Es vox populi que Joe Biden será presidente de un único mandato. No porque, como vaticina el trumpismo más conspiranoico, vaya a saltar de la presidencia en algún momento de 2021 o 2022, fulminado por la carga de trabajo que acarrea la presidencia o finiquitado por algún complot del Estado profundo en favor de su vicepresidenta Kamala Harris. La verdadera presidenta en la sombra de los demócratas, según esta versión de la teoría conspiratoria.
Tampoco, aunque pueda parecer la opción más posible, por su edad (78 años).
En 2024, es cierto, Biden tendrá 82 años. Doce más que Donald Trump en 2016, cuando se convirtió en el candidato más viejo en asumir el cargo de presidente de los Estados Unidos.
[Durante la pasada campaña electoral, Trump se burlaba de Biden –de ahí sus bailes virales– caricaturizándolo como un anciano con demencia senil que confunde a los miembros de su propia familia y que tiene que pedir ayuda a su equipo para que le recuerden en qué ciudad se encuentra].
Ayer martes, el récord de Trump como el presidente de más edad que jamás asumió el cargo fue batido por Joe Biden. Es dudoso que esta nueva plusmarca sea superada jamás. No lo será, al menos, durante un largo periodo de tiempo.
Más probable es que Biden sea algo así como el último pájaro dodo de la época de los presidentes abuelos, el canto del cisne de la antigua política. Porque la experiencia ya no es un valor en la política moderna, sino más bien un obstáculo. Un vicio adquirido que debe ser corregido por aquellos que llegan a su primer sueldo público cargados de ideas para el modelado del hombre nuevo.
No es ese el caso de Biden, que en España sería considerado como un conservador moderado en la línea de Juanma Moreno o Alberto Núñez Feijóo. Tampoco el de Kamala Harris, una Begoña Villacís o una Inés Arrimadas americana, aunque bastante más dura que ellas en el terreno de la seguridad, como demuestra su historial como fiscal general de California.
Sí es el caso de otros políticos, y sobre todo políticas, demócratas.
Presidente de transición
Pero si en los Estados Unidos se habla de Biden como de un presidente de un solo mandato no es por ninguna de las razones anteriores, sino porque él mismo se definió, durante las primarias del Partido Demócrata que le convirtieron en candidato a la presidencia, como un "presidente de transición". Biden, de hecho, ha llegado a insinuar la posibilidad de no presentarse a la reelección en 2024.
Pero ¿de transición a qué? Esa es la pregunta clave que muy probablemente definirá parte de la presidencia de Biden.
En principio, de transición a una nueva generación de jóvenes políticos demócratas. Pero en esa categoría militan tanto Kamala Harris, su vicepresidenta, como Alexandria Ocasio-Cortez, que el 20 de enero de 2025, fecha de la próxima investidura presidencial, habrá cumplido ya los 35 años que exige la Constitución de los Estados Unidos para asumir la presidencia del país.
Es probable que Biden no tenga ninguna intención de interferir más allá de lo razonable en esa batalla por el futuro del liderazgo del Partido Demócrata. Y lo razonable será el apoyo de rigor a su vicepresidenta, a la que nadie en los Estados Unidos niega la etiqueta de principal candidata a su sucesión. Ya sea en 2024 o, menos probablemente, en 2028.
Esa, de hecho, sería la postura más razonable para Biden: la de perfil. Sobre todo a la vista de que coser el roto provocado en la sociedad americana por el trumpismo y por su imagen especular, pero igualmente populista y violenta, el antitrumpismo, le comerá buena parte de su tiempo como presidente.
Una oposición desactivada
Pero el eco de esa batalla sí resonará en su presidencia con el enfrentamiento entre el oficialismo de Kamala Harris, o incluso el de la senadora demócrata por Minnesota Amy Klobuchar, y el rupturismo radical de esa generación de jóvenes políticas histriónicas, perpetuamente iracundas y abogadas de las identidades raciales y sexuales a la que pertenecen Ocasio-Cortez, Ilhan Omar, Ayanna Pressley y Rashida Tlaib, conocidas popularmente, y no de forma gratuita, como El Escuadrón.
