El plan de Putin
El autor desmonta la imagen difundida por Putin de una Rusia que recupera su posición de gran potencia y asegura que el país se encuentra en una situación crítica.
La reciente dimisión del primer ministro ruso Dimitri Medvedev y su gabinete, así como el anuncio de una reforma constitucional, han sido recibidos con sorpresa por la comunidad internacional. Para los que seguimos con atención lo que acontece en Rusia, un movimiento como éste era esperable, si bien nos preguntábamos de qué manera iba a proceder finalmente Vladímir Putin.
Para entender los objetivos que persigue el Kremlin con esta maniobra y lo que podemos esperar en los próximos meses es necesario ver a Rusia más allá del velo de su propaganda y de nuestros mitos. La apariencia exterior de Estado oculta la realidad de una nación en plena caída libre, con un PIB modesto para sus ambiciones de gran potencia, y gobernada como un clan mafioso por una vertical del poder de la que Putin es el vértice. Esta estructura que emergió de la turbulenta década de los noventa logró afianzarse en los últimos años sometiendo los instrumentos y recursos del Estado al servicio de su propio enriquecimiento.
El anuncio de esta semana es el último intento del presidente ruso por asegurar la supervivencia de la vertical una vez termine su actual mandato y su posición como árbitro de las élites rusas más allá de 2024, siguiendo la estela de otras autocracias post-soviéticas como Kazajistán.
Para entender cómo hemos llegado a este momento, y por qué la supervivencia de las élites rusas depende de la continuidad de Putin, es necesario remontarnos a los primeros años tras el fin de la URSS. A mediados de los 90, con el país al borde de la quiebra, el entorno del entonces presidente Boris Yeltsin ideó un intercambio de participaciones en las principales empresas rusas, incluidas las energéticas, por préstamos que el Estado sabía que no podría devolver.
Este esquema permitió el surgimiento de los primeros oligarcas: Roman Abramovich y Boris Berezovsky. Estos, junto a la hija y el yerno de Yeltsin, y la eminencia gris del Kremlin, Alexander Voloshin, conformaron lo que se conoció como La Familia, centro del poder en la Rusia de entonces.
En 1999, sin embargo, la abismal popularidad de Yeltsin y una potente coalición electoral en su contra, pusieron en peligro la supervivencia política del clan y con ello todo el esquema de privatizaciones que les había enriquecido. Voloshin y los oligarcas necesitaban una jugada maestra para salvar a La Familia. En este momento entró en escena Vladímir Putin, una decisión que ha marcado los últimos veinte años de la historia rusa.
En los años que siguieron, la economía del país consiguió recuperarse de la quiebra, ayudada en gran medida por el boom del precio del petróleo. Firmemente asentado en el Kremlin, el presidente ruso comenzó a rodearse de fieles, muchos de ellos antiguos compañeros del KGB, para desmantelar poco a poco una democracia que nunca llegó a germinar.
El empeoramiento de las condiciones de vida de millones de rusos están empezando a pasarle factura al Kremlin
La potente maquinaria de propaganda del Kremlin ha proyectado durante años la imagen de una Rusia que resurge como gran potencia en la escena internacional gracias al liderazgo de Putin. La cruda realidad es que el país se encuentra en una situación crítica, y sus líderes lo saben.
En estos últimos veinte años ha aumentado su dependencia del gas y el petróleo para sostener las arcas públicas, pero esta fuente de ingresos se está secando rápidamente, acelerada por la descarbonización de sus clientes occidentales, la falta de inversiones y las sanciones. Los intentos por diversificar la economía y potenciar la innovación chocan con la realidad del pésimo clima empresarial en un país controlado por los oligarcas.
En el plano demográfico la situación es todavía más desalentadora. Mientras se espera un fuerte descenso de la natalidad en las próximas décadas -Rusia tiene una de las tasas de abortos más elevadas del mundo- los musulmanes podrían alcanzar el 30% de la población en los próximos 15 años. En regiones de mayoría musulmana como Chechenia, el control del Kremlin es más nominal que real y, en la poco poblada Siberia, la presión demográfica de la vecina China está empezando a desplazar la autoridad de Moscú.
