“De una vacuna contra el hambre y las guerras, de esa no se ocupan”. Lo dice una anciana de negro riguroso sentada en lo que bien pudiera ser una silla de enea, pañuelo en la cabeza y dos canastos de mimbre a sus pies sobre el suelo.
La escena la dibuja de forma magistral El Roto en una de sus agudas, críticas y poéticas viñetas. Ensimismados en contar enfermos, muertes, ingresos o PCR durante tres meses, ha llegado el momento de levantar la vista de las curvas más famosas de la actualidad y detenerse, quizás ahora más que nunca, en algunas de las más graves injusticias que en nuestro país se han cronificado sin que nadie haya sido capaz de atajarlas: si no son el hambre y las guerras, sí lo son, al menos en nuestro país, la pobreza y la desigualdad que afectan a millones de personas y acechan a muchos otros.
Nadie lo duda ya: la crisis sanitaria desatada por la Covid-19 ha provocado una crisis económica y social sin parangón desde al menos nuestra Guerra Civil y sus años posteriores. Aunque convendría matizar que la vulnerabilidad y el sufrimiento que vemos hoy en muchas familias españolas ya existía antes de la aparición del coronavirus en nuestras vidas; lo que está haciendo la pandemia es multiplicar exponencialmente esa vulnerabilidad y ese sufrimiento.
Y lo ha hecho –y lo seguirá haciendo si no se sigue avanzando en la puesta en marcha de medidas de apoyo y protección– cebándose con los más vulnerables por su debilidad económica y, en especial y dentro de ese colectivo, con los más indefensos: los niños.
El 26,8% de los niños y niñas en España se encuentran en riego de pobreza; son 2,2 millones de menores de 18 años. Somos el tercer país con mayor índice de riesgo de pobreza infantil en Europa, tras Rumanía y Bulgaria. La inversión pública (en porcentaje del PIB) en políticas de protección social y educación es una de las más baja del continente.
En nuestro país la pobreza infantil es un fenómeno estructural, previo a la crisis económica que devastó nuestra economía en 2008 y, por supuesto, estaba ahí antes de la aparición en escena del dichoso SARS-CoV-2. Los altos niveles generales de desempleo, la baja inversión pública en protección social de familias e infancia y la poca orientación de esta inversión hacia los hogares con niños más vulnerables son los elementos principales que explican estas dramáticas cifras.
El Ingreso Mínimo Vital asegura una red de protección económica a quienes ya sufrían la exclusión social
Sobre esta situación, y la necesidad de poner en marcha políticas estructurales que la hagan frente, vienen avisando desde hace años, entre otros, la Comisión Europea, la Autoridad Independiente de Responsabilidad Fiscal, el Fondo Monetario Internacional, la OCDE, la Plataforma del Tercer Sector, la Plataforma de Infancia –y con ellas 70 organizaciones que velan por el cumplimiento de los derechos de los niños en nuestro país– o Naciones Unidas cuyo Relator Especial sobre Pobreza Extrema y Derechos Humanos, que visitó nuestro país el pasado mes de febrero –época pre-Covid-19–, destacaba en su informe el enorme reto que tiene España con la pobreza infantil y con la desigualdad.
De una u otra forma todos coinciden en que las políticas españolas de protección social no son suficientes, que el gasto social es bajo, que la reducción de la pobreza está estancada y que la infancia más vulnerable y los hogares de ingresos más bajos son los que menos protección social reciben.
El propio Comité de los Derechos del Niño de Naciones Unidas destacaba en su último informe sobre España que los recortes en el gasto público y un inadecuado nivel de inversión en la infancia han dado como resultado una mayor pobreza infantil y mayores desigualdades.
Ante este panorama, la puesta en marcha del Ingreso Mínimo Vital es una grata y positiva noticia. Sobre todo, porque se trata de una medida estructural que asegura una red de protección económica a quienes ya sufrían la exclusión social, a quienes se han incorporado en las semanas que llevamos de crisis y a los que desgraciadamente irán cayendo en esta situación en los próximos meses.
La experiencia de organizaciones como UNICEF en contextos de emergencia indica que los niños y niñas más vulnerables son siempre los más afectados. Y, sinceramente, más allá de la emergencia actual, ¿no creen que este país se encuentra desde hace décadas en una emergencia silenciosa cuando la pobreza amenaza a uno de cada cuatro niños y niñas? Además, y para agravar la situación, sabemos que el confinamiento, el cierre de escuelas y el estrés familiar y ambiental están comprometiendo el bienestar, la salud física y mental, y la protección de millones de niños y niñas.
Para las familias que ya estaban en situación de pobreza, o para los niños y niñas tutelados, migrantes o refugiados, y víctimas de abusos y violencia, la crisis de la Covid-19 no hace más que multiplicar exponencialmente –como apuntábamos– su sufrimiento y vulnerabilidad.
Las trasferencias de efectivo son eficaces y efectivas en la lucha contra la pobreza y la desigualdad
Es una hecho, constatado con experiencias y proyectos puestos en marcha en medio mundo durante los últimos lustros, que las trasferencias de efectivo son eficaces y efectivas en la lucha contra la pobreza y la desigualdad en situaciones de emergencia, que contribuyen al incremento de la capacidad productiva, al desarrollo de economías locales, previenen el absentismo escolar, mejoran la salud integral de la población y en general, las capacidades de resiliencia tanto individuales como comunitarias.
Algunas cuestiones quedan pendientes, desde luego. Será necesario asegurar su compatibilidad con la actual prestación por hijo a cargo, como ocurre en otros países de nuestro entorno; urge cubrir las necesidades de los millones de familias con hijos en situación de pobreza moderada; si no queremos dejar a nadie atrás hay que activar mecanismos para los colectivos que no podrán acceder al IMV, como los jóvenes con menos de un año de residencia legal, las familias en situación administrativa irregular y jóvenes extutelados.
Hay que seguir apostando por políticas complementarias que ayuden a las familias de renta baja con menores a su cargo, por el diseño de instrumentos que reduzcan la segregación educativa por origen social en las escuelas y por el desarrollo de políticas de acceso a vivienda social son los puntos clave.
Por desgracia el IMV no es una vacuna contra la pobreza y la desigualdad. Para inmunizar a una buena parte de la población española, enferma de ambas, sería necesario un cóctel de medicamentos sociales y económicos –al alcance de nuestra sociedad, no lo duden– que de momento y por desgracia ningún Gobierno en nuestro país ha sido capaz de recetar.
No podemos dar la espalda a experiencias puestas en marcha durante décadas en una veintena de países, a las evidencias de los resultados positivos en muchos de ellos y, sobre todo, no podemos dar la espalda a las 850.000 familias que no disponen de ingresos suficientes para la supervivencia, y que agrupan a 2,3 millones de personas.
Estamos ante un paso crucial para marcar la diferencia y contribuir eficazmente a sentar las bases para la creación de un sistema de protección social sólido que contribuya a reducir la pobreza infantil a corto y largo plazo en España. En definitiva, para no dejar a nadie atrás.
*** Gustavo Suárez Pertierra es presidente de UNICEF España.