Dallas y los ecos de 1968
El autor analiza los cambios sociales que está experimentando la sociedad americana y asegura que está más preparada para gestionar el conflicto racial de lo que estuvo en 1968.
Este fin de semana en Estados Unidos se ha hablado mucho de 1968. El asesinato de cinco policías en Dallas, la muerte de dos afroamericanos -uno en Minnesota, otro en Luisiana- en dos casos más de detenciones que acabaron inexplicablemente en violencia, las protestas callejeras y la existencia de un candidato populista que habla abiertamente en términos raciales han hecho que muchos busquen paralelismos con ese año, el símbolo del fin de la edad dorada de la paz social de la posguerra.
La analogía, sin embargo, es bastante limitada. Aunque los eventos de estas últimas semanas, amplificados por social media y cobertura incesante en televisión y prensa, parecen recordar el caos de esa época, la escala es completamente diferente.
1968 fue un año excepcionalmente traumático para Estados Unidos, combinando las protestas contra la Guerra de Vietnam, los disturbios raciales que poco menos que destruyeron muchas ciudades americanas y un fuerte aumento de la tasa del crimen. El presidente Johnson, tras aprobar una larga serie de reformas progresistas y desarrollar gran parte del (limitado) Estado de bienestar americano, era tan impopular que renunció a la reelección.
En 1968 Estados Unidos, igual que el resto de Occidente, afrontaba la emergencia de nuevos valores y derechos
Los movimientos antisistema proliferaban y la contracultura era un asalto directo a los valores tradicionales de la época. Ese año Martin Luther King y Robert Kennedy fueron asesinados. A la sensación de una sociedad a punto de romperse se le añadía el aire de irrealidad de la multiplicación de cultos milenaristas, desde Charles Manson a Jim Jones.
Los disturbios urbanos de 1968 y años precedentes fueron también de una escala mucho mayor. Rochester, en 1964, dejó cuatro muertos y 350 heridos. Harlem, ese mismo año, seis días de caos, un muerto y 500 heridos. Filadelfia, también en 1964, mandó 341 personas al hospital. El año siguiente, en Los Ángeles, los disturbios de Watts acabaron con 34 muertos y más de 1.000 heridos, y sólo acabaron tras la intervención del ejército. En 1965, una ola de disturbios en Cleveland acabó con cuatro muertos y más de 200 incendios provocados. Newark vio otra oleada en 1967 con 26 muertos. Detroit sufrió la peor de todas, una batalla de cinco días que acabó con 23 civiles muertos, la intervención del ejército y 16 soldados, policías y bomberos fallecidos mientras ponían fin a la insurrección. Hicieron falta ametralladoras y tanques. En 1968, los disturbios tras el asesinato de Martin Luther King dejaron once muertos en Chicago, doce en Washington DC, seis en Baltimore y cinco en Kansas City.
Estados Unidos es hoy un país dividido, sin duda, pero mucho menos dividido que en el pasado. Esto no quiere decir que los eventos de los últimos días y la cada vez más extraña campaña presidencial no sean relevantes. En 1968 Estados Unidos, igual que el resto de Occidente, afrontaba la emergencia de nuevos valores y derechos, desde la integración de la mujer al mercado laboral a la revolución sexual, pasando por el fin de la segregación racial. En 2016, el viejo orden también está cambiando, y la sociedad americana (y europea, aunque con matices distintos) está afrontando otra serie de transformaciones igual o más significativas.
Dentro de 25 años, en Estados Unidos habrá más minorías (léase latinos, asiáticos o afroamericanos) que blancos
La más visible, y el origen implícito de estos disturbios, es la constatación de la pervivencia de desigualdades raciales en una sociedad donde los blancos son cada vez menos dominantes numéricamente. En apenas 25 años, en Estados Unidos habrá más minorías (léase latinos, asiáticos o afroamericanos) que blancos. Los rápidos cambios demográficos han traído consigo cambios políticos, empezando por la elección de Barack Obama como presidente.
