A diferencia de la crisis anterior, el populismo emocional no acampa en plazas ni difunde manifiestos libertarios en las redes sociales contra el establishment político. Aquel 15-M, que respondía legítimamente a la fragilidad de las costuras de un sistema que mostraba síntomas inequívocos de fatiga estructural, ya no está. Ni va a estar.
Las élites adocenadas y percibidas en el imaginario populista como nichos de plutócratas con agenda oculta han sido sustituidas por otras élites conformistas e ineficaces, a las que sólo el gregarismo malsano puede justificar tras observar su evolución. Antes acampaban en la Puerta del Sol. Ahora campan en sus despachos oficiales mientras una buena parte de la sociedad deja pasar sus lunes al sol y con mascarilla.
En cambio, nadie de los que cebaban culturalmente el imaginario del populismo, basado en una intuición mórbida las más de las veces, graba ahora documentales mostrando la miseria económica, compone canciones desde el agitprop convertido en agitpop, ni eleva la voz al cielo, no sea que decaigan las ayudas públicas. Un final triste para la guerra cultural de los que solo saben tocar al compás de los suyos.
Una de las grandes diferencias entre las dos crisis es que los partidos críticos con el sistema forman parte ya del sistema. Pero no sólo forman parte de él, sino que en algún caso han emprendido un proceso de colonización de las instituciones y de eliminación de los contrapesos que se antoja extraordinariamente grave en términos de calidad democrática (medios de comunicación, Consejo General del Poder Judicial, entidades del tercer sector). Porque a través de la supresión de los contrapesos naturales de cualquier democracia liberal se desarrolla un proceso lógico de negación de la legitimidad de los oponentes y, a la par, se impone, al principio de modo sutil y después de modo explícito, una restricción de derechos y libertades.
Hay una combinación explosiva de agotamiento, ansiedad y odio que acelera la descomposición de la convivencia
Cuando los contrapoderes fueron puestos en cuestión por partidos como Unidas Podemos, ya que se consideraban irreflexivamente como deficientes, en vez de analizar las posibles vías de mejora han tomado la decisión de someterlos al control directo del Gobierno y de sus socios. Se podía intuir que esto ocurriría con el populismo de última generación, pero ingenuamente pensé que el socialismo de Felipe González, Alfonso Guerra, Javier Solana, Fernando Morán o Joaquín Almunia nunca lo permitiría.
El último paso en este proceso de degradación de la calidad de la democracia en España es la intolerancia, que, en su revés, supone una tolerancia inducida a conductas violentas que comienzan siendo de baja intensidad hasta que alcanzan, al final, un nivel muy elevado y descontrolado. Preocupa el retroceso autoritario que se vive en ambas esquinas de este patio de monipodio nacional, mientras el PSOE se alimenta irresponsablemente de esta cacería.
Qué daño han hecho a la democracia algunas series de televisión, que han convertido la política en un juego de mentes menguantes y narcisistas que han olvidado el nombre de su país, porque el único nombre que recuerdan es el suyo propio y el de la lista electoral en el que tienen que lucir.
La insatisfacción social provoca inevitablemente una crisis de confianza ciudadana. La incertidumbre sanitaria, económica y social no hace sino agravar el malestar con el funcionamiento del sistema político, abriendo cicatrices que no estaban suturadas en la crisis anterior. Hay una combinación explosiva en la sociedad de agotamiento, ansiedad y odio emergente que acelera compulsivamente la descomposición de la convivencia democrática.
Quien inflama la polarización desde los vestigios de un pasado que se cerró con el acuerdo constituyente es un irresponsable
La fragmentación política, además, no contribuye a la dilución del malestar sino que, bien al contrario, provoca una mayor radicalización y, por consiguiente, una mayor polarización. La estética de la batalla y la ética de la provocación han hecho explosionar el más preciado bien político que era la concordia a partir del pluralismo constitucional. El reconocimiento del otro desde la comprensión y la alternancia, nunca desde la destrucción y la repugnancia. La democracia retrocede sin remisión.
Y una gran responsabilidad de lo que está ocurriendo solo cabe imputarla al actual estado del socialismo español que nada tiene que ver con el socialismo de Estado de los años setenta y ochenta. Cuando veo en la tribuna del Congreso de los Diputados, un día sí y otro también, cómo el PSOE ha exhumado el espíritu del enfrentamiento para inhumar el espíritu de la Transición, pienso que estamos asistiendo al final de una etapa.
Quien inflama la polarización política desde los vestigios de un pasado que se cerró con el acuerdo constituyente es un auténtico irresponsable. Si para ganar el presente tienes que librar la batalla de los cementerios, no deberías tener presente ni futuro político. Sin embargo, hay que reconocer que la irresponsabilidad se ha transfigurado en una narración sugestiva para un público desentrenado en el estudio y la reflexión. Y que entre hooligans, imberbes de primera cerveza que compran cualquier subproducto ideológico, y supervivientes de partido, no se percibe ninguna reacción ante un error histórico de consecuencias imprevisibles.
Si a la falta de respuesta en las últimas décadas a la desafección territorial se le une ahora la reanimación de la dialéctica de la justicia histórica, no nos hemos enterado de nada. No nos hemos enterado de lo que pasó en 1977. No nos hemos enterado de las razones de nuestro crecimiento como país durante cuarenta años. No nos hemos enterado de quiénes somos. Y los que se han enterado y les da igual, porque su único propósito es detentar el poder, son unos insensatos.
*** Mario Garcés es diputado del PP por Huesca, portavoz adjunto del Grupo Parlamentario Popular y coordinador de asuntos económicos.