Nunca son buenos tiempos para la libertad. Esta constatación podría formularse en cualquier momento histórico y, aun el actual, es una máxima que no conviene olvidar y dejar de lado.
Para desgracia de todos, la libertad continúa siendo una pieza de caza mayor, una presa en la violenta e incesante batida que censores e inquisidores de nuevo y viejo cuño organizan con ocasión de toda circunstancia o evento que, como la crisis causada por el coronavirus, pueda suponer una oportunidad para el menoscabo de lo más elemental, de aquello sustancial a la propia esencia de la individualidad: la libertad como expresión de la dignidad del sujeto.
La tragedia sanitaria, económica y social provocada por el Covid-19 ha colocado a la población mundial, y a la española particularmente, ante el vértigo que producen los acontecimientos incontrolados; y no ya por el desgobierno que suelen desencadenar los mismos sino, al contrario, por los excesos con los que el poder suele aprovechar las coartadas que favorecen el caos y el desconcierto.
Desde tiempos pretéritos, ya en la Antigua Roma, las emergencias sociales o de índole similar eran utilizadas como mecanismo de concentración del poder en pocas manos; sin embargo, la nota característica de la fuerza mayor política no es esa misma reunión de facultades sino la exclusión de límites al ejercicio de las mismas.
Así, ante situaciones hostiles para la paz de la ciudad, la reacción del poder establecido cobraba lugar en dos direcciones: una interna, concentrándose toda la fuerza en una sola autoridad; otra externa, borrándose las limitaciones jurídicas (Tribunales) o políticas (control parlamentario) que pudiesen a la postre evitar la vigencia de ese mando autorizado por la emergencia.
En esa faceta exterior, en esa supresión de los controles al uso del poder, es donde el peligro a la libertad se abre paso; hace siglos, y también ahora. Nada ha cambiado desde la Dictadura romana; ni Maquiavelo, ni Carl Schmitt, ni siquiera la democracia liberal, han podido poner freno a un comportamiento político natural: la tentación cumplida de abusar del poder para perpetuar el poder mismo.
Precisamente para evitar que el poder —realidad objetiva— sea malversado por el hombre que detenta ese poder —realidad subjetiva—, la civilización ideó la Ley, las normas, el Derecho. A través de la fuerza del precepto los hombres acotamos los hechos de la vida, pero, sobre todo, disponemos una muralla ante la violencia que es intrínseca a nosotros y, por extensión, a todas nuestras estructuras políticas.
Yerran quienes piensen que la situación de emergencia hace tolerable el acatamiento acrítico de cualquier mandato
El ordenamiento jurídico, en una manifestación viva de la esquizofrenia que implica la vida colectiva, nos hace libres al mismo tiempo que establece las pautas y patrones que habremos de observar para poder seguir ostentando ese derecho casi sagrado que se dibuja en la convivencia.
En La política como vocación Max Weber recuerda que “quien hace política pacta con los poderes diabólicos que acechan en torno de todo poder… Quien busque la salvación de su alma y la de los demás que no la busque por el camino de la política, cuyas tareas, que son otras, sólo pueden ser cumplidas mediante la fuerza”.
En efecto, como Mefistófeles en Fausto, la política y el poder implícito que conlleva son una tentación diabólica necesaria para ir más allá de la limitación individual, de la insignificancia humana; pero es preciso saberlo, pues nada importa al bien común cuando, pasada la línea roja que distancia el poder razonado del poder arbitrario, los valores políticos dejan de ser fuerza legalizada para convertirse en tiranía, más o menos disfrazada, al servicio del peor hechizo diabólico: el de la arbitrariedad camuflada bajo el ropaje de necesidad.
El riesgo social del coronavirus no habita exclusivamente en la enfermedad, en la pandemia, en la saturación del sistema sanitario o en la misma muerte; la peor amenaza que el Covid-19 proyecta sobre nuestra sociedad es la que atañe a la ruptura de la misma a través de la escapada del poder de sus medidas de contención: la ley, el control político, el escrutinio público ciudadano.
