Sorprende una nueva invitación para hablar del tema catalán, que es el tema de España, que es el tema de su crisis territorial y de la unidad de su Estado. Parece a estas alturas mucho pedir a un auditorio hacer acopio de curiosidad para prestar oídos a algo acerca de lo cual todo parece dicho y redicho, mirado y remirado, vuelto y revuelto, las posiciones de cada cual sabidas y consabidas.
A veces, un problema que no ha dejado de inquietarnos empieza, sin embargo, a sernos motivo de hastío.
De modo que me esforcé en buscar un enfoque original. La solución, que confieso peregrina, fue toparme con esa expresión viejuna y algo vergonzante, por muy pisada en el lagar del régimen franquista: “Santiago y cierra, España”.
Como frase hecha resulta conocida. Su origen no lo es tanto. Cito en este punto la Wikipedia:
¡Santiago y cierra, España! es un lema de la tradición cultural española inspirado en un grito de guerra pronunciado por las tropas cristianas durante la Reconquista, en batallas como la de Navas de Tolosa y las españolas del Imperio y, en época moderna, antes de cada carga en ofensiva. En el corpus impreso del español aparece citado en el siglo XVII, en poemas y dramas de carácter histórico.
Los problemas de comprensión radican en la anfibología de la locución. Ya en El Quijote, el dicho deja perplejo a Sancho Panza, que se pregunta, con razón, si acaso España está abierta, y es menester cerrarla. Vayamos así por partes.
Lo primero se entiende: se invoca a Santiago de Zebedeo, apóstol y patrono de España. Luego viene cierra, voz militar que significa, informa el diccionario, trabar combate, embestir o acometer, cerrar la distancia entre uno y el enemigo. Pero también preparar la defensa, mandar que nadie abandone su puesto, evitar huecos que el enemigo por los que el enemigo pueda colarse.
Ese es el significado que conserva la expresión cerrar filas, cosa que, como sabemos por la prosa de los periódicos, hacen hoy, dos o tres veces por semana, los partidos políticos, milicias contemporáneas. Y está el apelativo final, España, que es esa cosa tan vieja que no sabemos si existe.
Propongo dejar a nuestro apóstol en su hermoso nicho compostelano y quedarnos solo con el sintagma y cierra España, suprimida también la coma del vocativo.
Y aquí mi tesis, o ocurrencia, es que en este sintagma se contienen los tres posibles finales para la crisis territorial española.
Es un final que a muchos nos desagrada, pero que hay que considerar. El separatismo gana. El nacionalismo gana
Primer final: Y cierra España, donde cerrar significa desaparecer. Como desaparece una tienda cuando cierra. Como cuando se dice “esa empresa entró en bancarrota, quedó sin existencias y cerró”.
Este es un posible final. Los países son mortales y España, viejo país, habría llegado al final de sus días. La vasta parte de la península que ocupa, el territorio, no se va ninguna parte. Lo que se disuelve es el Estado fraguado hace cinco siglos. Nos separamos en tres o cuatro o cinco o quien sabe cuantos nuevos jibarizados entes estatales.
Es un final que a muchos nos desagrada, pero que hay que considerar. El separatismo gana. El nacionalismo gana. Por cansancio de las fuerzas constitucionales y por crecimiento vegetativo de los votantes independentistas.
La fragmentación, que nadie lo dude, no se limitaría a Cataluña. Europa, en tareas de puericultora, se haría cargo de los nuevos estados poshispánicos y también de cubrir, en lo posible, la factura de la balcanización.
La disolución puede acarrear algún tipo de violencia, pero en una era posheroica como la nuestra, por áspero que fuese el proceso, creo que un estallido de violencia no se probable. España, como el fin del mundo en el poema de Eliot, terminaría con un suspiro y no con un estruendo, con muertos sólo en sentido figurado, como yo mismo, que me moriría de vergüenza por pertenecer a la generación que lo tuvo todo y lo echó a perder.
Vox es, antes que cualquier otra cosa, el Partido Nacionalista Español
Segundo final: Y cierra España, donde cerrar se aproxima a su viejo significado militar. Un cierre de filas entre los partidarios de España, por un lado, y los de la separación por otro, que prolongue la batalla política indefinidamente, en una de esas situaciones que se llaman de equilibrio catastrófico, en que nadie logra vencer.
La situación no sería exactamente la de ahora. Porque hasta hoy, la parte plenamente movilizada ha sido sólo la independentista. Fiados a la fortaleza del Estado, la parte españolista se ha movido poco, torpe y morigeradamente.
En este hipotético segundo escenario, el nacionalismo español pondría fin a su ausencia de décadas como fuerza política organizada. Ya lo ha hecho, por cierto, aglutinándose en torno a Vox, que es, antes que cualquier otra cosa, el Partido Nacionalista Español.
Y antes no, pero ahora sí, habría dos nacionalismos identitarios trabando batalla. En este escenario conjetural, Vox, si pierde los resabios neoliberales, podría perforar la bolsa de votantes de izquierda en la España rural, seduciéndolos con un discurso neoespañolista.
La Constitución de 1978 ya no sería punto de encuentro como hasta ahora. El consenso sería una cuerda rota por los dos cabos: de un lado, la segregación; de otro, un régimen que recuperara competencias para el gobierno central.
En este escenario de inconexión y enfeudamiento, sería difícil escapar a un declive económico general. El Estado de todos se convierte en un manojo malunido de juridisdicciones neofeudales, con cada facción encastillada en su rocafuerte autonómica hasta que el equilibrio se rompe por algún lado.
