Entre 5.000 y 6.000 inmigrantes ilegales, según datos del Gobierno, han sido redistribuidos por varias localidades españolas tras provocar un colapso sin precedentes en las islas Canarias. Las localidades afectadas denuncian la improvisación y la falta de aviso. El Ejecutivo se defiende afirmando que los inmigrantes no son responsabilidad de las comunidades, que están siendo alojados en instalaciones del Gobierno, y que todos los municipios afectados han recibido una llamada de cortesía.
Un solo dato ejemplifica la magnitud de la nueva oleada: 41.000 inmigrantes han llegado a España en lo que llevamos de 2023, una cifra que duplica la de todo 2022.
La redistribución de los inmigrantes ha sido muy criticada por los barones del PP y defendida por el Gobierno y Sumar. Marlaska ha acusado a Feijóo de "ignorancia" y Rita Maestre ha acusado a Isabel Díaz Ayuso y José Luis Martínez-Almeida de pronunciar "discursos de odio que no se diferencian de los de Meloni". "Hablan de fardos", ha dicho, en referencia a unas palabras de Ayuso en las que la presidenta acusaba al Gobierno, precisamente, de tratar a los inmigrantes como tales.
Lo cierto es que, más allá de la tergiversación de las declaraciones de unos y otros y de la batalla política entre Gobierno y oposición a cuenta de los inmigrantes, indeseable pero previsible, nadie sabe aún cuál ha sido el criterio que ha seguido el Gobierno para redistribuir los inmigrantes por las localidades afectadas.
De ahí que el presidente de Murcia Fernando López Miras haya exigido la convocatoria de una Conferencia de Presidentes en la que el Gobierno pueda explicar cuáles han sido esos criterios y qué pretende hacer con los inmigrantes a medio plazo. "Entiendo que la solidaridad será para todos los territorios: no vamos a ser sólo unos territorios solidarios y otros no. ¿Quién decide esta solidaridad? ¿Es el señor Pedro Sánchez o el Ministerio?".
El problema de la inmigración ilegal ha sido tratado en anteriores editoriales de EL ESPAÑOL. Este diario ha defendido, por ejemplo, la obviedad de que ninguna sociedad desarrollada puede absorber un flujo ilimitado de inmigrantes sin tensar las redes de solidaridad y el Estado del bienestar hasta extremos peligrosos.
De que ese flujo debe ser controlado de alguna manera para saber quién entra en el país y por qué motivos. Algo que ya se hace con la inmigración legal, para la que se exigen unos requisitos que, en cambio, no se exigen a la ilegal.
Que la gestión de la inmigración debe ser debatida, pactada y coordinada con todas las administraciones afectadas, de forma realista y evitando los enfoques más emocionales o ideológicos del problema.
Y que la solución al problema debe ser adoptada a nivel europeo, sin que los países en primera línea (Italia, España y Grecia) asuman por sí solos el coste político, social y financiero de esa inmigración.
Nada en la actual crisis ha hecho cambiar de opinión a este diario. Más allá de la batalla política generada por esta nueva oleada en concreto, la evidencia es que los acuerdos históricos con Marruecos y otros países africanos para el control de la inmigración no han funcionado, y que el problema se repetirá una y otra vez mientras la UE no adopte una posición común que afronte el problema en toda su amplitud.