Aunque los líderes han empezado a cambiar, en muchos aspectos la discriminación racial aún persiste; los vídeos de abusos policiales no hacen más que ponerlo a la vista de todos. Las protestas tras Ferguson, Baton Rouge o Saint Paul son la combinación de la frustración de la mayoría que viene, a menudo recibida con la incomprensión de la mayoría que se va.
Lo que nos lleva al otro gran cambio y origen de muchas de las tensiones recientes: la desigualdad. Más que en ningún otro país desarrollado, la desigualdad se ha disparado en Estados Unidos durante las cuatro últimas décadas. Exceptuando una breve pausa durante los años noventa, la distancia entre ricos y pobres no ha hecho más que aumentar.
Un porcentaje considerable de los nuevos pobres son blancos: las desigualdades 'intra' grupos se han disparado
Tres factores hacen este cambio especialmente traumático. Primero, los ingresos reales de la clase media apenas han aumentado, pero han caído para las familias en la parte más baja de la distribución. Segundo, el país ha visto una reordenación geográfica de la pobreza considerable. Debido a cambios económicos a largo plazo (fruto en parte de la globalización, en parte por el cambio tecnológico) amplias regiones del país se han quedado atrás, generando nuevas bolsas de pobreza. Tercero, y especialmente relevante, un porcentaje considerable de esta nueva pobreza es blanca, no minorías. Las diferencias económicas entre grupos siguen siendo considerables, pero el aumento de las desigualdades intra grupos ha sido enorme.
Este es el trasfondo que hay en la creciente división partidista del país, y en el resentimiento racial en el centro del Partido Republicano y la campaña de Donald Trump. Un porcentaje significativo de votantes que ha visto cómo su ciudad, su barrio, su región se quedaban atrás, los puestos de trabajo se desvanecían y las oportunidades se desplazaban a las costas, votantes que son cada vez más conscientes (en no poca medida porque los elementos más extremos del movimiento conservador no dejan de repetirlo) de que Estados Unidos está dejando de ser su país.
Los viejos privilegios raciales, el racismo institucional que hacía que su pobreza fuera menos dura que la pobreza de las minorías, es cada vez más vulnerable. Mientras tanto el orden y las buenas costumbres de clase media se difuminan, fruto del aumento de la pobreza. Cosas como la tasa de divorcios, drogadicción o suicidio se han disparado en muchas comunidades; los problemas de esos pobres, las minorías, se han extendido.
La sociedad estadounidense es hoy más flexible: hay motivos para creer que la transición no generará un estallido
Esta transición, estos cambios, son el origen de las crecientes tensiones políticas en Estados Unidos, y pueden llevar, potencialmente, a un aumento de las tensiones raciales. La combinación de votantes en regiones cada vez más olvidadas (midwest, sur rural, las ciudades medianas del centro del país), racismo latente y lucha por la igualdad son una mezcla peligrosa, capaces de generar conflictos inesperados.
Hay motivos para creer, sin embargo, que la transición no generará un estallido. La sociedad estadounidense es hoy mucho más flexible y abierta de lo que era en los años sesenta. Además, mientras que en los sesenta la generación entrante (los baby boomers) estaba dividida, los milenials son una generación de media mucho más diversa y progresista que sus antecesores, y parecen hacer menos caso a esa división. Y por último, tras años de polarización creciente, tanto demócratas como republicanos parecen estar cada vez más divididos internamente. No podemos olvidad que Trump, en muchos aspectos, es más moderado que el resto del Partido Republicano, y está llevándolo hacia el centro. Las divisiones internas fuerzan los partidos a ser menos ideológicos y más flexibles, suavizando los conflictos a medio plazo.
Aun así, son días turbulentos. De eso no hay duda. Pero dentro de los países desarrollados, Estados Unidos sigue siendo el mejor equipado para gestionar este conflicto. No hay ninguna sociedad tan abierta, creativa y dispuesta a experimentar como la americana. Creo que lo volverán a demostrar.
***Roger Senserrich es licenciado en Ciencias Políticas y editor de 'Politikon'.