Cincuenta años después de la guerra de Yom Kippur, Israel fue víctima de un ataque aterrador, masivo y nuevamente inesperado. Nadie duda de que, dentro de cincuenta años, el pueblo judío seguirá recordando la barbarie a la que fue sometido el pasado sabbat. El perpetrador del ataque contra los ciudadanos libres de una nación democrática fue una organización terrorista, Hamás, equipada, asesorada y financiada por una República islámica, Irán, que celebró en su propia cámara de representantes el asesinato de casi un millar de ciudadanos inocentes al grito de "muerte a Israel".
Cabe recordarlo las veces que sea necesario, a la luz de la lluvia de justificaciones, insultos y reproches contra los israelíes cuando todavía sostienen los cuerpos calientes de sus niños, adultos y ancianos. Cuando todavía lloran por el paradero desconocido de sus seres queridos, sea porque los terroristas retienen los cadáveres, con la confianza de sacar algo a cambio; sea porque permanecen vivos, pero secuestrados y quién sabe si subyugados a qué condiciones de horror y vileza.
Requiere mucho cuajo, en fin, pasar por alto el fatal destino de casi un millar de israelíes en un día y medio. Su desgracia nos recuerda la certeza a la que se expone Israel cuando descuida su seguridad o cuando la da por garantizada. La lucha diaria de Israel es por su supervivencia. Y este es un cometido infinitamente más loable que la lucha de Hamás, que no desea una solución para los palestinos: sólo la destrucción de Israel.
Los terroristas de Hamás, como los de cualquier otra facción islamista, no tienen el menor interés en resolver los problemas de los ciudadanos a los que dicen representar y salvaguardar. Por eso, cuando sólo se hace referencia al centenar de rehenes israelíes y occidentales que emplea Hamás para disuadir a Israel, se omite el cálculo verdadero. A ese centenar de rehenes cabe sumar los dos millones de gazatíes, casi la mitad de ellos niños, sometidos a la atroz disciplina de la escasez y el odio.
Subsiste en el mundo occidental la bisoña y romántica idea de una causa palestina que se revuelve contra el gigante que condena su destino. Cuesta creer que, a estas alturas de la historia, todavía no caigan en la cuenta de que la causa palestina, en manos de Hamás, es poco más que un peón con tirón mediático para Irán, utilísimo para hacer valer los intereses de su élite político-religiosa. Una élite por otra parte cuestionada dentro del país por un segmento combativo, liberal y democrático al que los europeos deberían destinar más esfuerzos y pensamientos.
No es novedoso y no hay previsión de que la tendencia cambie pronto. Pero resulta paradójico, en este sentido, que los autoproclamados "pacifistas" europeos y norteamericanos colaboren más a menudo con los bárbaros del mundo que con las justas luchas de sus víctimas. Todos ellos son cómplices, a conciencia o sin ella, de los regímenes más hostiles para la humanidad.
Durante décadas, Israel trató de sellar la paz con el mundo islámico a través de Palestina. Al final cayó en la cuenta de que sería más sencillo conseguirla sin contar con una marioneta de la potencia más hostil de Oriente Medio, contraria a negociar ninguna solución, como demostró en cada ocasión que se le puso sobre la mesa.
Los Acuerdos de Abraham permitieron a Israel escapar del chantaje y normalizar relaciones con Marruecos, Baréin y Emiratos Árabes. Parecía cuestión de tiempo que Arabia Saudí, en su proceso de aperturismo y lento abandono del salafismo, se uniese a esos lazos. Pero esta situación queda en suspense, como a buen seguro preveía Irán antes de dar luz verde a los ataques de Hamás, a la espera de la violencia empleada por Israel en Gaza y la repulsa del pueblo suní.
Como sea, Israel tiene el derecho y el deber de responder con fuerza contra Hamás, y de hacerlo sin perder de vista la todavía más peligrosa amenaza de Hezbolá, con más de 100.000 misiles de alta precisión dispuestos en la frontera con el Líbano. El mensaje de Israel tiene que llegar con claridad y nitidez a los terroristas dentro del vecindario, sin excepción de los gobernantes de Teherán.
No cabe duda de que el desafío de Israel es complicado. Debe responder con contundencia sin caer en una crueldad intolerable. Es decir, sin provocar baños de sangre de civiles. Israel tiene la casi imposible misión, en fin, de acabar con Hamás sin actuar como Hamás. Y por eso no puede haber carta blanca para un Benjamin Netanyahu acosado por los fallos de seguridad todavía inexplicados, los casos de corrupción activos y la vocación de adulterar el sistema democrático del país.
No se puede obviar su cuota de responsabilidad ni el riesgo de una operación dirigida por un gobierno sostenido por el apoyo de nacionalistas y extremistas, como da cuenta la inmunda amenaza de su ministro de Defensa: "Estamos luchando contra animales y actuamos en consecuencia".
La amenaza existencial de Israel merece la unidad interna de su política y el apoyo unánime del mundo libre. Su causa nos apela. Pero su derecho a la respuesta no puede cegar a los aliados. Deben recordar que, si la cúpula israelí se excede en sus pasos o toma decisiones regidas en esencia por intereses personales, puede ahogar el mundo en el caos y la violencia. Con Rusia en Ucrania, con China tentando a Taiwán, lo último que necesita la humanidad es un avispero descontrolado en Oriente Medio.