Los buenos escritores, las malas personas
El autor reflexiona sobre el oficio de escribir y la gloria del escritor, a través de las ideas de los autores de algunas de las mejores páginas de nuestra literatura.
Hace veinticinco años, en la Universidad de Alcalá de Henares, Miguel Delibes terminaba su discurso más importante: “El arco que se abrió para mí en 1948 al obtener el Premio Nadal, se cierra ahora, en 1994, al recibir de manos de Su Majestad —a quien agradezco profundamente esta deferencia— el Premio Cervantes. En medio quedan unos centenares de seres que yo alenté con interesado desprendimiento. Yo no he sido tanto yo como los personajes que representé en este carnaval literario. Ellos son, en buena parte, mi biografía. He dicho”.
Dos años después publicaría don Miguel He dicho, una recopilación de distintos escritos. De todos ellos destaco, por lo que tiene de humilde confesión, Autocrítica: la primera piedra de papel de aquel arco, La sombra del ciprés es alargada, recibe duros dardos de su propio creador (“es una novela malograda”). Delibes critica, por un lado, el lenguaje arcaico y, por otro, la segunda parte, “un pastiche cinematográfico”.
El Nadal del año anterior lo había ganado José María Gironella con Un hombre, escrito en un mes y medio: “Es un libro malo; cuando lo dedico pido perdón al lector”. Gironella confesaba que había varios capítulos ambientados en Irlanda porque tenía el tomo del Espasa de la letra “I” en su casa (“si hubiera tenido el tomo de la “M” el personaje se hubiera ido a Madagascar…”).
En 1956 ganaría el Nadal Rafael Sánchez Ferlosio con El Jarama, una novela de la que renegaba: “Yo estoy sobrevalorado… No soy más que un ilustrado a la violeta”. Sánchez Ferlosio también acabaría ganando el Cervantes: “¡Igual el premio sirve para que algunos se animen a leer mis rollos! Porque yo soy muy, muy pesado”. Sin embargo, según Delibes, el mejor escritor español del siglo XX fue Ferlosio.
Para quienes la literatura es una pasión, ¿es mejor ser una buena persona o un buen escritor…?
Para quienes la literatura es una pasión, ¿es mejor ser una buena persona o un buen escritor…? Juan Benet lo tenía claro: hubiese sido capaz de matar a su madre, seducir a su hermana y quemar la casa si hubiera sido necesario para seguir escribiendo. Delibes, por el contrario, quería ser recordado como un hombre bueno.
En Mira por dónde, cuenta Fernando Savater que una tarde, en la barra del café Comercial de Madrid, Ferlosio se indignó con el barman por lo mal que había tratado a un cliente desaliñado: “Atizó con el bastón un golpe tremendo en el mostrador, que dejó al barman sobrecogido”. Ya de noche, don Rafael volvió al café, el abrigo sobre el pijama: “Que si me perdona usted por lo que le he dicho antes. Verá, ¡es que no me puedo dormir así!”.
En el mismo libro, Savater describe su último encuentro con Octavio Paz (en México, derrotado Paz por el cáncer, en silla de ruedas, apenas un suspiro): “El día anterior, cuando una enfermera queriendo animarle le señaló los volúmenes de sus obras con algún comentario elogioso, hizo un gesto con la mano como descartándolos y murmuró: ‘Todo eso no vale para nada’”.
En la misma orilla que Benet paseaba el escritor británico de origen indio V. S. Naipaul, que no podía interesarse por los lectores que no disfrutaban de sus novelas “porque al no gustarte lo que escribo me estás despreciando”. A pesar de semejante ego, Naipaul está muerto. En la arena de aquella orilla dibujaba André Gide sus palabras: “Con buenos sentimientos se hace mala literatura”. (Al autor de El inmoralista le producían horror las personas honradas).
Tras la muerte de uno de sus hijos, Jorge Federico, que fue ministro, Ernesto Sabato escribió que daría todos sus libros, “qué pobres, qué ridículos, qué precarios, qué inválidos, qué nada al lado de esta pérdida”, por “recuperar la cercanía de Jorgito”.
En un mundo de ególatras como el literario reconforta la humildad hacia la propia obra de algunos creadores
Aunque publicó obras maestras como La vieja sirena, José Luis Sampedro se definía como “un buen escritor de segunda”. Julián Marías, de quien Zenobia Camprubí dijo que era feo, pero buena persona, afirmaba que sus libros podían no gustarle porque no fueran buenos, lo cual sucedía con frecuencia, mas le gustaba escribirlos. Por el contrario, a Pérez-Reverte no le gusta escribir, sino imaginar: “No soy un artista, soy un artesano, un escritor profesional. No pretendo cambiar la literatura con cada página”.
Julio Camba no sentía ningún aprecio por su obra. Sí se jactaba de haber inspirado a Baroja algunos rasgos de un personaje de Aurora roja: “A los dieciséis años yo era protagonista de novelas, y a los veintidós las escribo. Indudablemente he decaído mucho”. Cuando le ofrecieron un sillón en la Real Academia Española, respondió: “Me ofrece usted un sillón y lo que necesito es un piso”. También dudaba de la obra propia Stefan Zweig, como puede leerse en una carta dirigida a su primera mujer: “No me dejo mecer en sueños de inmortalidad y sé el relativo valor que tiene toda la literatura que yo puedo hacer”.
A Borges le enorgullecían las páginas que había leído, no las que había escrito. Y Claudio Magris asegura que tiene a mano libros mucho más interesantes que los suyos y le entran ganas de leer. Juan Ramón Jiménez, en su torre de marfil, llevaba al paroxismo la autocrítica al destruir todos los ejemplares de sus primeras ediciones: “Mi mejor obra es el arrepentimiento de mi obra”. Otro gran poeta, Joaquín Sabina, decía de su primer álbum, Inventario, que era un asco: en las gasolineras compraba todas las casetes de dicho álbum para que nadie pudiera escucharlo.
En un mundo de ególatras como el literario reconforta la humildad hacia la propia obra de algunos creadores. Delibes decía: “Todo ser ha venido a este mundo para aliviar la soledad de otro ser”. La mayor recompensa del escritor debería ser esa: aliviar soledades. No obstante, a veces siento la tentación de aquella orilla de aguas turbias: la paranoia creadora de Benet, Naipaul, Gide y tantos otros letraheridos; soñar con ser un buen escritor, aunque el sueño te pueda convertir en una mala persona.
*** José Blasco del Álamo es periodista y escritor.