Ningún español puede fingir sorpresa por la última decisión de Vox. El partido de Santiago Abascal apostó ayer por romper las coaliciones de Gobierno con el PP en Valencia, Murcia, Baleares, Aragón, Extremadura y Castilla y León, y pasar a la oposición, tras días de amenazas y tras una reunión vespertina del Comité Ejecutivo Nacional.

La declaración de Abascal para anunciar su determinación fue una oda al victimismo y la mentira. Y con el presidente Sánchez, al que definió una y otra vez como "autócrata", llegó a entrar en el terreno de la calumnia por las investigaciones a su esposa y su hermano, y en el de la conspiración por su supuesta subordinación a Marruecos, ahorrándose los detalles.

La versión oficial del cisma es que, a diferencia del PP, Vox no acepta el reparto entre las regiones de 347 niños extranjeros sin familia asentados y tutelados en Canarias y Ceuta, donde los centros están sobrepasados y los menores viven en condiciones indignas por la falta de medios. Abascal inventó que Feijóo obligó a los presidentes regionales a hacer lo que no querían. Lamentó que es la gota que colma el vaso después de los acuerdos con el PSOE por el CGPJ o las negociaciones con liberales y socialdemócratas en la Unión Europea.

Tomás Serrano.

Pero sería ingenuo pensar que esa es la verdadera razón para una resolución tan tajante y arriesgada.

La postura de Vox es humanamente pueril y políticamente disparatada. Sólo encuentra sentido dentro de una realidad fabricada a medida de sus prejuicios y genuinamente xenófoba donde 347 niños, asumidos como peligrosos criminales convictos, amenazan la libertad, la seguridad y la prosperidad de 48 millones de españoles. O, si lo reducimos a las comunidades a las que Vox renuncia, donde poco más de un centenar de menores están destinados a sembrar el caos entre 12 millones de ciudadanos.

Cabe vacunarse del engaño. El movimiento de la extrema derecha española responde a una estrategia que no busca resolver ningún problema del país.

Lo que persigue es revertir su decadencia, manifestada incluso con los 800.000 votos de su espacio natural que se fueron a la plataforma populista de Alvise Pérez en las europeas, y diferenciarse del PP imitando a otros movimientos radicales de Europa, muchos de ellos integrados en su nuevo grupo en la Eurocámara. Todos ellos, abanderados por el húngaro Viktor Orbán y la francesa Marine Le Pen, tienen en común la instrumentalización del invierno demográfico de nuestras sociedades y el perfil de los migrantes (especialmente si son musulmanes y no son blancos) para marcar una agenda propia y coordinada en todo Occidente. Una agenda que, en muchos puntos, se desarrolla para regocijo o en sintonía con la Rusia de Putin.

Lo cierto es que las comunidades del PP aceptaron esta distribución, más que como una solución definitiva a un problema muy complejo, como un respiro para los territorios más afectados por las llegadas irregulares de migrantes, como un ejercicio de solidaridad entre españoles y como un modo de mejorar la vida de unos menores de edad castigados por la desgracia.

El portavoz del Gobierno de Murcia y consejero de Presidencia fue muy didáctico al respecto. "No se nos puede pedir que no atendamos a 16 niños que se encuentran en situación de vulnerabilidad", expresó Marcos Ortuño, refiriéndose al número de chicos que corresponden a su Administración. "No podemos darle la espalda a Canarias cuando nos pide atender a 16 menores sin familia. Estamos en una situación de crisis migratoria sin precedentes que se ha provocado por un Gobierno central que ni está ni se le espera".

Después de todo, el escenario se puede resumir en una línea. Vox no rompe con el PP por los menas, sino por su complicidad con los ultras antieuropeos. No parece la decisión más inteligente de Abascal. De salida, supondrá que el partido pierda más cargos de poder que niños tengan que asumir sus comunidades de adopción. Luego queda por ver que, fuera de la primera plana, le vaya a ir mejor que ahora. La experiencia del populismo de izquierdas está a la vista de quien quiera verla.

Entre tanto, el divorcio descarga de peso al PP. Feijóo se quita de encima la soga extremista en las capitales autonómicas al mismo tiempo que desmonta el relato del PSOE. Los socialistas no podrán decir, sin caer en la caricatura, que los populares son rehenes de la ultraderecha. Si a Feijóo se le criticó por dar libertad a los candidatos autonómicos para negociar sus gobiernos con Vox, ahora conviene reconocerle lo contrario: mantenerse firme en el pulso de los radicales, y defender un proyecto de moderación y tolerancia donde caben la mayor parte de los españoles.