¿Quo vadis, Europa?
El autor reflexiona sobre el futuro y la identidad de Europa tras la crisis y el nuevo orden mundial que se dibuja en el horizonte.
Todo parece haber saltado por los aires. El avance de la pandemia advertida en 2015 por Gates está transformado el orden mundial teorizado por Kissinger, basado en el equilibrio entre el poder y la legitimidad. De las tres creaciones humanas que dieron forma al mundo de los últimos tres siglos, según Stephen Heintz -Rockefeller Foundation-, la democracia va a requerir un gran esfuerzo para consolidarse, el capitalismo para perfeccionarse y la nación-Estado para ser superada sin traumas.
Mi percepción es que el ingenuo apoteosis del fin de la historia ha durado, a lo sumo, tres décadas, dando pie a un teórico multilateralismo posmoderno que, en realidad, está evidenciando la lucha comercial entre dos titanes con economías maltrechas, China y EEUU, que tratarán por todos los medios de salvaguardar sus intereses nacional-imperiales, controlando las cadenas de valor y de suministro. Uno manteniendo sus conquistas del siglo XX. Otro, que en modo alguno olvida su hegemonía imperial en la historia de la humanidad, abriendo mercados a través de su nueva Ruta de la Seda que tan bien describe Peter Frankopan.
El resto del mundo sobrevivirá intentando hacer de Westfalia su bandera proteccionista, nacionalista e identitaria durante un tiempo. La nación-Estado fracasará como última ratio del orden legítimo, y la democracia y la globalización sufrirán y permanecerán en la penumbra hasta que, ojalá, la lógica ilustrada les vuelva a iluminar.
En este difícil contexto se juega Europa su razón de ser. La ingente cantidad de masa monetaria que el viejo continente necesita, pero, sobre todo, algunos de sus más retrasados alumnos en cuanto a la ortodoxia presupuestaria, que recibirían los fondos a costa del resto, hace de su solución un auténtico tour de force.
La UE acaba de entrar, por precipitación de un proceso que se inició con la negativa francesa a un proyecto constitucional fatalmente concebido y que terminó con el brexit, en el momento más crucial de su existencia. El virus ha puesto a Europa ante el espejo y le ha recordado, como a Dorian Grey, los vicios ocultos de los que adolece.
España, convertida en una oligarquía manirrota y polarizada de fuerzas centrífugas, corre riesgo de pauperizarse
La Unión no solo corre el riesgo de fragmentarse; corre el riesgo de desaparecer. Y, sin embargo, tal es la necesidad de tener que dar un giro copernicano a lo que hoy representa, que el problema del virus se puede convertir en una oportunidad que abra la puerta hacia un horizonte prometedor. Porque, o nos unimos para dar una respuesta conjunta a los retos globales, o nos hundiremos en la irrelevancia internacional.
En el caso de España, convertida desde hace años en una oligarquía manirrota y polarizada de fuerzas centrífugas, corremos un serio riesgo de pauperizarnos e incluso de desaparecer, si el nuevo proyecto europeo no nos subsume en una dinámica creativa, como diría Toynbee.
Europa debe unirse si aspira a representar un papel destacado en el mundo y que lo enriquezca a través de un humanismo pacifista y ecológico que solo ella puede aportar. Pero también porque necesita reindustrializarse para controlar las cadenas de producción en ciertos sectores estratégicos, como hemos podido comprobar. Y lograr la competitividad que otrora le otorgaba la explotación colonial hasta la Guerra, el paraguas norteamericano durante la Guerra Fría y la primera fase de la globalización de finales de siglo.
Todas esas ventajas desaparecieron para siempre, y nos hemos quedado a la intemperie, necesitando focalizar toda nuestra energía hacia enormes inversiones en investigación, en educación y en un New Green Deal. Así podríamos dar valor añadido a nuestros productos y superar el dumping social del mundo en vías de desarrollo sin caer en la trampa mortal del proteccionismo. Pues no se trata de cerrarle la puerta al progreso sino de asumirlo como única vía de escape de la pobreza y la fatalidad humana. Este proyecto, obviamente, no puede concebirse en clave nacional sino comunitaria.
