Pertenezco a una generación que creció creyendo que la Guerra Civil había sido la lucha entre Federico García Lorca y las Fuerzas del Mal. Mi larga militancia en el partido de los catalanistas propietarios de la marca "socialistas" tuvo que ver con ese cuento.
Antony Beevor, británico pero atinado hispanista, ha sintetizado maravillosamente bien esta peculiaridad de nuestra memoria histórica con una observación crucial: España y su guerra civil son un caso excepcional desde el punto de vista historiográfico porque, en contra de lo que siempre sucede, en nuestro país la historia la escribieron los perdedores.
De mi experiencia no podía sacar conclusiones generales, pues con abuelos en los dos bandos —quiero decir en los dos bandos del bando perdedor: socialistas y anarquistas—, estaba especialmente prefigurado para tragar cualquier patraña que enalteciese ese paraíso perdido del que nos expulsó el odioso "alzamiento nacional". Pero pronto advertí que esa impresión mía era compartida por muchos otros con historias familiares muy distintas.
En realidad, salvo para cuatro lectores nostálgicos de El Alcázar, la imagen positiva de la República era abrumadoramente mayoritaria. La República era Federico, y era también Picasso, y era Juan Ramón Jiménez, era Antonio Machado, era Luis Buñuel, era Elena Fortún, era María Zambrano, era Rafael Alberti, era Rosa Chacel, era Margarita Xirgu, era Chaves Nogales, era Luis Cernuda… Era también Severo Ochoa y Gregorio Marañón y Salvador de Madariaga y la Institución Libre de Enseñanza. Era todas esas luces, y muchas otras, que resultaban además pronunciadamente deslumbrantes sobre el fondo gris del NO-DO.
Y contra ese mundo feliz, sobresaliente y pleno de esperanza se habían alzado, vaya usted a saber por qué, un grupo de militares mal encarados.
La escena que resumía semejante contraste era aquella en la que, según la dramatizada versión tradicional, un José Millán-Astray de aspecto terrorífico espetaba sus amenazadores "¡Viva la muerte!" y "¡Muera la inteligencia!" a la cara de un venerable anciano llamado Miguel de Unamuno, por haber defendido este la razón, la compasión y el derecho. Además, las palabras del ilustre escritor y catedrático se cumplirían como profecía: aquella pandilla de energúmenos que lo rodeaban brazo en alto, bien dotados de ímpetu y fuerza física iban a vencer, pero no a convencer, iban a conquistar, pero no a convertir.
La visión idílica de la España rota por el alzamiento era poesía, fábula, y no historia
Luego vino, efectivamente, el triunfo en la guerra de los alzados, y su fracaso en la persuasión, su derrota en la guerra cultural. El denodado intento del nacionalcatolicismo en la formación del espíritu nacional devino un estrepitoso fiasco. El florido pensil no era un lugar ameno, todo lo contrario. Sin embargo, lo que se habían llevado los vientos de la guerra reunía todas las trazas de ese in illo tempore remoto y deseable... Ya sabemos por Proust, y por Jorge Luis Borges, que no hay otros paraísos que los paraísos perdidos.
La República era bella como un recuerdo, pues, como decía Valle-Inclán, "el recuerdo es la alquimia que depura todas las imágenes". Tras varias décadas de dictadura, en el común de la ciudadanía había cuajado un relato muy benévolo del periodo anterior. Podía uno preguntarse cómo era posible que aquella maldad fascista que se había cernido sobre el país hubiera durado tantas décadas, y de un modo tan minoritariamente contestado. Pero quedaba fuera de cuestión la condición perversa del alzamiento y la ilegitimidad de su origen: España se había acostado sana un 17 de julio de 1936 y al mirarse al espejo la mañana del 18 había descubierto un bulto sospechoso indicio de un mal devastador y surgido por generación espontánea.
En términos de Gramsci, el régimen de la dictadura logró mantener el poder, pero quedó muy lejos de alcanzar la hegemonía. La fábula atractiva y pegadiza, la que persuade, convence y gana las voluntades, la que alimenta las ideologías, la habían escrito los vencidos, y en esa selección de la imaginación, en esa "imitación concentrada de la realidad", que según Aristóteles distinguía la poesía de la historia, las sombras habían quedado fuera.
