Si de algo han servido los balances de fin de año de Pedro Sánchez, presidente del Gobierno, y Pablo Casado, líder de la oposición y aspirante al trono, es para confirmar que los españoles entraremos en 2020 con el mismo decorado político con el que abandonamos 2021. Mientras Sánchez se ha recreado en el triunfalismo y esquivado cualquier autocrítica a la labor de su Gobierno, Casado lo ha hecho en el fatalismo, regateando cualquier asomo de esperanza que no pase por aguardar a que él y su partido desalojen de la Moncloa al líder del PSOE.
En cierta manera, es el signo de los tiempos. En España y en el resto de las naciones desarrolladas que también sufren la polarización provocada por el auge de los partidos populistas. Quien ocupa el poder dibuja escenarios idílicos en los que la única piedra en el camino es la siempre desleal oposición, y quien vegeta en la oposición escenifica una confrontación mucho más visceral de la que luego se vive en las instituciones. Ni Sánchez ni Casado se salieron ayer de este previsible guion.
Como explica hoy EL ESPAÑOL, Sánchez ha recurrido a la creatividad contable para afirmar que su Gobierno ha cumplido el 42,7% de los 1.481 compromisos prometidos durante su investidura de hace dos años. Una promesa que sólo aparenta ser cierta tras un generoso ejercicio de tolerancia evaluadora similar al que se está imponiendo como normal en el sistema educativo para que los estudiantes pasen de curso sin aprobar. El balance de Casado también exige un salto de fe para convencer de que el Gobierno no ha acertado una sola vez, siquiera sea por error, a lo largo de 2021.
Consenso sin disenso
Más que un análisis de las dificultades superadas en 2021 y de los retos que esperan a España y a los españoles durante 2022, Sánchez ha revisitado sus grandes éxitos mercadotécnicos sin añadir una sola coma a los argumentos ya conocidos por todos los españoles tras las anteriores comparecencias del presidente: el éxito en la vacunación, la recuperación de la economía (ejemplificada en la cifra de 20 millones de ocupados), y la puesta en práctica de un consenso social en el que Sánchez incluye a sindicatos, empresarios y socios parlamentarios, pero no a la oposición.
Casado, por su parte, ha criticado la "arrogancia", la "cobardía", la "irresponsabilidad" y la "incompetencia" del Gobierno y ha calificado de "muy mala" la situación de España. Una situación para lo que sólo parece existir, desde el punto de vista del presidente del PP, un remedio en el horizonte. Un Gobierno de los populares que culmine un "ciclo de cambio" y que, con un poco de suerte en las urnas, le permita gobernar en solitario y sin depender de socios incómodos. Es decir, de Vox.
Un argumento de calado
Pedro Sánchez cuenta, sin embargo, con un argumento de calado del que carece Pablo Casado. Porque la reforma laboral pactada con los agentes sociales es tan similar a la aprobada por el PP en 2012 (a la que apenas añade unos cuantos retoques más ideológicos que estructurales) que resulta difícil defender con argumentos razonables la negativa radical de los populares a su aprobación.
Lo cierto es que la reforma laboral de Yolanda Díaz, que deja en pie el 90% de lo aprobado por Mariano Rajoy en 2012, supone en la práctica el reconocimiento por parte de la izquierda, e incluso de la extrema izquierda populista, de que el proyecto estrella del PP de la década de 2010 ha sido esencialmente bueno para la economía española. ¿Qué mayor victoria que esa para Pablo Casado y el PP?
EL ESPAÑOL ha echado de menos en los discursos de ambos líderes políticos un proyecto de país que fuera más allá del optimismo hueco de un presidente atrincherado en mantras tan amplios como vacíos de contenido real (la ecología, el consenso, la digitalización) y del pesimismo funesto de un líder de la oposición que sigue sin atinar a comunicar cuál es su proyecto de país más allá del no genérico a Pedro Sánchez.
EL ESPAÑOL echa de menos también propuestas tangibles y razonables entre tanta escenificación destinada a los telediarios y más acorde con la política de la imagen que con ese ideal de servicio público al que deberían aspirar todos aquellos que pretenden ocupar la presidencia de una nación como España. En otras épocas, a esas propuestas se les llamaba "liderazgo".
La alternativa es acabar dándole la razón a Charles de Gaulle cuando decía que la política es un asunto demasiado serio como para dejarla en manos de los políticos.