Parece casi un anacronismo recordar, a la vista de la carta que Pedro Sánchez envió el 14 de marzo a Mohamed VI para anunciarle el viraje en la postura española sobre el Sáhara, que la forma no es un complemento opcional del contenido.
O que, como dice el latinismo, nulla ethica sine aesthetica (y viceversa).
O que un Gobierno debe comportarse en todo momento como tal, siendo consciente de que el respeto a las instituciones y a sus formas, a eso que los anglosajones llaman "pompa y circunstancia", es garantía de su permanencia.
Porque si el propio Gobierno no se respeta a sí mismo, ¿cómo espera que le respeten los ciudadanos? ¿Y cómo espera que le respeten otros Gobiernos?
Y todavía más. ¿Qué cree el Gobierno que espera al final de ese camino de indiferencia hacia las normas más elementales de la lengua española? ¿Un paraíso igualitario en el que todos los ciudadanos, desde las elites al más humilde de los españoles, muestren serias dificultades para armar un pensamiento lineal y coherente?
Es obligación de un diario que ostenta el nombre de EL ESPAÑOL recordar que el Gobierno que representa a todos los españoles no puede permitir que una misiva plagada de errores gramaticales y de un nivel redaccional francamente mejorable salga de la Moncloa y sea leída por un mandatario extranjero.
Símbolo de estatus burgués
"Nuestros dos países están indisolublemente unidos por afectos, historia, geografía, intereses y amistad comunes" dice la carta de Pedro Sánchez. Y continúa: "Estoy convencido de que los destinos de nuestros dos pueblos también lo son". ¿A qué hace referencia ese "son"? ¿Qué "son" los "destinos de nuestros dos pueblos"?
"España considera que la propuesta marroquí de autonomía presentada en 2007 como la base más seria" continúa luego la carta. La frase no tiene sentido. Ese "considera que" anuncia un verbo que nunca aparece. "España considera que la propuesta marroquí de autonomía presentada en 2007 es la base más seria" sería la expresión correcta.
La carta incluye muchos más errores. "Ministros" con mayúscula, cuando los cargos se escriben con minúscula y las instituciones (como "Ministerio de Cultura") con mayúscula. O "reiterar nuestra determinación para afrontar juntas los desafíos comunes". ¿Quién es el protagonista femenino de esa frase si Pedro Sánchez y Mohamed VI son de sexo masculino? "Para estar a la altura de la importancia de todo lo que compartimos" es otra frase sin sentido: ¿qué significa "estar a la altura de la importancia"?
Son sólo algunos ejemplos.
Es cierto que el siglo XXI ha alumbrado en el seno del progresismo rocambolescos movimientos ideológicos que desprecian el supuesto elitismo de la educación meritocrática y que consideran que la corrección en la expresión oral y escrita es poco menos que un símbolo de estatus burgués merecedor de derribo.
Que muchos políticos y líderes culturales, civiles y empresariales españoles se expresan en entrevistas y redes sociales en un español tortuoso y torturado.
Que la creencia en que el lenguaje determina la realidad ha llevado a delirantes movimientos ideológicos a proponer la demolición del español y su sustitución por una lengua contrahecha, sintética y ágrafa bautizada como "lenguaje inclusivo".
O que no es el Gobierno central el primero que fustiga el idioma español y huye de un lenguaje claro, recto y correcto. Sólo hay que recordar el Estatuto de autonomía catalán de 2006, al que le sobran al menos el 50% de las palabras (y eso sin entrar en valoraciones políticas o jurídicas), para darse cuenta de ello.
Pero EL ESPAÑOL no puede obviar el hecho de que una carta como la escrita por el equipo de la Moncloa no es de recibo y que el desprecio por la forma y por el estilo revela una concepción de la representación pública preocupante.
Para los educados con alguna de las leyes educativas previas a la LOGSE de 1990, la carta del Gobierno merecería la calificación de muy deficiente. Pero a la vista de los tiempos que corren, habrá que conformarse con decir que el Gobierno "necesita mejorar".