Cuando la prisión provisional equivale a condena
Tras conocerse la absolución de Sandro Rosell, que pasó 21 meses en la cárcel antes de la sentencia, el autor pide que la prisión preventiva se reduzca a los términos estrictos de indispensabilidad, en línea con la doctrina del Tribunal de Derechos Humanos.
“Un hombre no puede ser llamado reo antes de la sentencia del juez, ni la sociedad puede quitarle la pública protección sino cuando esté decidido que ha violado los pactos bajo los que le fue concedida”. Con estas palabras de Cesare Becaria que pueden leerse en su obra De los delitos y las penas, comienzo la tribuna de hoy, que viene a cuento de la sentencia pronunciada ayer por la Sección Primera de la Sala de lo Penal de la Audiencia Nacional que absuelve, entre otros, a Sandro Rosell, que fue presidente del Barcelona Club de Fútbol y de un empresario andorrano llamado Joan Besolí, después de que ambos hubieran permanecido en prisión preventiva durante casi dos años, o, si se prefiere y para ser exactos, desde el 23 de mayo de 2017 al 27 de febrero de 2019.
Mas antes de seguir, dos observaciones. La primera, que este comentario no es una censura a la actuación de la magistrada-juez instructora del asunto que tomó tan drástica medida, ni tampoco a la de aquellos magistrados que desestimaron los recursos de apelación y decidieron mantenerla. Criticar por criticar nunca es bueno para la serenidad que debe rodear a la Justicia y tengo para mí que sus señorías creyeron estar cumpliendo con su deber, lo cual es compatible con pensar que aquellas resoluciones no fueron justas ni, por lo que se ve, tampoco ajustadas a Derecho, sin descartar que la causa del desarreglo estuviese en un exceso de celo en la aplicación de la ley o en algún que otro prejuicio.
La segunda advertencia es que no abordo esta cuestión porque afecte a un ciudadano que fue presidente de un equipo de fútbol y a su asesor. Quien me haya dispensado el honor de leer algunos de mis libros y artículos, cosa que agradezco y a la vez felicito por la paciencia, habrá advertido que desde hace muchos años soy enemigo declarado de la prisión provisional absoluta, sin importarme un bledo quiénes sean las criaturas perseguidas; tantos y me refiero a los años, como desde que siendo un joven universitario leí a Hobbes aquello de que cualquier castigo que se imponga a un hombre sin ser oído y declarado culpable va contra la ley de la naturaleza. O sea, lo mismo que siglos después nuestra Concepción Arenal, desde su sentido romántico de la Justicia, denunciaba al hablar de “la terrible injusticia que, sin ser imprescindible necesidad, supone reducir a prisión a un hombre que puede ser inocente”.
Puedo estar de acuerdo con quienes sostienen que, hoy por hoy, no hay razones sólidas para mantener un proceso penal sin prisión preventiva, pues con ella se pretende asegurar el “buen fin del proceso”, pero entiendo que incluso en los supuestos más justificados la prisión cautelar sería una “injusticia necesaria”. En cualquier caso, se mire por donde se mire, toda prisión preventiva es pena anticipada, lo cual se traduce tanto en lo imperioso de la medida como en la ineptitud de otras de menor intensidad coactiva, cosa que ya se recogía en la Real Orden de 20 de mayo de 1916 al decir que “los jueces de instrucción restringirán la prisión provisional a aquellos casos en que sea absolutamente indispensable”.
Algo falla en la Justicia penal española, y quizá sea la escasa prudencia en el uso de la prisión provisional
Sé bien que a menudo el clamor para que se encierre a la gente tan pronto es investigada resulta ensordecedor y que son muchos los que se alegran cuando se manda a la cárcel a alguien porque estiman que los jueces están, entre otras cosas, para eso. Sin embargo, la repercusión social de un procedimiento es un cuerpo extraño a la prisión provisional cuya misión no es apaciguar alarmas sociales provocadas por esos juicios paralelos que tanto abundan.
