Poco antes de que Pedro Sánchez anunciase una ley que recoge el ejercicio de discriminación positiva más ambicioso hasta la fecha (estableciendo una estricta paridad entre hombres y mujeres en los altos puestos de la política y la empresa) entró en vigor otra norma de difícil armonización con el bien jurídico de la igualdad ante la ley.
Es la Ley de Empleo,en funcionamiento desde el pasado miércoles, y que introduce como novedad más destacada la priorización del colectivo LGTBI en las políticas de empleo. Es decir, que el SEPE tendrá que brindar una atención preferente a quienes se declaren gay, lesbiana, bisexual o transexual.
Ciertamente, algunas estadísticas avalan que los miembros de este "colectivo vulnerable" afrontan importantes dificultades en el ámbito laboral a causa de su condición sexual. Tal es el caso de las personas trans, el 80% de las cuales se encuentra en paro. Además, según una encuesta de UGT, el 90% de las personas LGTBI ha considerado un inconveniente su orientación sexual a la hora de encontrar empleo.
Pero si algo ha quedado probado en los últimos meses es que no bastan las buenas intenciones ni la preocupación genuina por la inclusión y la diversidad para que las leyes tengan los efectos beneficiosos deseados.
Y esta nueva discriminación positiva plantea importantes interrogantes que hacen dudar de su pertinencia.
El mayor de todos es hacer depender un servicio público de una cuestión íntima y privada de cada ciudadano. En el proyecto de ley del Gobierno ya se reconocía que el SEPE no puede preguntar de manera activa y directa sobre la orientación sexual de un usuario. Y que, por tanto, la única forma de aplicar la priorización sería que la persona LGTBI informase de su condición sexual por iniciativa propia.
Ante la vaguedad implícita a esta forma de determinar si un perfil tiene prioridad en la búsqueda de empleo, el proyecto de ley estipulaba que "se concretará, cuando sea preciso, la forma de identificar la pertenencia a tales colectivos".
Pero, finalmente, la "forma de identificar la pertenencia a tales colectivos" se ha quedado, según ha podido saber EL ESPAÑOL-Invertia, en un acto de fe por parte de la Administración.
O sea, y dado que ningún documento público puede incluir la orientación sexual de un ciudadano, el SEPE se limitará a confiar en la buena fe de las personas que se declaren parte del colectivo LGTBI para ser beneficiarios de estos "itinerarios individuales y personalizados de empleo".
Esto es lo que sucede cuando se sustituyen los supuestos objetivos y generales de las leyes por criterios personalizados basados únicamente en realidades subjetivas como la identificación, la voluntad o el sentimiento.
Un vicio que afecta también a otra ley del Gobierno de reciente entrada en vigor, la Ley Trans, que al haber hecho descansar la modificación del género registral en una mera declaración de voluntad, hace imposible perseguir penalmente los fraudes de ley.
De hecho, algunos profesionales ya han demostrado que la incapacidad de la ley para prever declaraciones de cambio de sexo fraudulentas permite a ciudadanos varones rectificar la mención relativa a su sexo para beneficiarse de ayudas destinadas a reducir la brecha de género.
Si al amparo de Ley Trans se podrán dar impunemente falsos casos de transexualidad, ¿qué le hace pensar al Gobierno que no se darán también declaraciones de pertenencia al colectivo LGTB fraudulentas con la Ley de Empleo?
Y relacionado con la dificultad de probar la orientación sexual de un ciudadano está la de otorgar unas mejores condiciones en la búsqueda del empleo sobre la base de requisitos que no son mensurables.
Porque la legislación igualitaria con perspectiva de género se asienta sobre la evidencia empírica de un desequilibrio en el rendimiento de las políticas públicas entre los distintos sexos. Y el sexo es una realidad susceptible de ser acreditada.
También lo son el resto de variables empleadas para seleccionar los destinatarios de una determinada legisación (violencia de género, personas con discapacidad, jóvenes desempleados, inmigrantes, etc.).
Pero la nueva ley no establece una discriminación positiva ni siquiera en función de la renta o del grado de dependencia, sino de una cuestión tan personal (y en muchos casos, irrelevante) como la orientación sexual. Todo lleva a sospechar, en definitiva, que el Gobierno ha impulsado una vez más una norma que abre la puerta a la arbitrariedad.