Pocas reglas no escritas de la política tienen tan pocas excepciones como la de que toda acción en un sentido determinado provocará con el tiempo una reacción en sentido contrario. La única duda es el cuándo y el cómo. Pero jamás el qué.
La prueba está en la vuelta de Juan Carlos I a España tras 21 meses de exilio forzoso en Abu Dabi y la generación, parcialmente espontánea y parcialmente diseñada como "contraataque" por determinados sectores de la sociedad española, de una juancarlosmanía que ha cogido con el pie cambiado a esa izquierda radical que ha hecho de la manía-a-Juan-Carlos la palanca con la que acometer su asalto a la democracia.
La posición de EL ESPAÑOL ha sido siempre muy clara en este asunto. La conducta personal del rey, imposible de defender con argumentos merecedores de respeto, no puede enturbiar el beneficio que para la democracia española y los españoles ha tenido su trabajo estrictamente institucional.
Dicho de otra manera, la institución de la Corona y la estabilidad del sistema democrático español plasmado en la Constitución del 78 están por encima de la persona. Tan injusto (y dañino para los españoles) sería que cayera la institución por la persona, como que la persona se salvara por la institución.
No a la inviolabilidad
Como explicamos en un anterior editorial, su exoneración de cualquier responsabilidad penal, con argumentos jurídicos como poco discutibles, no exime a Juan Carlos de su responsabilidad personal e institucional frente a los ciudadanos españoles. EL ESPAÑOL ha defendido también que la protección del jefe del Estado no debe ser ni superior ni inferior a aquella de la que disfrutaría el jefe de Estado de una república constitucional.
Y por dos buenas razones. La primera, la inconveniencia y la inadmisibilidad de la figura de la inviolabilidad absoluta en una democracia.
Y la segunda, tan o más importante si cabe, porque nada ha alimentado más el discurso antimonárquico de la izquierda extrema y de los separatismos periféricos que los escándalos financieros y personales del rey emérito.
Es cierto que la reacción de apoyo a Juan Carlos que hemos visto durante los últimos días no se debe tanto a un apoyo explícito a su figura como a la evidencia de que, para la izquierda populista y el nacionalismo, el rey es sólo la grieta por la que acometer el derribo de todas las instituciones de la democracia constitucional que han permitido los 40 años más prósperos de la historia de este país.
En este sentido, tan lógico es que haya quien glorifique su figura muy por encima de lo razonable como que haya quien la denigre en la misma medida. Siempre habrá quien recuerde sus méritos, como siempre habrá quien recuerde sus deméritos.
Pero es obvio que para una buena parte de los españoles resulta casi ofensivo que Juan Carlos I, al que cabe achacar en muy buena parte el fracaso del golpe de Estado de 1981, deba visitar su país con vergüenza mientras los ejecutores de otro golpe de Estado, el de 2017 en Cataluña, siguen en el Congreso de los Diputados, al frente de un Gobierno regional y como socios preferentes del presidente del Gobierno.
Visitas esporádicas
El emérito permanecerá ahora durante unos días en España y volverá luego a su residencia oficial en Abu Dabi. Es de esperar que, tal y como pactó con el rey Felipe VI, esas visitas esporádicas se repitan durante los próximos meses sin provocar el revuelo mediático que ha provocado esta. Es de esperar también que esas visitas se limiten a lo estrictamente imprescindible para evitar un mayor daño a la Corona.
Porque tan injusto sería obviar el daño que Juan Carlos I ha hecho a la institución de la monarquía, y lo divisivo de su figura, como condenarle a una especie de penitencia sin condena penal durante sus últimos años de vida. Si su responsabilidad no es penal, será moral, y en ese terreno debería responder el emérito.
Y tan cierto es que pocas figuras históricas quedarían limpias de polvo y paja tras un escrupuloso escrutinio de su vida privada como que no son pocas las figuras históricas cuyo escrutinio ha arrojado un resultado mucho más benévolo que el de Juan Carlos I.
Lo mínimo que se le puede pedir a un monarca, en fin, es que no facilite la estrategia de acoso y derribo a la democracia de ese republicanismo cuyo verdadero objetivo es la destrucción de las instituciones para construir sobre sus cenizas una sociedad de la que estarían excluidos la mitad de los españoles.