Ni los más irredentos simpatizantes de Pedro Castillo, entre los cuales se encuentran algunos líderes destacados de la extrema izquierda española, pueden negar que el autogolpe de Estado que ayer miércoles intentó ejecutar el presidente peruano fue grotesco. Grotesco por su ejecución, por su desarrollo y por la evidencia de que Castillo no tenía apoyos para instaurar una dictadura encabezada por él ni en el Ejército, ni en la Policía, ni en el Poder Judicial, ni en el Parlamento y ni siquiera en su propio Gobierno.
Castillo, miembro destacado de la fecunda familia de la izquierda populista hispanoamericana, anunció a media tarde de este miércoles la disolución del Congreso y el Poder Judicial, la declaración del Estado de sitio y la creación de un Gobierno de excepción. Su objetivo era garantizar su supervivencia política evitando la celebración de una moción de censura que podría haberle descabalgado del poder.
Es difícil comprender qué condujo a Castillo a tomar una decisión tan disparatada sin contar con el respaldo de otros poderes o instituciones del Estado. Como sea, el autogolpe del ya expresidente (fue destituido por el Congreso) fracasó y Castillo pasará a la historia como un dictador que, en su ánimo de rebelarse contra la Constitución y el Estado de derecho, acabó detenido y, en el futuro, ante los tribunales.
Perú ha esquivado por tanto la bala de esas dictaduras que todavía hoy gobiernan en Cuba o Venezuela y que, por desgracia, marcan el paso de otros Gobiernos de la región que no pueden ser calificados en sentido estricto de dictaduras, pero tampoco de democracias plenas.
La noticia del autogolpe de Castillo sorprendió a todos los demócratas del planeta. Pero no pilló desprevenidos a quienes siguen de cerca sus pasos desde su llegada al poder hace apenas año y medio. Ya no sólo por sus esfuerzos poco democráticos por acallar la prensa libre o por obstruir las labores de investigación de la Fiscalía. También por bloquear ilegalmente una moción de censura de la oposición hace menos de un mes.
No deja de ser paradójico que, en su huida hacia adelante, Castillo haya imitado la estrategia de Alberto Fujimori en 1992, aunque con una suerte completamente opuesta. Y lo es porque el populista de izquierdas se impuso en las últimas elecciones precisamente a Keiko Fujimori, hija del encarcelado expresidente. No sería descabellado que los dos dictadores repitan destino.
Es muy tentador relacionar la desesperación de Castillo, abocado al juicio político y al de los tribunales, con la sentencia que se conoció el martes contra la argentina Cristina Fernández de Kirchner, emblema del populismo y modelo aspiracional declarado de Irene Montero. Al mismo tiempo, dice mucho y bueno a favor de la democracia peruana que el Tribunal Constitucional, el Poder Judicial, la Fiscalía y el defensor del Pueblo pusieran pie en pared sin demora frente al golpe de Castillo.
Más comprometedora es la excesiva prudencia del Gobierno español, que no hizo público ningún comunicado de apoyo a la democracia y a un país con tantos vínculos históricos y de sangre con España como Perú mientras se desconocía la suerte del golpe. Sobre todo, cuando bastaba con una visita rápida a la hemeroteca para rememorar la alegría con la que celebraron el acceso al poder de Castillo la vicepresidenta Yolanda Díaz, el socio parlamentario Íñigo Errejón o la ministra Irene Montero.
Salta a la vista que muchos de los modelos de la izquierda populista española hunden sus países en la miseria antes de terminar acorralados por la corrupción y los tribunales. Algunos intelectuales peruanos, como Mario Vargas Llosa, llevan tiempo alertando sobre los riesgos aparejados de dejarse llevar por las promesas del populismo.
Castillo no sólo demuestra que el novelista no estaba equivocado. También recuerda al resto de las democracias hispanoamericanas que ninguna está completamente a salvo de esta deriva.