Porque de eso se trata, de poesía. La visión idílica de la España rota por el alzamiento era poesía, fábula, y no historia. La historia era franquista; la fábula, republicana. Frente a la grisura de la realidad cotidiana, el colorido sueño de una belle époque.
Esto tuvo una enorme importancia. Porque esa memoria histórica que nunca existió fue a la postre el mejor aliado del antifranquismo. Si la Transición fue un éxito, si hasta los procuradores de las Cortes franquistas hicieron mutis por el foro sin hacer el menor ruido, fue precisamente gracias a que en España no hubo memoria histórica.
De haberla habido, se hubiera atendido con rigor a toda la batería de circunstancias que motivaron el alzamiento que desencadenó la guerra civil. De este modo, la distribución de culpas habría resultado mucho menos maniquea y la concordia habría sido mucho más complicada. Las espadas se habrían mantenido en alto. "No soy fascista ni bolchevique", había dicho Unamuno antes de morir, dos meses después de la escena citada, y por ahí iban los tiros, nunca mejor dicho.
Por eso resulta tan peligroso el proceso de revisionismo a que nos ha abocado la izquierda desde hace años. ¿Qué podría ganar la izquierda con ello? Nada: absolutamente nada. La izquierda solo tiene que perder en ese proceso, porque la batalla cultural la ganó por goleada. El relato que compró la inmensa mayoría fue el suyo, revisarlo solo puede conducir a cargar de razones a quienes se oponen a ella. Picasso pintó un cuadro de Guernika, pero de Cabra, la de Calvo, nadie pintó nada. Fue el cuento de la izquierda el que prosperó, su fábula: Lorca contra Millán-Astray.
Gracias a la memoria histórica, cada vez son más los españoles que entienden la sublevación de 1936
¿Y qué podría ganar el país? Solo revivir el enfrentamiento. La memoria histórica descubre las falsedades del relato hegemónico y acaba fortaleciendo el relato contrario.
Desconozco el número de españoles que en los años ochenta del pasado siglo comprendían o llegaban a justificar el alzamiento de 1936, no tengo el dato científico, pero estoy convencido de que eran muchos menos de los que podrían llegarlo a comprender o a justificar a fecha de hoy, tras estos años de recuerdo del odio histórico. Lo repetiré por si no ha quedado claro: cada vez son más los españoles que entienden y justifican la sublevación de 1936.
Esto es gravísimo, y la responsabilidad de ello es enteramente de quienes han pretendido revivir la historia, desde Rodríguez Zapatero hasta Pedro Sánchez.
Por añadidura, esa recuperación de la memoria histórica arroja nueva luz sobre el presente, y el cuadro que aparece ante nuestros ojos no es nada tranquilizador. Al abandonar la fábula amable de la República, pasan a primer plano los datos históricos tal y como ocurrieron, y el lado oscuro que asoma entonces en el lienzo lo identificamos también en personajes, ideologías y comportamientos de la escena de hoy. Porque el parecido de Pablo Iglesias, sus compañeros de partido y sus socios con quienes condujeron a España a la guerra civil es alarmante.
Desde el asalto a la división de poderes hasta la connivencia con la violencia, desde el ataque planificado y sistemático a la unidad territorial hasta la imposición de una ideología, convertida en moral totalitaria y acompañada de una censura propia de la Inquisición. Cada atropello a las libertades protagonizado por este Gobierno, incluida la libertad de conciencia, tiene su correlato en un episodio del pasado comunista que despertó la respuesta fascista y llevó a los españoles al desastre.
Desde esta nueva perspectiva, con la memoria histórica recuperada, vemos desde otra luz el desprecio al orden constitucional de este Gobierno, y su especial inquina hacia el rey Felipe VI. Porque la memoria histórica nos ha traído el recuerdo del odio, y al hacerlo nos ha enseñado a reconocer ese odio en quienes hoy nos gobiernan. Y porque Su Majestad es la piedra angular del sistema político que nació, precisamente, gracias al olvido del odio.
*** Pedro Gómez Carrizo es editor.