La masacre perpetrada por Hamás un día como hay hace un año, cuando los milicianos de la organización terrorista sesgaron unas 1.200 vidas israelíes y secuestraron a 250 personas, expuso los fallos del sistema de seguridad de Israel.

Desde entonces, el objetivo de Benjamin Netanyahu ha sido restaurar la disuasión. De ahí que el último mes el esfuerzo bélico se desplazase de Gaza, donde la ofensiva permanece estancada, al Líbano, para desarticular la estructura militar de Hezbolá.

Al abrir otro frente con el satélite más poderoso de Irán, Israel inició una nueva fase en la ofensiva que busca extender su seguridad imponiendo un colchón fronterizo, y recuperar así la confianza de los ciudadanos en sus fuerzas de defensa.

Pero esta restitución de la capacidad intimidatoria israelí frente a sus rivales ha tenido el efecto colateral de dejar a Oriente Medio al borde de una guerra regional, después de que Irán cesara de esconderse tras sus proxies y lanzara el pasado martes un ataque con misiles sobre Tel Aviv y Jerusalén, en respuesta a la decapitación de Hezbolá. 

Netanyahu ha dejado clara su estrategia: lograr la paz por la fuerza, a través de la neutralización definitiva de la amenaza que representan sus enemigos, con independencia del coste humanitario que tal propósito lleve aparejado.

Y puede que, al haber desarticulado el "eje de la resistencia", Israel haya logrado de algún modo darle la vuelta a la tortilla, y dejar al descubierto la debilidad de Irán. Pero incluso aunque hubiera logrado alcanzar un nuevo equilibrio, ¿cuánto puede durar?

Si en el ecuador del conflicto creció la esperanza de alcanzar un alto el fuego en Gaza, la entrega de Netanyahu a una agenda de desmilitarización total de las amenazas fronterizas de Israel parece haber alejado definitivamente la vía diplomática. Y, con ella, la solución de los dos Estados por la que abogó España, probablemente de forma prematura.

Cuando casi un centenar de rehenes siguen en Gaza, la ira social ante la mayor matanza de judíos desde el Holocausto sigue encendida. En Israel se ha instalado un clima beligerante que ha animado la escalada, y sus dirigentes han pasado a considerar cualquier llamamiento a la paz como un ultraje. El desdén reiterado del gobierno israelí a las propuestas de alto el fuego le ha valido distintos choques con organismos internacionales como el Tribunal Internacional de La Haya o la ONU.

Netanyahu no aspira a otra cosa que los enemigos de Israel reconozcan la existencia y la legitimidad del Estado judío. Y para ello se ha marcado la meta de rediseñar el orden regional, en un alarde de ambición cuya desmesura puede acabar jugando en su contra.

Más allá de las motivaciones de política interna y del empuje de los más radicales, el cálculo coste-beneficio de esta aspiración se antoja errado. Un desarme perpetuo de los enemigos del Estado hebreo resulta quimérico, mientras que la obcecación por imponer la paz puede tener el efecto contraproducente de dificultar el advenimiento de un orden estable.

La mayoría de analistas coinciden en señalar que, antes que alterar el equilibrio regional en favor de Israel, probablemente lo único que consiga Netanyahu sea una contención temporal.

En lugar de ganar tiempo, y forzar una coerción que seguirá alimentando el bumerán del odio, sería más razonable que Israel explorase fórmulas que garantizasen un horizonte de seguridad estable. Y ello incluye la necesidad de un plan posbélico para Gaza más allá de una ocupación que perpetuará la espiral de violencia.

Es cierto que el primero en haber impedido una solución diplomática fue Hamás (instigado por Irán), al provocar con su matanza las represalias de Israel, con objeto de boicotear los Acuerdos de Abraham, que constituían un embrión de pacificación en la región.

Pero eso no significa que haya que renunciar a un arreglo geopolítico duradero, pues la alternativa es una escalada sin fin y la muerte de decenas de miles de civiles como la del último año.

El 11-S ofreció una lección de la que Israel puede aprender. También EEUU fue traumado por el peor atentado de su historia, pero el aprovechamiento de la circunstancia por el gobierno americano para tratar de cambiar el statu quo en Oriente Próximo acabó con el fracaso y el desastre de Afganistán.

EEUU, de hecho, seguirá siendo un actor fundamental para poder auspiciar un enfoque más templado que revierta la escalada. El resultado de las elecciones de noviembre será decisivo por ello en el devenir del conflicto.