El fracaso de las negociaciones entre el PP y Ciudadanos para presentar una lista conjunta a las elecciones catalanes y europeas es una mala noticia para ambos partidos. Pero es, ante todo, un mal presagio para sus votantes, que verán diluidas las opciones del centroderecha en un momento crítico. La decisión, en lo europeo, tiene poco pase. Pero este se reduce todavía más cuando se observa el paisaje inmediato de Cataluña.
Porque la fractura se produce cuando podían presentarse como la alternativa a las dos corrientes de voto principales, según las encuestas: la izquierda constitucionalista liderada por el PSC y las dos fuerzas independentistas, ERC y Junts, con estos últimos impulsados por la resurrección política, por virtud de Pedro Sánchez, del fugado Carles Puigdemont. No hay excusa racional que disculpe esta división promovida desde el interior de Ciudadanos.
Este es, definitivamente, el último estertor de un proyecto político que nació hace casi veinte años, y que dio el salto al tablero nacional hace una década, con grandes expectativas y ambiciones. Con el deseo de modernizar el país y confrontar los populismos, a izquierda y derecha, que amenazan la convivencia y las estructuras democráticas. Con la voluntad, en esencia, de ser útiles para los españoles, ofreciéndose como un puente con PP y PSOE desde el liberalismo y el pragmatismo.
El partido ha sido víctima de su inutilidad y su fundamentalismo, proyectado en su último aliento por Carlos Carrizosa. No abundaban las probabilidades de supervivencia para Ciudadanos tras los resultados de las generales del pasado verano. Pero quedaba la esperanza, al menos, de un último gesto de realismo político.
El líder de Ciudadanos, Adrián Vázquez, demostró consistencia y coherencia al dimitir tras el fracaso. "Los catalanes y el conjunto de los españoles merecían construir una alternativa constitucionalista fuerte y amplia", compartió con sus seguidores. "El momento es gravísimo y por eso lo hemos intentado hasta el final. Lamentablemente, no ha sido posible". La actitud constructiva de Vázquez choca, sin embargo, con la posición numantina de Carrizosa, que evoca, a escala menor, el ocaso de Albert Rivera.
La obcecación imperante en Ciudadanos es incomprensible, especialmente cuando la última encuesta del CIS catalán lo deja fuera del arco parlamentario. El dato es particularmente llamativo cuando se recuerda que Ciudadanos ganó las elecciones posteriores al levantamiento independentista con un 25% de los votos.
¿Qué argumentos han primado en este tensar la cuerda hasta romperla? ¿Acaso los partidarios de la división prevén salvaguardar las ideas originales desde la irrelevancia? ¿Por qué no han priorizado a las decenas de miles de catalanes deseosos de alianzas valiosas, comprometidas con los valores liberales, preocupados por la fuerza de los nacionalistas y recelosos de los planes socialistas? ¿Por qué dejar correr esta oportunidad, además, cuando el PP continúa sin candidato y cuando Ciudadanos sigue representando, a pesar de todo, la primera línea contra los atropellos independentistas?
Estas elecciones son especiales y abrían el camino a una alternativa para los catalanes contrarios a la amnistía, que no son pocos. El CIS catalán los sitúa cerca del 40%, en el mismo estudio que ubica al PP en cuarta posición, con entre 9 y 13 escaños, muy por encima de su representación actual de 3 escaños.
La lista unitaria pretendía sacar toda la rentabilidad posible a cada voto y evitar que decenas de miles de papeletas se desaprovecharan en una candidatura de Ciudadanos con exiguas perspectivas de fortuna. Ahora tendrán que trabajar con esa realidad adversa. Ciudadanos pudo elegir la meta final del pragmatismo. Se ha inclinado, en cambio, por la inutilidad política hasta para apagar la luz.