Quienes piensen que la situación de emergencia hace tolerable el acatamiento acrítico de cualquier mandato, la elusión de la dación de cuenta o la censura a los posicionamientos intelectuales o políticos contrarios a la palabra oficial, no sólo yerran en su conclusión, sino que más allá, favorecen el debilitamiento del pacto social, haciendo emerger un fantasmagórico Leviatán oculto bajo la “bienintencionada” normativa de excepcionalidad.
La libertad, como el oxígeno, es invisible a la percepción visual que nos permiten los ojos, pero sin una igual que sin el otro, nos desvanecemos en la sombra de la nada.
Desde una perspectiva psicológica, el miedo es el reverso de la libertad; el terror inmoviliza al hombre, lo devuelve a la caverna, al misticismo y al estado de naturaleza en su expresión más nítida.
El poder decir ¡no! y no sufrir por ello el castigo del poder es quizá la mayor conquista del ordenamiento jurídico
El miedo como tema de apología ha servido siempre a los más abyectos fines, y siempre con una nota común en su triste y ominoso recorrido histórico al servicio de la opresión: su anteposición, como sentimiento primitivo y natural, a la responsabilidad y actuar conscientes en tanto reacciones racionales, no investidas por lo primario del impulso, sino por la reflexión y razón que hacen del ser humano precisamente un ser capacitado para el discernimiento propio y autónomo en la dialéctica moral que presenta el antagonismo entre el bien y el mal.
Una confrontación de opciones éticas que se traduce en una más simple, y a la vez más profunda, tensión entre dos expresiones que son manifestación de la acción del hombre como sujeto pretendidamente libre: el sí y el no. La capacidad de decisión en el entorno político y social, la autonomía individual, expresión de la dignidad de la persona, que lo convierte en algo valioso en sí mismo y no por su utilidad para el bien colectivo, ese concepto aterrador que tantas (falsas) justificaciones ofreció —y ofrece— para la represión y exterminio de todos aquellos que ¡libremente! decidieron decir ¡no!
Ese derecho, el de poder decir ¡no! y no sufrir por ello el castigo del poder establecido, sea éste político o mediático, es quizá la mayor conquista del ordenamiento jurídico civilizado, del Estado de Derecho. En las antípodas de ese derecho individual está el —inexistente— deber de decir ¡sí! Pero es un falso imperativo, una regla vacía de legitimidad, sólo empleada por los liberticidas que, hoy igual que antes, se deforman ante el espejo de la política y su poder, culpables y también víctimas del pacto mefistofélico por el que el pluralismo se diluye bajo las frívolas tentaciones del gobierno arbitrario, y con él la esencia vertebradora del mismo hombre: su dignidad que, también, es al propio tiempo su libertad; el derecho a decir ¡no!
El coronavirus es una enfermedad contemporánea, un virus letal e invisible que nos ha revelado la fragilidad del presente en el que coexistimos, la debilidad de nuestras construcciones sociales, erróneamente creídas inmunes a los peligros del pasado. No ha sido así.
El Covid-19 es una enfermedad nueva, pero los riesgos políticos que ha traído consigo son tan viejos como la noche en la que nacimos. Un peligro acecha por encima de todos los demás: el que atañe a la libertad. El que se esconde en el gobierno de los médicos, en la literatura jurídica de la excepcionalidad, en el sacrificio inconsciente de la ética democrática en favor de la emergencia permanente.
Quienes fueron asesinados en los campos de concentración del nazismo, en el Gulag soviético, víctimas de la tortura y la violación totalitaria… Todos ellos, testigos amordazados de una batalla no acabada —la de la libertad— nos recuerdan con su testimonio y memoria que el derecho más importante, el que es imprescindible reivindicar cada día, es el que antepone el valor de la libertad de la persona como escudo frente al poder que sucumbe ante sí mismo: el derecho a decir ¡no!
*** Álvaro Perea González es letrado de la Administración de Justicia.