Quienes reunieron argumentos para soñar con el cambio político en Turquía sentirán una enorme decepción. Recep Tayyip Erdogan ha revalidado este domingo su mandato en segunda vuelta tras vencer con el 53% de los votos a Kemal Kiliçdaroglu. Las razones para el optimismo, en cualquier caso, eran escasas. Y ni siquiera una variada y disonante coalición de seis partidos de la oposición ha bastado para acabar con el ciclo del carismático líder turco.
El 'gran jefe', como es conocido por sus seguidores, sumará una legislatura más a sus 21 años en el poder. A nivel interno, el éxito de Erdogan significa el refuerzo de un régimen con una fuerte carga islamista y una inclinación autoritaria que le llevó, tras el fallido golpe de Estado de 2017, a encerrar a buena parte de la elite cultural opositora, reformar la Constitución a medida y ampliar notablemente los poderes del presidente sobre el Estado.
A escala exterior, su triunfo supone que Europa y Estados Unidos tendrán que seguir lidiando con un hombre que mantiene a Ankara en una perturbadora ambigüedad. Como miembro de la OTAN y crítico de la invasión de Ucrania. Pero como "amigo" confeso de Putin y colaborador de Rusia en la elusión de las sanciones internacionales, imprescindibles para debilitar el régimen del exagente del KGB.
Desde su irrupción en la política turca, Erdogan sólo conoce la victoria. Ni la nefasta gestión de la economía, con una inflación desbocada que llegó al 85% por mantener los tipos de la lira en niveles irresponsables, ni la realidad revelada tras los terremotos en el país euroasiático, con más de 50.000 muertos (que habrían sido muchos menos de no ser por las deficientes construcciones promovidas por una elite corrupta), fueron suficientes para apelar a la mayoría de los turcos sobre la conveniencia del cambio.
A partir de ahora, conviene seguir de cerca la posición de Turquía en asuntos que conciernen a los europeos. No parece probable que corte sus vínculos con Rusia. Pero sí que levante el veto a Suecia para su ingreso en la OTAN o que actúe como facilitador ante Putin.
A menudo, se recurre al cliché al valorar la relevancia de unas elecciones nacionales para el mundo. Pero los comicios en Turquía eran decisivos. Las implicaciones se harán notar a corto y medio plazo, y dejan algunos motivos para la inquietud. Muchos de ellos pasan desapercibidos. Como las intolerables provocaciones a Grecia, otro aliado de la OTAN, con la voluntad repetidamente pronunciada por Erdogan de ocupar varias islas en el mar Egeo. Se comprenden sin necesidad de largas explicaciones las implicaciones que tendría esta operación militar para la Alianza y la Unión Europea, y la nueva oportunidad que abriría a Rusia y China en un escenario desafiante para Occidente.
Erdogan puede conseguir que los próximos cinco años de mandato se hagan muy largos. Ningún diplomático estadounidense y europeo puede confiar en que Turquía, con una economía frágil y una enorme dependencia de la energía y el turismo ruso, corte sus lazos con Moscú. Erdogan nunca ha mostrado el menor interés por hacerlo. A buen seguro, continuará exprimiendo al máximo las posibilidades que le ofrecen su ubicación geográfica y su peso geopolítico. Pero la diplomacia será determinante para que Turquía sea un socio cada vez más fiable y para que, ante todo, no se incline de más hacia Pekín y Moscú, para desventaja de Washington y Bruselas.