos encontramos inmersos en un lento proceso de asunción de responsabilidades, individuales y colectivas, que no se limita a quienes detonaron explosivos, apretaron el gatillo, orquestaron secuestros o se beneficiaron políticamente de la violencia.
Esta asunción de responsabilidades debe alcanzar también a los vascos de los barrios y de los pueblos que vitorearon atentados o que callaron ante la barbarie, que se pusieron de perfil, que hicieron oídos sordos a las peticiones de ayuda de las víctimas que se desangraban frente al portal de su casa, que se chivaron a los terroristas de las rutinas de sus vecinos o que colaboraron de otras formas con ETA mientras esta instauraba el terror en el País Vasco y en el resto de España.
Es comprensible que esta asunción de responsabilidades no sea inmediata y que requiera de más tiempo de digestión. Reconocer el mal en uno mismo es un proceso doloroso. Pero miles de ciudadanos vascos anónimos que saben perfectamente cuál fue su comportamiento durante los años de ETA se lo deben al resto de los españoles.
Así ha ocurrido en todos los lugares que han vivido la lacra del terrorismo. Es probable, por ejemplo, que en la Alemania de 1947 todavía quedaran ciudadanos convencidos de que el Reich hizo lo correcto. Pero resulta preocupante que, con la última muerte de ETA tan reciente, hace apenas doce años, la memoria de tantos españoles sea tan corta y el relativismo ventajista campe ya a sus anchas. Por ejemplo en Unidas Podemos, uno de los partidos que forman la coalición de Gobierno.
Harían bien las instituciones nacionales y autonómicas en impedir que el agravio y la desmemoria se conviertan en la norma. En recordar (como recuerdan los alemanes) el lado oscuro de su historia para que esta no se repita jamás. Con museos, con homenajes y con una firme apuesta por la concienciación a través de la educación y la dignificación de las víctimas de ETA.
Pasado de violencia
Sería intolerable, en fin, que los partidos centrales y democráticos que pagaron con sangre su compromiso con la libertad y el Estado de derecho, es decir, el PP y el PSOE, se dejaran llevar ahora por la amnesia y el relativismo por intereses particulares. Sigue siendo por tanto moralmente injustificable que se pacte con EH Bildu, un partido que alberga a viejos etarras y que sigue mostrándose ambiguo frente a las atrocidades de la banda terrorista.
Guste más o menos, es legítimo que el Gobierno establezca itinerarios legales y apueste, entre otras medidas, por el acercamiento de presos etarras al País Vasco. Pero jamás se debe pasar por alto el pasado de sus interlocutores políticos o el sufrimiento de las víctimas del terrorismo a la vista de esos acercamientos.
El equilibrio no es sencillo y el proceso es lento. Pero es imprescindible pasar por él para pasar la página de ETA desde la memoria y desde la humanidad. Hay que cerrar las heridas sin ignorar el pasado. Sólo así podremos evitar la repetición de la historia en un País Vasco que aún no ha asumido con todas las consecuencias su pasado de violencia.