Obviamente envalentonado por el gesto de pleitesía de ayer lunes en el Parlamento Europeo por parte de Yolanda Díaz, Carles Puigdemont ha enunciado esta mañana, como si de un actor político legítimo se tratara, la lista de concesiones que espera conseguir del Gobierno a cambio de la investidura de Pedro Sánchez.
Una sola de esas exigencias, incluso en su versión de mínimos, supondría la destrucción del Estado de derecho en España. La concesión, en una u otra forma, de todas ellas, colocaría a nuestro país fuera de la senda de las democracias liberales y en rumbo hacia formas de gobierno más propias de un Estado fallido. Y no de un Estado fallido por circunstancias externas, sino por decisión propia.
Sólo un suicida, en definitiva, se avendría a negociar las peticiones de Puigdemont en vez de descartarlas de plano y asumir la convocatoria de nuevas elecciones. Si el precio de la investidura de Sánchez es este, entonces sólo caben segundas elecciones o el voto en conciencia de un puñado de diputados socialistas justos. Una opción señalada por el mismo Puigdemont con la evidente intención de presionar a Pedro Sánchez: "O la quiebra del Estado, o la del PSOE, o nuevas elecciones".
Advirtiendo de que no renuncia ni renunciará a la unilateralidad, es decir, al delito, Puigdemont ha exigido una ley de amnistía y un referéndum de autodeterminación, dos peticiones anticonstitucionales y que sólo podrían ser concedidas por el Gobierno con el aval del Tribunal Constitucional y tras pisotear cualquier lectura recta o de sentido común de la Constitución.
El líder del golpe de Estado de 2017 ha exigido asimismo garantías de que ambas peticiones serán concedidas en tiempo y forma. También ha pedido que la Fiscalía y la Abogacía del Estado desistan de la vía judicial contra los delitos del procés, muchos de ellos relacionados con hechos violentos o con la malversación de fondos públicos.
El líder de Junts ha exigido luego el reconocimiento de Cataluña como nación y un "mecanismo de mediación y verificación" que garantice el cumplimiento de los acuerdos con el PSOE, algo que equipara a España con un país del 3er Mundo.
"España tiene hoy un dilema de resolución compleja. O repite elecciones o pacta con un partido que mantiene la legitimidad del 1 de octubre y que no ha renunciado ni renunciará a la unilateralidad como recurso legítimo para hacer valer sus derechos" ha dicho también Puigdemont. Incluso ha pedido que el "único límite" a sus exigencias sea el definido "por los acuerdos y tratados internacionales que hacen referencia a los derechos humanos (individuales y colectivos) y a libertades fundamentales".
Conceder una sola de esas peticiones implicaría la asunción por parte del Estado de que España es un régimen autoritario que ocupa el territorio de una nación que no le pertenece, que quienes estuvieron a punto de matar a varios policías en otoño de 2019 en la plaza de Urquinaona son las víctimas de esos policías, de que la razón política estaba en 2017 del lado de los golpistas y de que, en consecuencia, cualquier intento de repetir lo ocurrido entonces será no sólo legítimo, sino también moralmente correcto.
Implicaría también asumir la tesis de que España es algo así como la nueva Unión Soviética o incluso un remedo de la vieja Yugoslavia. Es decir, un Estado nacido de un acto de violencia y que cristaliza en una federación de repúblicas en precario equilibrio y de aún más precarios ligámenes destinada, más tarde o más pronto, a una guerra civil que fragmente esas repúblicas de nuevo. ¿Esa es la idea de España que tiene el PSOE?
El simple hecho de que el PSOE de Pedro Sánchez aceptara considerar esas exigencias en vez de rechazarlas de plano implicaría además la desautorización de Felipe VI y de su discurso de unidad nacional del 3 de octubre de 2017. El rey pasaría así a formar parte, no sólo frente a los españoles, sino también frente a la UE, del bando represor de los derechos y las libertades de un pueblo que sólo aspira a liberarse de las garras de un Estado estrictamente represor, según el delirante relato del líder de Junts.
Y todo eso con el aval del presidente del Gobierno, una situación que implicaría un conflicto entre instituciones clave del Estado jamás vivido en democracia y que llevaría a los españoles a un punto de quiebra social imprevisible y cuyos precedentes sólo pueden buscarse en la década de los 30 del siglo pasado.
España sería entonces la primera democracia de la historia que asume voluntariamente su autodestrucción por decisión de su Gobierno. El PSOE está hoy frente a una encrucijada y de su respuesta a Puigdemont depende el futuro de nuestro país. Las exigencias de Puigdemont no son peticiones políticas, sino una amenaza existencial para España y los españoles, y deben ser tratadas como tales.