Rusia ha sabido aprovecharse de la indecisión europea y la indiferencia estadounidense, particularmente en Oriente Medio, para apuntarse varios éxitos diplomáticos y posicionarse como un actor en la región. Pese a ello, Putin se guía más por el oportunismo que por una verdadera estrategia, lo que ha acentuado su situación de aislamiento internacional y el mantenimiento de las sanciones tras la invasión de Ucrania.
El estancamiento económico y político, y el evidente envejecimiento de Vladímir Putin, han desatado las comparaciones con Brezhnev y los años de decadencia que precedieron a la descomposición de la URSS. Moscú ha respondido con un recrudecimiento de la represión, la propaganda nacionalista y la censura en internet, pero las dificultades económicas y el empeoramiento de las condiciones de vida de millones de rusos están empezando a pasarle factura al Kremlin. Cuando el gobierno propuso en 2018 subir de la edad de jubilación, desató una ola de protestas que hundieron la popularidad de Putin hasta mínimos históricos.
Dos décadas dirigiendo el destino de Rusia han permitido a Vladímir Putin construir un Estado indistinguible de su persona. Pero ni el líder ruso es eterno ni su popularidad inagotable, ni está garantizado que el monstruo que él mismo ha creado no lo devore si la situación en el país se vuelve insostenible. Entendiendo lo anterior se comprenden mejor las líneas generales de la reforma planteada, inspirada en la implementada por Nursultán Nazarbayev en Kazajistán.
Las élites rusas no ocultan ya su hostilidad hacia las democracias occidentales y el proyecto de integración europeo
Hasta la fecha, todo el poder real se concentraba en la presidencia, por lo que si Putin dejaba de ostentarla se hacía imperioso difuminar la autoridad del cargo. Con el modelo propuesto se reparte el poder entre las dos cámaras del Parlamento y, especialmente, en el Consejo de Seguridad, en cuya vicepresidencia se ha recolocado a Medvedev.
Del mismo modo se ha asegurado de que el nuevo primer ministro tenga un perfil bajo, y se han endurecido los requisitos para optar a la Presidencia. De esta forma no solo limita los posibles sucesores, también restringe su capacidad de maniobra. Putin, al que previsiblemente nombrarían presidente vitalicio del Consejo de Seguridad, continuaría siendo el verdadero poder en la sombra.
Si esta reforma se lleva finalmente a cabo, se solucionaría el problema más inmediato de qué hacer una vez finalice el actual mandato de Putin. Quedan por resolver cuestiones más fundamentales para la supervivencia de Rusia, motivo por el cual ha ido creciendo en los círculos internacionales la preocupación por el futuro de Bielorrusia, país con el que comparte frontera e historia.
El pánico ha empezado a cundir en Minsk y en numerosas capitales europeas ante una anexión a cámara lenta que parece ya irreversible. Una posible confederación entre ambos países crearía un sistema político nuevo, sin límites a la reelección del presidente y, al igual que con la anexión de Crimea, sería visto por muchos rusos como un paso más en la restauración del antiguo imperio ruso-soviético, cuyo colapso calificó Putin de “catástrofe geopolítica”.
Las élites rusas no ocultan ya su hostilidad hacia las democracias occidentales y el proyecto de integración europeo, por el desafío que supone el éxito de una sociedad abierta a su modelo cleptocrático. Al mismo tiempo que financian el separatismo y el populismo en nuestro continente, intoxican a la opinión pública europea y subvierten las instituciones.
Preservar nuestro Estado de Derecho y los logros de setenta años de paz en Europa requiere ver más allá de sus mentiras, y no ceder en el compromiso con los valores y las alianzas que sustentan la libertad en el mundo.
*** José Ramón Bauzá es eurodiputado de Ciudadanos en el Parlamento Europeo.