La sesión de constitución de las Cortes demostró ayer jueves que Pedro Sánchez es el único de los dos candidatos a la presidencia capaz de atar una mayoría parlamentaria suficiente. El rey debe por tanto proponer formar gobierno al líder del PSOE, y este debe en correspondencia exponer sus planes de gobierno a los españoles en su discurso de investidura dado que los difíciles equilibrios parlamentarios que deberá gestionar durante los próximos cuatro años comprometen muy seriamente su capacidad para aplicar el programa electoral con el que se presentó a las elecciones del pasado 23 de julio.
Resulta difícil calibrar las concesiones hechas al independentismo por el PSOE a cambio del control de la mesa del Congreso. Las comisiones de investigación pactadas con Carles Puigdemont son un brindis al sol que apenas le reportarán una pequeña dosis de foco mediático al independentismo a cuenta del escándalo de espionaje de Pegasus y los atentados de las Ramblas, sobre los que los sectores más ultramontanos del catalanismo han elaborado grotescas teorías conspiranoicas.
La petición de que el catalán sea oficial en las instituciones europeas, por su parte, no depende del PSOE y sí de la (difícil) aceptación del resto de los 27.
Más peso tiene la política de hechos consumados aplicada por la nueva presidenta del Congreso, Francina Armengol, permitiendo la utilización del catalán, el euskera y el gallego en el Congreso de los Diputados sin siquiera pasar por el trámite de la reforma del reglamento de la Cámara. Y no tanto por la utilización de esos idiomas en sí, sino por las implicaciones del gesto. Un gesto que implica una mutación del espíritu de la Constitución, que consagra el español como el idioma oficial en toda España y las lenguas regionales como cooficiales, pero sólo en sus respectivas regiones.
Pero la verdadera medida de la profundidad de las concesiones de Sánchez se verá con el tiempo en esa ley orgánica con la que el PSOE pretende regular las lenguas minoritarias catalana, vasca y gallega. Pero, sobre todo, en el significado de ese "fin de la represión" que podría apuntar a la ansiada amnistía reclamada por ERC y Junts, tantas veces enmascarada con el eufemismo de "la desjudicialización del conflicto".
Sánchez consiguió ayer atar una mayoría parlamentaria de 178 apoyos negociando en varios tableros paralelos mientras que Alberto Núñez Feijóo, que dijo llegar con 172 votos favorables, se quedó en sólo 139. Los suyos y los dos de Coalición Canaria y UPN. Un resultado que invalida su candidatura a la presidencia del Gobierno y que pone en duda la capacidad del PP para armar no ya una mayoría de gobierno, sino una simple oposición que se aproxime, en número de votos, a los de Pedro Sánchez.
Sánchez ha dado una muestra de capacidad política. Ha llevado las negociaciones con discreción y no ha permitido que se le escape ni un solo voto. Pero en el pecado lleva la penitencia: la mayoría que ha armado en el Congreso está consagrada a la destrucción del sistema constitucional, que es tanto como decir de la democracia liberal vigente en España desde 1978.
Y el PSOE no ha dado hasta ahora una sola explicación satisfactoria, que vaya más allá de los lugares comunes habituales, sobre su proyecto de gobierno junto a los independentistas. ¿Existe un plan que vaya más allá de trampear el día a día cediendo en todo aquello que los nacionalistas vayan exigiendo al ritmo más conveniente para ellos? Por eso es tan importante el discurso de investidura de Sánchez.
Cuanto antes exponga Sánchez su proyecto y queden claros cuáles son sus planes para los próximos cuatro años, antes podrán España y los españoles salir de este periodo de interinidad. La legalidad avala al presidente en funciones y, de momento, sus concesiones son más simbólicas que prácticas, aunque le comportarán un coste no despreciable en imagen.
El principio de realismo impone sus propias evidencias: o Pedro Sánchez es presidente o vamos a segundas elecciones dada la incapacidad del PP para armar, hoy, una mayoría alternativa. Si algo se demostró ayer en el Congreso es que el PSOE tenía razón cuando decía que ganar las elecciones es importante, pero no definitivo si no eres capaz de aunar una mayoría que te permita gobernar.