Lamento decirlo, pero hay decisiones judiciales que decretan o mantienen la prisión preventiva de un sospechoso, investigado, imputado o acusado –lo de menos son los vocablos– que denotan una elevada dosis de insensibilidad y desconsideración hacia determinados derechos. Incluso en algún caso parece como si hubiera una voluntad de humillar al preso, cuando no de convertir la prisión en un instrumento al servicio de la investigación judicial. Decretar una prisión preventiva para ayudar a la instrucción es intolerable. Aceptarlo significa que cualquier ciudadano puede sentirse amenazado por una administración de Justicia que sacrifica garantías constitucionales.
La prisión provisional sin posibilidad de evitarla con otras medidas alternativas es una especie de peaje que ciertos sectores sociales están dispuestos a pagar, sin importarles el coste. De ahí, precisamente, que tenga que supeditarse a una estricta necesidad y subsidiariedad. Esta es la doctrina del Tribunal Europeo de Derechos Humanos que algunos desoyen y que significa reducir la prisión preventiva a los estrictos términos de indispensabilidad, a que sea brevísima y, fundamentalmente, a procurar sustituirla por medidas menos drásticas. Nadie, ni nada, puede compensar el cumplimiento de una pena adelantada. Por eso, habiendo otras alternativas que cumplen el mismo fin, es decir, asegurar la presencia del acusado en el juicio, un encarcelamiento preventivo es injusto e inmoral.
Sí; algo falla en la Justicia penal española, y algo de ese algo quizá sea la escasa prudencia y la no menos mesura en el uso de la prisión provisional. Lo peor del proceso penal es la superficialidad con la que se decreta y mantiene de modo incondicional; es decir, sin posibilidad de eludirla mediante otras medidas cautelares alternativas. En una sociedad tan tecnificada como la actual no debería ser difícil imaginar medios que, siendo infinitamente menos gravosos que aquella, resultaran, al mismo tiempo, aptos para asegurar los fines que a la prisión provisional se atribuyen.
La prisión provisional, se mire por donde se mire, es una pena anticipada. Una auténtica y verdadera pena
Se es delincuente o no se es. No hay delincuentes presuntos, sino delincuentes convictos o, en su caso, inocentes amparados por la única presunción constitucionalmente relevante: la de inocencia, que además supone que la carga de probar el delito corresponde a quien lo imputa. Insisto: la prisión provisional, se mire por donde se mire, es una pena anticipada. Una auténtica y verdadera pena, diría yo. El preso preventivo no es un presunto delincuente, aunque, por desgracia, sí sea un delincuente práctico.
Eso por no hablar de los problemas que plantea desde una perspectiva criminológica y penitenciaria, al impedir que sobre aquél se pueda realizar una labor resocializadora. Me lo decían el otro día unos buenos funcionarios de instituciones penitenciarias: la situación del preso preventivo comporta efectos muy graves y de todo orden; padecen los mismos inconvenientes que los penados y encima sin disfrutar de ninguno de sus beneficios.
A mi juicio, lo que ha sucedido con la prisión preventiva de Sandro Rosell y de su colaborador, el empresario Besolí, como ocurre en todas las que concluyen con sentencia absolutoria, ha sido una injusticia, fruto de un error. Hay quien opina que no existen errores judiciales excusables, lo cual es incierto, pues la Justicia está constantemente expuesta al error. En sus Ensayos, Montaigne califica los errores judiciales de “condenas más criminales que el crimen mismo”. No es el error de buena fe sino la injusticia consciente lo que mata a la Justicia. Cuando alguien ha estado en la cárcel sin tener que haber estado, todo sale mal. A él, es decir, al preso que es quien pone la materia prima, y a todos nosotros. Entonces, la Justicia sufre y deja de serlo.
En fin. Absueltos y libres los presos preventivos Rosell, Besolí y otros como ellos, ¿ahora, qué?
*** Javier Gómez de Liaño es abogado y consejero de EL ESPAÑOL.