Nuestro error de confianza para distinguir noticias reales de falsas
Cuando George Washington dio su Discurso de Despedida en 1796, animó al pueblo americano a “estar siempre despierto” ante el riesgo de la influencia extranjera. A la vista de la interferencia de Rusia en las elecciones estadounidenses de 2016, la advertencia del presidente resuena con escalofriante frescura.
El debate en Estados Unidos sobre interferencias extranjeras se concentra en quién hizo qué para influir en las elecciones del año pasado y la necesidad que tienen las democracias de reforzar su ciberseguridad en correos electrónicos, infraestructuras críticas y plataformas de votación. Pero debemos prestar bastante más atención a otra vulnerabilidad: los intentos de nuestros adversarios de subvertir nuestros procesos democráticos a través de falsedades dirigidas a subsegmentos escogidos de nuestra población, y no sólo durante las elecciones.
En la era de la Guerra Fría, los intentos soviéticos de entrometerse en la democracia estadounidense fueron, en gran parte, infructuosos. En 1982, Yuri Andropov, entonces presidente del KGB, ordenó a oficiales de la Inteligencia exterior soviética que incorporasen a sus actividades cotidianas operaciones de desinformación -las famosas "medidas activas", cuyo objetivo era llevar el descrédito a los adversarios y ejercer influencia sobre la opinión pública-. Tuvieron un objetivo ambicioso: impedir la reelección de Ronald Reagan.
Se entrenó a agentes soviéticos para infiltrarse en los equipos de campaña y en los partidos estadounidenses a la caza de información embarazosa que filtrar a la prensa, mientras que los propagandistas soviéticos lanzaron una serie de historias anti-Reagan a los medios occidentales. Finalmente, fracasaron en su intento de influir en las elecciones: El presidente Reagan derrotó a Walter F. Mondale, obteniendo la victoria en 49 estados. Margaret Thatcher también fue objeto de las mismas actuaciones, y también ganó la reelección por una amplia mayoría.
¿Qué ha cambiado exactamente desde entonces para que hoy la propaganda exterior sea mucho más peligrosa?
Durante la Guerra Fría, la mayor parte de los estadounidenses recibían sus noticias y su información a través de plataformas intermedidas.
Los periodistas y los editores ejercían un papel de gatekeepers [guardias] profesionales y tenían un control casi total sobre lo que aparecía en los medios.
Un adversario extranjero que buscase audiencias americanas no tenía muchas opciones para puentear a estos árbitros, y la dezinformatsia rusa rara vez calaba.
Aunque la televisión sigue siendo la principal fuente de noticias para la mayor parte de los americanos, los espectadores tienden hoy a elegir una cadena alineada con sus preferencias políticas. Es incluso más significativo que el Pew Research Center haya constatado que dos tercios de los estadounidense reciben al menos algunas de sus noticias a través de las redes sociales.
Tras las elecciones, cerca del 84% de los estadounidenses encuestados por Pew se mostraban seguros, al menos en parte, de su habilidad para distinguir noticias reales de noticias falsas. Esa confianza puede estar fuera de lugar.
La abrumadora cantidad de comparticiones que reciben las historias engañosas en Facebook es asombrosa. Utilizando una base de datos de 156 noticias relacionadas con las elecciones que los sitios web especializados en comprobación de hechos (fact-checking) consideraron falsas, economistas de la Universidad de Nueva York y de la Universidad de Stanford concluyeron que estas historias falsas habían sido compartidas 38 millones de veces por usuarios estadounidenses en redes sociales en los tres meses anteriores a las elecciones presidenciales de 2016.
Rusia ha explotado, encantada, nuestra creciente confianza en los nuevos medios y la ausencia de árbitros reales. El año pasado, el gobierno ruso apoyó el crecimiento de sus medios de propiedad estatal en inglés -RT y Sputnik- con la contratación de una red de troles, bots y miles de cuentas falsas de Twitter y Facebook que amplificaron las historias perjudiciales sobre Hillary Clinton.
Rusia parece haber desplegado medidas similares en Europa. Los intentos de los hackers de influenciar resultados políticos en Francia y Alemania han recibido mucha atención, pero se ha producido una amplia interferencia. En Bulgaria, ciberataques presuntamente originados en Rusia, han afectado a la comisión electoral nacional. Mientras, en Suecia, los medios a sueldo del Kremlin han sido acusados de inventarse historias para unir a la opinión pública contra la pertenencia a la OTAN.
