A nadie se le escapa que la victoria futbolística de España frente a Albania no fue la única del partido del sábado. Fue, en realidad, un triunfo aparejado al de la libertad y la convivencia en Cataluña. Porque a la noticia del resultado, un aprobado raspado, se sumó el simbolismo de 40.000 personas en el estadio del Espanyol de Barcelona, lleno hasta los topes, cantando coral y apasionadamente el himno nacional y jaleando las proclamas tradicionales de la Selección con normalidad y sin sobresaltos.
No sonaron sus voces a grito identitario ni a reivindicación exaltada de la patria, a diferencia de las habituales ceremonias separatistas. Sonaron, en cambio, a exhalación del aire contenido tras años de fanatismo y opresión. A ejercicio redentor en una región intencionadamente fragmentada donde se han silenciado las voces disidentes con el procés y donde se han despreciado sin pudor los símbolos comunes a todos los españoles.
Fueron escenas que, por suceder en Barcelona y no en Madrid o Sevilla, son genuinamente noticiosas. Han tenido que pasar 18 años para que la Selección haya regresado a Cataluña. Ni siquiera en los años dorados del combinado, con una generación que abrazó dos Eurocopas y un Mundial, con capitanes catalanes como Xavi Hernández o Carles Puyol, el espíritu apaciguador del deporte se impuso al ánimo beligerante del nacionalismo.
El éxito fue, en fin, encomiable. Ya no sólo por la posibilidad del espectáculo futbolístico o del sentimiento español en la capital catalana. También porque tuvo lugar sin reacciones altisonantes, sin intentos de boicot, sin aspavientos institucionales, sin movilizaciones callejeras, sin actos de vandalismo y sin respingos a destacar. Al contrario, se respiró el ambiente de civismo y tolerancia que debe regir en una sociedad democrática, plural y sana.
Aires de cambio
En Barcelona quedó al descubierto, una vez más, que soplan aires de cambio en Cataluña. No escasean los ejemplos. Políticamente, con la incapacidad de los partidos del procés para acordar el bloqueo de la sentencia del Tribunal Superior de Justicia que obliga a impartir el 25% de las clases en castellano. Una cuestión que despertó fantasmas nacionalistas que parecían enterrados y que se manifestaron incluso a costa de los derechos más elementales de los niños.
Socialmente, con los datos más bajos de apoyo al independentismo de los últimos diez años. No son cifras del constitucionalismo, sino del Centro de Estudios de Opinión de la Generalitat. Este mismo mes de marzo, los sondeos arrojaron casi 15 puntos de diferencia entre los contrarios a la secesión y los partidarios (un 53,3% ante un 38,8%).
Es cierto que la política de “concordia” de Pedro Sánchez con los indultos dejó en nada los gravísimos delitos de los líderes del procés. O que el fugado presidente Carles Puigdemont sigue sin responder ante la Justicia española por su papel decisivo en el golpe a la democracia de 2017. Pero, a corto plazo, parece haber contribuido a desinflamar la euforia independentista.
Del mismo modo que lo ha hecho, muy probablemente, la trivialidad de la causa ante realidades tan reveladoras, como la pandemia o la guerra en Ucrania, o el propio hartazgo de una sociedad consumida por el nacionalismo. Un nacionalismo que sólo ha aportado empobrecimiento y discordia, fuga de empresas y carestía intelectual incluso en Barcelona, puente a Europa durante los años más oscuros del siglo XX español, en tiempos donde la unidad se impone a la división. Donde las grandes cuestiones se dirimen en el corazón de Europa, en consenso con otros 26 países, y donde el tribalismo se paga con irrelevancia.
La competición en el RCDE Stadium de Barcelona arrojó un resultado esperanzador. Invita a pensar que la sensatez y la serenidad están remontando. Que el respeto y la tolerancia, antónimos del nacionalismo, regresan con paso firme al espacio público en Cataluña.