¿A qué filósofo vivo hay que leer? Ante semejante pregunta, insolentemente incómoda, durante años me serví de un recurso infalible. Steiner, he contestado en multitud de ocasiones. Lee a George Steiner, respondía, al tiempo que ocultaba la condición fronteriza de su pensamiento. Aunque el consejo sincero mantenga su tino, a partir de hoy la respuesta no podrá conservar ni siquiera su media verdad porque ha muerto George Steiner. Algún purista podrá decir que no era estrictamente filósofo pero cualquier buen lector sabrá enmendar: ni lo era, ni falta que le hacía. George Steiner era, ante todo y sobre todo, un hombre de letras. No se me ocurre mejor elogio.
Lean la primera página de Presencias reales y podrán constatarlo. Mientras la posmodernidad más ociosa y condescendiente sigue celebrando de oído algunas citas de Nietzsche y sus secuaces, a la gran tradición se le ha muerto uno de sus últimos realistas que fue, por cierto, un verdadero apátrida. Steiner no fue un filósofo, ni un crítico literario, ni tampoco un ensayista. Desde los viejos relatos que adoraron el nombre de un Dios que fue palabra, existe una tradición que ha insistido en celebrar y custodiar la trascendencia incontestable que habita el lenguaje y la escritura. La alianza entre la palabra y la cosa, o entre el lenguaje y el mundo, es un pacto secreto y sagrado. Recuerden Lenguaje y silencio o Nostalgia del absoluto donde Steiner supo defender con graciosa levedad las hoy proscritas categorías del bien, la verdad y la belleza. Ahí es nada. Dentro de pocas décadas nos haremos conscientes del alto precio que pagamos por intentar vivir sin ellas.
Ha muerto George Steiner. A pocos días de la ejecución del brexit y no lejos del fallecimiento de su homólogo americano Harold Bloom, uno de los últimos grandes intelectuales europeos se despide en un tiempo en el que esas palabras, intelectual y Europa, parecen desdibujar su sentido.
Lean, por favor, aquella breve conferencia que tituló La idea de Europa y descubrirán el alcance civilizatorio de gestos tan aparentemente inanes como caminar o conversar en un café. Cuando lean ese texto descubrirán también por qué todos los gobiernos quisieron cambiar los nombres de las calles y desearán que en su ciudad alguna placa conserve el nombre George Steiner. No tendrán la suerte de conseguirlo.
Sería demasiado fácil decir que nos abandona porque no le merecemos pero es ahora cuando más le necesitábamos. Delicadamente conservador -¿hay otra forma de ejercer la verdadera resistencia?-, irónico, cultísimo… pero sobre todo militante de esa silente ortodoxia que sólo saben ejercer los espíritus verdaderamente libres, con Steiner se marcha una manera de leer, lo que es tanto como decir una manera de ejercer la mejor humanidad posible.
Sus libros nos servirán para seguir apuntando a aquella otra realidad en la que hoy seguro habita. A ese otro mundo más bello y más digno que se abre y se recuerda a través de las palabras y para el que las nobles mentiras de la literatura sirven de señuelo. Si quieren leer a alguien vivo, en el día de su muerte, háganme caso: lean a George Steiner.
*** Diego S. Garrocho Salcedo es profesor de Ética en la Universidad Autónoma de Madrid.