Es, de hecho, más probable que Biden sufra interferencias en su presidencia por la propia batalla en el seno del Partido Demócrata que por los ataques de los republicanos. Republicanos que se pasarán buena parte de los próximos cuatro años intentando recuperar, de la mano de Mitch McConnell, su líder en el Senado, a esos votantes que hace cinco años se definían como republicanos y que ahora se definen como trumpistas.
La edad de Joe Biden, y la evidente precariedad de su forma física y mental (el diario Wall Street Journal llegó a pedir que pasara un test de salud cognitiva) es, por cruel que esto pueda sonar, una invitación a la batalla por su sucesión. Y cualquier señal de debilidad, cualquier imagen que induzca a pensar en un posible problema de salud de Biden, espoleará esa batalla.
Un partido de elites
El discurso de investidura de Biden, correcto, pero vacío de cualquier contenido político mínimamente trascendente, no aportó mayores pistas sobre sus primeros pasos de calado, más allá de esas medidas meramente propagandísticas que todos los presidentes americanos reservan para sus primeros días de mandato. Tampoco era el discurso de investidura el lugar apropiado para anunciarlos.
Es conocido que Biden devolverá a los Estados Unidos a los Acuerdos de París contra el cambio climático y al seno de la OMS, a pesar del recelo que provoca la simpatía de esta organización por las tesis de la dictadura china respecto al origen de la pandemia.
Biden también suspenderá la construcción del muro en la frontera con Méjico y levantará el veto a los viajeros procedentes de países de mayoría musulmana. Se espera también una política bastante más intervencionista que la de Trump en su lucha contra la pandemia.
Es probable también que sus políticas vayan encaminadas en buena parte a recuperar a esos votantes de clase obrera de los grandes estados industriales que viraron hacia Trump en 2016 a medida que el Partido Demócrata se convertía de forma repentina en el partido de las elites económicas, mediáticas y culturales de las grandes metrópolis americanas.
Es decir, en un partido que ha olvidado al obrero industrial blanco (el origen de todos los males provocados por el patriarcado, el machismo, el sexismo y el colonialismo, según el populismo woke) en favor de ese lector o de esa lectora del New Yorker y el Washington Post cuya vida transcurre entre Whiskas, Satisfyers y Lexatines.
No habrá revoluciones
Nadie espera de Joe Biden una presidencia espectacular. Tan plana y de transición se espera que sea su presidencia que quizá sea esta su mejor baza. Con no ser Donald Trump y permitir que Kamala Harris ocupe todas las portadas posibles del Vanity Fair, Biden ya tiene media presidencia hecha.
Apuesta personal: el cambio se percibirá más en la forma que en el fondo. Al tiempo.
Lograr que las milicias de extrema derecha (Proud Boys, Oath Keepers, Boogaloo Boys) y los grupos violentos de extrema izquierda (Black Lives Matter, antifa) desaparezcan de la primera plana de los diarios sería también un éxito para Biden. Pero veremos si el Partido Demócrata está dispuesto a dejar de patrocinar a sus milicias de la porra, sobre todo ahora que estas piden venganza contra medio país. El que ha perdido las elecciones.
Algo más fácil lo tendrá el Partido Republicano en este sentido, aunque sólo sea porque los mencionados Proud Boys, Oath Keepers y Boogaloo Boys son hijos de Trump, no estrictamente suyos. "No es mi circo, no son mis monos" podrán responder los republicanos cuando se les pregunte sobre esas milicias. "El jefe de pista sigue siendo Trump". Y será verdad.
El resto se dará por añadidura. Como decía ayer EL ESPAÑOL en su editorial, a Joe Biden le corresponde ahora llevar a cabo la promesa de Donald Trump: hacer América grande de nuevo.