La yihad prohibicionista de Alberto Garzón, ministro de Consumo, vivió ayer un nuevo capítulo con la proscripción de la publicidad de chocolate, pasteles, helados y zumos destinada a menores. La prohibición, que entrará en vigor en 2022 y que afectará a docenas de empresas de alimentación y publicitarias de toda España, abarcará radio, televisión, cine, páginas web y, por supuesto, redes sociales.
Resulta difícil encontrar una sola iniciativa del Ministerio de Consumo que no haya implicado una prohibición de algún tipo (por ejemplo la de la publicidad de casas de apuestas con la excusa de una "alarma social" anecdótica en la práctica) o la creación de listas de productos correctos e incorrectos (el sistema Nutri-Score, que el Gobierno parece querer finiquitar ahora discretamente frente a la evidencia de lo absurdo de sus criterios y del daño provocado a las empresas de alimentación).
La obsesión del ministro con las prohibiciones, las regulaciones disparatadas y los inventarios de alimentos "a evitar" ha convertido al Ministerio de Consumo en uno de los más temidos por las empresas que caen bajo su radio de acción. Porque cada ocurrencia de Garzón pone en riesgo inversiones de millones de euros y miles de puestos de trabajo.
Monomanía prohibicionista
El ministro de Consumo ni siquiera esconde la motivación oculta de su monomanía prohibicionista. La proscripción de la publicidad de productos dulces destinados a menores ha sido justificada por el Ministerio con el argumento de los altos índices de sobrepeso infantil en España. Pero también con la idea de que con dicha prohibición se defienden los "intereses" de los niños frente a la "industria alimentaria".
Y es precisamente por ahí por donde asoma la pata de ese lobo anticapitalista que es un Alberto Garzón que ha llegado a posar para la prensa con un chándal de la República Democrática Alemana. Un Garzón empeñado en una cruzada mesiánica contra esa caricatura de capitalismo despiadado que sólo existe en su imaginación y que, supuestamente, ceba su cuenta de resultados fomentando la adicción al dulce de niños con sobrepeso.
Prueba de ello es el unilateralismo de un Garzón al que la Federación Española de Industrias de Alimentación y Bebidas (FIAB) prometió reducir en un 75% la publicidad dirigida al público infantil, pero que optó finalmente por el anuncio sorpresa de una regulación que no es fruto del consenso sino de la imposición.
Prohibición, no información
Resulta como mínimo dudoso que de la supuesta protección de la salud de los menores españoles se deba encargar el Ministerio de Consumo y no el de Sanidad. Pero aún más que esa protección se lleve a cabo prohibiendo la publicidad de determinados productos y alineando a España con los países más intervencionistas en este terreno, y no por medio de campañas de información que respeten tanto la libertad de empresa como la responsabilidad de los padres en la educación de sus hijos.
El furor prohibicionista de Garzón se compadece también mal con las políticas de Podemos, un partido que considera que los menores son libres para abortar, hormonarse a voluntad o pasar por un proceso de cambio de sexo sin conocimiento de sus padres, pero no para ver anuncios de galletas o de zumos de melocotón.
La obsesión de Garzón, en fin, no parece ser tanto la de proteger la salud de los menores como la de defenderlos de los peligros de ese capitalismo que, desde su decimonónica perspectiva ideológica, envenena sus cuerpos y sus mentes.