Doña Dolores Delgado; muy señora mía:
Ya sé que en los escritos judiciales y en las instancias administrativas suele ser otro el tratamiento que se da al destinatario, pero para que se vea que ni suplico ni insto nada, la fórmula que uso es para no confundir ni a usted ni a nadie. Le ruego, pues, que sepa disculpar a este humilde abogado la licencia que se toma y tenga a bien disponer un buen ánimo y no peor miramiento.
Vaya por delante que con esta carta no pretendo sumarme a los reproches de mentirosa que durante las últimas semanas ha recibido de algunos diputados y diputadas, senadores y senadoras, y de otros sectores sociales e institucionales.
Mi aspiración no es hacer, por prudente, un ejercicio de censura. Yo no soy nadie para juzgar a nadie, y menos que a nadie, a usted. Tampoco asumiré el papel de defensor suyo, pues a no dudar que se merece un letrado de plena confianza y, además, que sea experto en mañas, condición de la que carezco. Ante usted, señora, mis deseos, que ni me permito expresar dado que apenas nos conocemos, son muchos más elementales.
Especiales y de sobra justificadas, han sido las críticas de las carreras judicial y fiscal por las revelaciones que usted hizo durante una comida con varios policías y el entonces juez Baltasar Garzón, celebrado en octubre del año 2009, al contar que con ocasión de un viaje a Cartagena de Indias donde se celebraba un seminario jurídico, usted y una magistrada de la Sala de lo Penal de la Audiencia Nacional vieron a un grupo de “tíos del Supremo y de la Fiscalía General con menores de edad”. Fueron palabras que, como era de esperar, produjeron estupor entre los asistentes a ese encuentro y que, según la información que María Peral nos ofreció en este periódico, los consultados sobre el asunto calificaron de falsas. “Hay que tener poca vergüenza para decir tantas mentiras” afirmó, indignado, uno de los juristas a los que usted se refirió y todos coinciden en calificar su comentario de grave difamación. “No hay derecho a que se manche nuestra honorabilidad de esta forma”, lamentaron.
Los españoles deseamos respetar a nuestros políticos, pero, a cambio, exigimos que nos convenzan de su respetabilidad
En relación a este almuerzo de marras, donde el lenguaje empleado por unos y otros, incluida usted, es de una procacidad y sordidez extremas, permítame decirle que, por lo general, los españoles deseamos respetar a nuestros políticos, pero, a cambio, exigimos que nos convenzan de su respetabilidad, que no debe ser sólo y siempre profunda sino también superficial y notoriamente visible. O sea, un poco lo de la mujer de César que no le bastaba con parecer decente sino que también tenía que serlo pese a lo engorroso que resultaba. Recuerdo que cuando apenas era un joven alevín de juez, mis mayores me enseñaban que los jueces y fiscales tenían que mantener siempre la compostura, las formas y el decoro y saber con quién o quiénes se reunían. No descarto que actualmente esto sea llevar las cosas al borde mismo de la exageración, pero créame, señora Delgado, que es preferible pasarse que quedarse corto, aparte de que con algo de exceso tal vez logre usted alcanzar el inmediato entendimiento.
No sé bien, señora ministra del ramo y Notaria Mayor del Reino, hasta qué punto ha faltado usted a la verdad al decir lo que ha dicho en sus difíciles y complicadas comparecencias públicas y no públicas para explicar lo que, a juicio de muchos, carece de explicación. Raimundo Lulio, en el Libro de los mil proverbios, recomienda tener miedo cada vez que no se dice la verdad y, en este sentido, de seguir su consejo, a usted le hubiera convenido hilar “delgado” y admitir que, puesto que en el envés de la verdad habita la mentira, podría haber pronunciado tantas mentiras como verdades y alguna más que yo hubiera cargado en la casilla de la necedad de alguno de sus compañeros de mesa, pues nada hay más ridículo que un pequeño burgués disfrazado de redentor de la Humanidad pregonando estupideces.
Pío Baroja, aquel maestro de la prosa y también de actitudes ejemplares, comienza sus memorias diciendo que no tiene la costumbre de mentir, lo cual me trae a la memoria que en casa de mis padres, que es donde realmente aprendí conductas y urbanidades, no existía esa afición y estaba rigurosamente prohibida la mentira, que se consideraba siempre vergonzosa, hasta el extremo de que la confesión inmediata de la verdad se amortiguaba con el perdón de la culpa, algo así como la atenuante de arrepentimiento, 4ª del artículo 21 del Código Penal. Por eso se me cayó el alma a los pies cuando, en el colegio de los claretianos, un medio cura casi me arranca una oreja por decir la verdad, pero esto ya lo contaré con más detalle en otra ocasión. Por ahora, baste con recordar que en el catecismo del padre Ripalda, el que casi todos los chicos de mi generación aprendimos, se preguntaba ¿cuál es el octavo mandamiento de la ley de Dios? Y la respuesta era “no levantar falso testimonio, ni mentir”.
El mejor castigo para el embustero de profesión y también para al aficionado es el de no ser creído jamás
Como fiscal de carrera que es, confío en no equivocarme si supongo que sabe que la mejor forma de ser justos es la de proceder siempre con la verdad por delante. Adulterium cordis est veritate negare –perdón por el latín– nos aclara San Agustín: negar la verdad es adulterio del corazón, y yo, más modestamente, sostengo que no hay nada peor ni tan nocivo para el individuo y para la sociedad como la sucia mentira, pese a reconocer que nadie está libre de decir alguna. Lo malo de la mentira es que es, o puede ser, menos notoria que el error y doy por hecho que usted ha leído a Goethe cuando advierte que todos pueden conocer los yerros antes que las mentiras. En defensa de la verdad y en contra de la mentira se pueden aducir muchos y muy ilustres testimonios aunque bien mirado, basta con releer a Cervantes cuando escribe que la verdad puede enfermar, pero no morir del todo.
Aunque anticipo mi pesimismo sobre el resultado de esta carta, pues antes que yo gente muy sabia se ha dirigido a usted con escaso éxito, sin embargo, no me ha sido fácil resistir a la tentación, lo que quizá obedezca a que la mentira, lo mismo que la calumnia y la injuria, me parezca una bola de nieve, que cuanto más rueda, más grande se hace. La mentira, además de síntoma de maldad, es prueba de falta de inteligencia. Las personas sensatas saben que el camastro donde descansa el tullido mentiroso es la estulticia y que ayudado por las muletas de la torpeza y la maldad se arrastra el mentiroso.
Termino, señora Delgado. Confío en que para usted el vicio de mentir sea señal de desprecio al prójimo y que con ella no es posible representar mejor la indignidad y el desorden moral. Nada puede basarse en la mentira y en defensa de la verdad estriba la condena de la mentira. Echemos tierra sobre la mentira y sin llegar al extremo de Michael Montaigne, cuando en el capítulo IX del libro I de sus Ensayos, afirma que mentir es un vicio tan maldito que hay perseguir al mentiroso hasta la hoguera, convengamos que el mejor castigo para el embustero de profesión y también para al aficionado es el de no ser creído jamás aunque alguna vez dijese una verdad.
Tras agradecerle la atención que pudiera haber prestado a estos párrafos, aprovecho la ocasión para expresarle el testimonio de mi consideración, etcétera.
*** Javier Gómez de Liaño es abogado y consejero de EL ESPAÑOL.