Los constituyentes pensaron que ese había sido su legado. El de dar salida no sólo al pluralismo ideológico, sino al geográfico
Tercer final: Y cierra España, donde cerrar significa completar, perfeccionar; no matar, sino rematar. La España del siglo XXI, por fin, concluye su fase constituyente, mantenida incautamente abierta desde 1978, y deja atrás su secular problema territorial. Se enfrenta a otros, comunes a los países del entorno. Pero su comunidad política cuaja definitivamente.
Ciertamente, los constituyentes del 78 pensaron que ese había sido su legado. El de dar salida no sólo al pluralismo ideológico del país, sino también al geográfico. En la fórmula del Estado autonómico se creía salvar la unidad en la diversidad, la conjugación de lo común con lo propio propia de nuestra constitución histórica.
En los años noventa y primeros dos mil había motivos para compartir ese optimismo. Pero la imprudente y, sobre todo, innecesaria, reforma estatutaria catalana, matriz de nuestro malestar, reabrió una cuestión que parecía superada.
Habrá quien piense que los lodos vienen de otros polvos: importa poco. La cuestión es saber si el cierre sigue siendo posible.
Desde la óptica de las élites del Estado esto supone reconciliarse con el pluralismo cultural y lingüístico del país (algo, desde mi punto de vista, ya logrado).
Desde la óptica de las élites catalanistas, dejar de buscar un encaje que ya se ha producido y querer arreglar lo que no necesita arreglo. Sentirse a gusto en España. Cesar en el reconcomio. Vivir felices de ser españoles y catalanes, sin tener que renunciar a ninguna rama de esa plurisecular tradición dual. Abstenerse de inducir en los catalanes una malsana hipocondría identitaria.
En este escenario, los ejércitos se desarman. Ya no tiene sentido ser españolista o ser catalanista porque España como comunidad vive tranquila en su ser histórico, y Cataluña como comunidad dentro de España, también: dos realidades completas y solapadas. Nuestros desvelos y energías se dirigen a la nueva realidad por construir, aún incompleta: Europa.
Huelga aclarar que este es el escenario que creo preferible. Al mismo tiempo, es el menos probable. La razón es que, por fuerza, implica una renovación del pacto transversal entre la izquierda, el centro y la derecha que hizo posible la Transición y al que la izquierda parece haber renunciado.
Insisto: la renuncia proviene de la izquierda.
Justificar esta afirmación exigiría bastantes líneas adicionales, pero baste como prueba provisional el hecho, repetidamente constatado, a nivel nacional y autonómico, de que, siempre que puede elegir, la izquierda española escoge como socio preferente de gobierno al nacionalismo subestatal.
El PSOE escogió vendimiar el poder buscando el pacto con partidos cuyo proyecto es romper la comunidad política
Para Podemos, la opción es explícita e intencional. La motivación del PSOE es incierta y suscita debate. Decir que la coalición de gobierno es ilegítima es afirmación tan peligrosa como falsa: haber defraudado promesas de campaña no impugna el hecho cierto de que el gobierno actual es fruto del respeto a las reglas de la democracia parlamentaria y por lo mismo plenamente legítimo.
Pero si es legítima, también es voluntaria. Desde 2016 a esta parte, el PSOE ha podido optar, buscar al menos, desde la oposición y desde el Gobierno, formas consociativas, transversales, el centroderecha, de dirección del país, con que serenaran la vida política y facilitaran una reforma consensuada de la Constitución, que cerrara la crisis territorial.
Pero escogió vendimiar el poder por otras vías, buscando el pacto con sus extremos, partidos que paladinamente expresan que su proyecto no es sino romper la comunidad política.
Es cierto que otros partidos tampoco han facilitado, en momentos decisivos, lo sé, esa gran entente. Ciudadanos y PP no se han ofrecido, o lo han hecho sólo intermitentemente, a formalizar esa gran alianza.
Pero ningún enroque tan imperturbable como el del PSOE, que desde los días del Pacto del Tinell mantiene un rumbo coherente de preferir la alianza con el enemigo remoto en desprecio del adversario próximo. El resultado de la perpetuación de esa alianza será no una reforma aceptada y aceptable por todos, sino una mutación subrepticia o una crisis constitucional de resultado incierto.
Cierre como disolución. Cierre como batalla. Cierre como madurez. Los tres escenarios que se avistan. Cierto que sería más llevadero sentarse a esperar el desenlace, observando los acontecimientos con la flemática curiosidad con que los miraría, ha dicho Arturo Pérez-Reverte, un cónsul inglés en Marruecos.
Lo intento a veces, sin éxito. Fui educado en la creencia de que decir España no es arrojar una palabra al vacío del sentido.
Me gustaría pensar que mi generación aún es capaz de eludir el ridículo de la historia, represar el caudal de energías moderadas y reformistas echado a perder tras la moción de censura de 2018, y proponerse una meta mejor que la de destartalar, con infundados pretextos, el venerable solar hispánico. Una meta tan simple y al mismo tiempo tan ambiciosa como la enunciada por Cánovas en cierta ocasión: la de continuar la historia de España.
[Esta tribuna recoge el contenido de unas palabras dichas el 1 de octubre de 2020 en Barcelona, a invitación del Círculo Ecuestre y propuesta del Club Tocqueville].
*** Juan Claudio de Ramón es escritor.