El asesinato del sacristán de la iglesia de La Palma de Algeciras Diego Valencia a manos de un magrebí de 26 años armado con un machete supone la llegada a España de un tipo de terrorismo al que nuestro país parecía ajeno hasta este miércoles por la noche. En el ataque también resultó herido Antonio Rodríguez, párroco de la capilla de San Isidro, de la misma localidad, que está fuera de peligro.
El atacante, detenido pocos minutos después de su crimen, fue puesto de inmediato bajo custodia policial. El Juzgado Central de Instrucción 6 de la Audiencia Nacional ha abierto diligencias por un posible delito de terrorismo yihadista.
El caso recuerda al del sacerdote francés Jacques Hamel, degollado en 2016 por dos yihadistas en la iglesia de Saint Etienne du Rouvray, en Normandía.
Aunque la violencia contra los cristianos no es desconocida en España (nuestro país es, junto con Francia, y de acuerdo con los datos del Observatorio sobre Intolerancia y Discriminación contra los Cristianos en Europa, aquel en el que se registran más agresiones cristianófobas de toda la UE), es la primera vez que uno de esos ataques acaba con la muerte de la víctima. El salto cualitativo es, por tanto, evidente.
A falta de más detalles sobre el caso, es necesario hablar sobre las tres reacciones que ha generado el crimen entre nuestra clase política.
La primera, la de Vox, que ha aprovechado el asesinato de Diego Valencia para arremeter contra la política inmigratoria del Gobierno y que incluso ha acusado a la prensa, por boca de Rocío de Meer, de ser "cómplice" de "cada gota de sangre derramada". Las declaraciones de Vox, esperpénticas, se califican solas.
La segunda, la de PP y Ciudadanos, que han reaccionado de forma serena al crimen, que han condenado la violencia y que han llamado a que el asesino sea juzgado por la Justicia.
"Un fanático indeseable ha matado a un sacristán y herido a varias personas más en iglesias de Algeciras. La barbarie actuando contra una sociedad libre. Mi solidaridad con la familia del fallecido y mi deseo de que el peso de la ley caiga sobre el asesino" ha dicho Inés Arrimadas.
"Condeno enérgicamente el crimen. La intolerancia nunca tendrá cabida en nuestra sociedad" ha dicho Juanma Moreno.
"Consternados por los ataques cometidos esta tarde en Algeciras. Mi pésame a la familia del sacristán fallecido y mis deseos de pronta recuperación a los heridos" ha escrito Alberto Núñez Feijóo en Twitter.
La tercera, la del Gobierno, que tardó casi dos horas en reaccionar al asesinato cuando su respuesta frente a otros crímenes, incluso en casos en los que se contaba con mucha menos información de la que se disponía ayer, suele ser inmediata. El Gobierno no debería transmitir la sensación de que existen crímenes de primera y de segunda en función de cómo confirmen o refuten estos sus tesis ideológicas.
Pero el papel principal debe corresponder ahora a las organizaciones y las comunidades islámicas de nuestro país. Porque son ellas, más incluso que las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado, las que disponen de información de primera mano sobre cuáles son y dónde están los principales focos de radicalización y captación de yihadistas en España.
Son estas organizaciones y asociaciones islámicas las que tienen en sus manos evitar que paguen justos por pecadores y que los crímenes de una minoría de fanáticos acaben contaminando por ósmosis al resto de los musulmanes que viven en nuestro país sin generar mayores problemas que los habituales en cualquier otra comunidad.
No hay mejor antídoto contra ese discurso racista que mete en el mismo saco a todos los inmigrantes que la plena y total colaboración de las comunidades islámicas en el control, la identificación y por supuesto la delación de aquellos de sus miembros que han caído en las garras del yihadismo. Y esto debe convertirse en una exigencia constante de los poderes públicos, no en una súplica de cooperación voluntaria. Porque la lucha contra el terrorismo no es opcional, sino una obligación.