Rusia ha tenido tiempo para refinar estas estrategias en campañas de desinformación, a menudo ignoradas, que han acompañado las incursiones militares rusas en Georgia y Ucrania. Y la mezcla ahora familiar de troles, bots y periodismo patrocinado por el Estado se usó también en intentos para desviar la responsabilidad hacia EE.UU. por lo sucedido en el caso del vuelo 17 de Malaysia Airlines.
En Estados Unidos, la vulnerabilidad a la influencia exterior se ve exacerbada por las divisiones en la clase política. Durante la Guerra Fría, la batalla común contra el comunismo creó un consenso general sobre las cosas sobre las que América estaba a favor y en contra. Hoy, nuestra sociedad parece definirse por una forma perversa de partidismo que afecta por igual a demócratas y republicanos. El entorno de división puede hacer a los medios más susceptibles de repetir y amplificar falsedades.
Estos días, el eco mediático nos insonoriza de tal manera, que incluso después de la bien documentada interferencia rusa en las elecciones de Estados Unidos y sus múltiples agravios en Ucrania y Siria, el índice de opiniones favorables entre republicanos hacia el presidente Vladimir Putin se elevó desde un 12% hasta un 32% entre 2015 y la investidura de Trump.
Y, lo que es más preocupante, muchos estadounidenses se están preguntando no sólo si están recibiendo hechos objetivos -el 60% cree que las noticias son, hoy, “a menudo poco precisas”, según Gallup, en lo que supone un enorme incremento desde el 34% que había en 1985-, sino también si existen siquiera hechos objetivos. Este todo vale epistemológico abre la puerta a todo lo que nos llega.
Otro motivo de preocupación es que desde 2007 cualquier actor con la suficiente financiación -campañas políticas, empresas, gobiernos extranjeros…- puede recopilar datos (ubicación, edad, género, gustos, cosas que comparte) sobre una determinada audiencia, pudiendo así personalizar a los mensajes para ajustarlos al gusto de aquellos a los que se pretende alcanzar y utilizando esta propaganda directa para alterar el debate político. Hay anuncios relacionados con el Kremlin que probablemente han llegado a millones de americanos, y algunos de esos mensajes estaban dirigidos geográficamente.
Debido a las interferencias rusas del año pasado, existe el riesgo de que nos decantemos por pelear sólo en esta nueva guerra, movilizando nuestras defensas y poniendo a Rusia como objetivo en el próximo ciclo electoral. Sin embargo, debemos vigilar todo el tiempo a todos nuestros adversarios.
En la cumbre de sus éxitos militares, Estado Islámico emitía 38 piezas de información y propaganda al día en redes sociales. La mayor parte se utilizaba para atraer posibles reclutas mediante falsedades, pero muy persuasivas, que dibujaban una vida utópica en el territorio controlado por EI.
La Alianza para Asegurar la Democracia, mientras tanto, ha empezado a controlar y exponer los esfuerzos de desinformación rusos aquí y allá. Por ejemplo, ha documentado cómo en el mismo día de agosto en el Trump firmaba una ley imponiendo sanciones significativas a Rusia, la historia principal que difundían cuentas de Twitter asociadas a este país relacionaban a Hillary Clinton con ventas de armas al exterior. Recientemente, la Alianza demostró cómo las cuentas asociadas a Rusia se dedicaron a promover conspiraciones de la llamada alt-right sobre la violencia en Charlottesville, así como historias que atacaban a quienes, como el senador John McCain, habían criticado la equivocada respuesta de Trump.
Este nuevo tablero nos recuerda una serie de informes especiales del Departamento de Estado de EE.UU., que en 1980 trató de socavar las noticias falsas difundidas por Rusia exponiendo sus intentos de influir sobre el público americano.
Resulta inimaginable, y es una realidad de nuestros tiempos, que el Departamento de Estado, y mucho menos el presidente, denuncien públicamente la expansión de la desinformación. Pero hoy existe un riesgo real de que los poderes extranjeros “practiquen el arte de la seducción para confundir a la opinión pública” -en palabras de George Washington- y por ello es preciso que reforcemos nuestra vigilancia.
*** Samantha Power fue representante permanente de Estados Unidos en Naciones Unidas desde 2013 hasta enero de 2017.
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