Pero Europa, y aquí radica el principal obstáculo, necesita aplicar grandes dosis de generosidad para llevarlo a cabo. Es verdad que los países mediterráneos no hemos hecho los deberes como los nórdicos -Max Weber razonó el por qué en su ética protestante-, pero no es menos cierto que lo hemos tenido más difícil debido a que las economías del sur partían de una clara desventaja competitiva respecto de las del norte. El euro les ha generado desequilibrios comerciales y fiscales de gran magnitud, a pesar de que los nórdicos no se muestran dispuestos a reconocerlo.
Ahora bien, conviene recordarles dos cuestiones. La primera es que uno de los objetivos fundamentales de la creación del euro era la convergencia en la renta de sus países miembros, no el incremento de la desigualdad, que es exactamente lo que ha ocurrido. La segunda, que los países del norte son mucho más vulnerables de lo que aparentan porque necesitan del mercado interior europeo, al que venden gran parte de su producción. Por eso dijo Merkel hace unos días que “Alemania solo lo hará bien en el largo plazo si Europa lo también hace respecto a la libertad, la paz y la prosperidad económica” y que “la nación-Estado por si sola no tiene futuro”.
La falta de identidad europea no debe ser un obstáculo; los EEUU no la tenían tras la Guerra de independencia
Para lograr todo esto la Unión ha de endeudarse a muy largo plazo. Y el norte debe asumir que, en este momento, tiene que ayudar al sur para salvarse a sí mismo. El mecanismo, ya sea deuda mutualizada, deuda perpetua con cargo a los presupuestos, simple aumento de la masa monetaria, etc., debería dilucidarse con amplitud de miras.
Pero a mi modo de ver, hay una cosa clara. Las lógicas condiciones al sur, en contraprestación al esfuerzo del norte, no deben limitarse al cumplimiento de la ortodoxia presupuestaria, sino que deben profundizar en la cesión de soberanía por parte de todos los estados miembros. O Europa armoniza, como mínimo, su política fiscal y presupuestaria y mantiene una única política exterior y de defensa o será imposible afrontar ese papel que necesita desempeñar para no perecer fagocitada en la irrelevancia.
Como en muchos de los grandes imperios, el mayor enemigo de Europa no se encuentra fuera de sus fronteras. No es la inmigración; no es esta nueva globalización ahogada en el multilateralismo proteccionista; y tampoco lo es el dumping social, si todas estas cuestiones se afrontan con perspectiva e inteligencia.
La prosperidad de Europa se encuentra amenazada tanto por el vuelo alicorto del egoísmo nacionalista -de carácter económico en el centro ideológico y de carácter identitario en la extrema derecha- como por la manirrota demagogia populista de la extrema izquierda.
Europa, “cuna y partenón de nuestra civilización occidental”, no puede contemplar otro horizonte que no sea la convergencia política. El mundo de ayer de nuestro nuevo siglo, como Zweig recordó nostálgicamente del suyo, no va a volver. El destino es la unión o la desaparición. A ese respecto, quizá no debamos aspirar a una unión típicamente federal, basada en un sentimiento de identidad hoy todavía inexistente.
Para promover el ideal constituyente del humanismo ilustrado no es necesario ubicar en la base un sentimiento de identidad romántica -o cultural- sino una idea racional, basada en el interés respectivo al que aludía Adam Smith. Pues esa falta de identidad no debe ser un obstáculo; los EEUU no la tenían tras la Guerra de independencia. Y puestos a buscar un sentimiento de naturaleza constituyente, la historia nos muestra que el miedo, como gran movilizador de las pasiones colectivas, sería el más apropiado. A Adenauer, Monet y Schumann no habría habido que explicárselo.
*** Lorenzo Abadía es analista político y promotor de la campaña #OtraLeyElectoral.