Una de las características del republicanismo en España es que carece de articulación; es decir, no hay una formulación teórica, una idea que dirían los clásicos. No olvidemos que tras una idea, que encierra un proyecto, un propósito y una acción, se agrupa la gente.
Aquí, en España, el republicanismo no tiene esa idea. Ni siquiera se trata de ese “republicanismo cívico” que resucitó a finales del siglo pasado, muy cercano a la ingeniería social, que proponía el sacrificio (sus partidarios dicen “ajuste”) de la libertad y la propiedad en aras del bien de la república. No. Tampoco es eso.
Quizá nuestros republicanos actuales podían haberse acogido a fórmulas más modernas, similares a las de Philippe Petit, tan del gusto del progresismo. Sí, me refiero a ese planteamiento de origen roussoniano que consiste en confundir una votación con la voz del pueblo para legitimar a un Gobierno a hacer y a deshacer, al objeto de cumplir un proyecto político partidista. De esta manera, como ya señalaron filósofos tan distintos como el liberal Tocqueville y el socialista Proudhon, se pretende establecer legalmente el despotismo, la represión de los derechos de las minorías e individuos, a través de una cita con las urnas.
Tampoco nuestros republicanos tienen una teoría constitucional sobre la República como forma de Estado. Dos republicanos como Ruiz Zorrilla y Nicolás Salmerón, auténticos botarates de la política patria, propusieron que la forma republicana se hiciera con la monárquica Constitución de 1869 cambiando los artículos correspondientes. Esto era un sinsentido. ¿Cómo, quién y por cuánto tiempo se debía elegir al presidente de la República? ¿Tendría un origen parlamentario o electoral? ¿Qué poderes concentraría? ¿Esa nueva Constitución, porque afecta a su parte orgánica, supondría un nuevo proceso constituyente mediante referéndum anterior y posterior? Nada aclararon al respecto, y se dedicaron a la conspiración.
¿Y el advenimiento de la República? ¿Cómo se haría la transición de una forma a otra? El paso en abril de 1931 fue cualquier cosa menos democrático, como apuntaron Josep Pla o Julio Camba. Alfonso XIII huyó tras unas elecciones municipales que no perdió, para que un Gobierno provisional que nadie había elegido impusiera una forma de Estado y una bandera que nadie votó. No hubo ningún referéndum, ni consulta. Luego están las interpretaciones, claro, de que las municipales del 12 de abril se tomaron como un plebiscito. Sí, pero no lo fueron.
Como en la II República, se articula la opinión contra la Monarquía basándose en la moral y la modernidad
La verdad es que tampoco aquella Segunda República articuló bien los tres ejes fundamentales: los derechos, las relaciones institucionales y la organización territorial. Todo fue un caos. ¿Por qué? Porque faltaba la idea y el espíritu democrático.
El Zeitgeist cañí de entonces era derribar la Monarquía a cualquier precio, como ahora, y nada más. De hecho, antes del 14 de abril hubo conatos golpistas, como la Sublevación de Jaca, o el propósito del ahora denostado Queipo de Llano y Ramón Franco de bombardear el Palacio Real.
Esos republicanos, como los actuales, articularon una opinión contra la Monarquía basándose en dos ejes: la moral y la modernidad. La superioridad moral de los republicanos, hoy heredada por la izquierda, solo generó odio. El antimonarquismo no era más que destrucción, por mucho que Ortega, Marañón y Pérez de Ayala quedaran embriagados por el futuro que podía deparar la “nueva política”. Una ensoñación de la que pronto despertaron, por cierto.
Esa moralidad a la que aludían los republicanos consistía en concentrar los defectos, las frustraciones y los errores a lo que entendían por “monarquía”, que era toda la estructura política, económica, cultural, educativa, social y religiosa del pasado. Destruir para construir, de ahí la cantidad de violencia que desató abril de 1931. Claro que aquellos intelectuales, no solo esos tres, sino Fernando de los Ríos o Álvarez de Albornoz, quedan muy por encima de las medianías republicanas que hoy habitan en los escaños del Congreso.
La superioridad moral de la izquierda y del republicanismo se hacía acompañar por el concepto de modernidad. La monarquía era algo "antiguo", y como tal había que derribarlo por algo “moderno”. No solo era mentira, sino que tantos años tenía en la historia política de Occidente una forma de Estado como la otra, desde la Antigua Grecia en adelante, en fórmulas mixtas.
Por otro lado, en la Europa de principios del XX, en pleno descrédito de la democracia, el parlamentarismo y el liberalismo, y del auge de los totalitarismos, algunos vinculados a nacionalismos tardíos, era lógico que cualquier solución republicana estuviera contaminada. Lo "moderno" entonces era un régimen de masas, muy alejado del respeto al pluralismo y a la libertad.
¿Cómo se hace el cambio de régimen en 2020? El primer paso es trasladar que el sistema no funciona
Al final, aquel republicanismo no quedó como un cambio de la forma de Estado, pasar de la monarquía a la república para que la Jefatura del Estado fuera electiva y periódica. Se trató de un cambio de régimen; es decir, una transformación revolucionaria en todos los órdenes, a cuyo mando habría de ponerse una clase política nueva. Esto es lo que realmente quieren los republicanos de hoy: derribar la monarquía para erigir un régimen que instale en el poder una casta hegemónica que utilice el Estado para recrear su proyecto político. La historia acaba siendo la sucesión de una oligarquía por otra, con el pueblo como coartada.
¿Cómo se hace el cambio de régimen en 2020? El primer paso es trasladar a la población que el sistema existente no funciona, es anacrónico, ilegítimo y creador de conflictos. Para esto último es necesario articular problemas, movilizar a la gente y adoptar un discurso destructivo. En esto es precisa la colaboración de los medios de comunicación, que refrendan con imágenes y declaraciones la apología del desastre.
¿Calan estas campañas y sus soflamas en la población? Sí, porque desde hace décadas se ha generado un marco cognitivo, mental, de interpretación del mundo, que permite inocular en las conciencias este tipo de ideas. Es la teoría de la lluvia sobre mojado: si antes se ha extendido con éxito un paradigma a través de la educación, la cultura y los medios, se es capaz de hacer creer a la gente cualquier mentira que coincida con ese paradigma.
Ese conjunto cognitivo permite a la gente ubicarse e identificarse, por lo que un paradigma izquierdista y republicano instalado con éxito permite apelar a la República como algo moderno y progresista.
¿Cuándo hay que hacerlo? El momento es cuando surge algo, una noticia que coincide con el discurso que convierte en corrupta o antigua a la monarquía. Las revelaciones sobre el rey Juan Carlos han ayudado mucho en este sentido. Si esto ocurre cuando ese partido o coalición está en el Gobierno, la ocasión no puede ser mejor. Controlando el Estado, al que previamente se ha colonizado, los medios y la educación, es solo una cuestión de tiempo que utilicen cualquier excusa para la transición a un nuevo régimen con la excusa de la República.
Si a esto se añade que el sistema está en crisis desde 2014, y que una pandemia ha hundido económicamente a un país que reclama soluciones prácticas pasando por encima de la ley y de la democracia, es posible que cuele la artimaña. No estaría de más el recordar, por tanto, que no es lo mismo la circulación de élites para regenerar un sistema, que cambiar un régimen para que se establezca una nueva oligarquía. No caigamos en la trampa.
*** Jorge Vilches es profesor de Historia del Pensamiento y de los Movimientos Sociales y Políticos en la Universidad Complutense.