En medio de una nada de arena y polvo, donde cualquier atisbo de vida era pura anomalía, un puñado de insensatos legionarios, entre ellos unos cuantos republicanos españoles, tomaron el fuerte libio de Koufra, derrotando a las tropas fascistas italianas tras más de 650 kilómetros de marcha.
A las pocas horas, Philippe Leclerc de Hautecloque proclamó el juramento que definiría el objetivo final de la lucha de la Francia libre de Charles de Gaulle contra el nazismo: “Juramos no abandonar las armas hasta que nuestros colores, nuestros bellos colores, floten sobre la Catedral de Estrasburgo”.
Bien se ha dicho, en innumerables ocasiones, cómo a la civilización siempre la salva al final un pelotón de soldados. Pero hoy, lejanas las epopeyas bélicas, la última trinchera es una escuela, y un profesor la última esperanza.
En Francia mataron a uno hace meses y Emmanuel Macron, que es el único líder que nos queda o que al menos pretende serlo, le dedicó un homenaje de Estado. Pues un profesor que muere por defender la libertad de expresión es un ciudadano que muere por defender todo lo que hemos sido, somos y podemos ser.
Para que el hombre fuese hombre, para que la dignidad, que le es propia por naturaleza, fuese ley, tuvieron que nacer los ilustrados y rodar muchas cabezas. Al final, de la sangre que regó los surcos de los campos de Francia surgió un hombre y un mundo nuevo que, heredando la historia del continente, creó una civilización hija de Grecia, de Roma y de la tradición judeocristiana: el hombre por encima de dioses, reyes o tiranos. El individuo como expresión máxima de la existencia.
Francia está sola en esa lucha: es lo único que nos queda en un continente donde sólo cuentan los números y los 'tontos por ciento'
La debilidad de las democracias liberales trajo a Europa el fantasma del totalitarismo. El nazismo y el comunismo fueron derrotados. Pero, décadas después, en una civilización acomodada y decadente se ha infiltrado el virus de un nuevo fascismo. Un islamismo radical que no es otra cosa que un totalitarismo teocrático que pretende someternos y destruir todo lo que somos.
Hoy, Francia está sola en esa lucha, para lo que se reafirma en sus valores, que son los de Europa. Y, a pesar de sus contradicciones y defectos, parece que es lo único que nos queda en un continente donde sólo cuentan los números y los “tontos por ciento”.
El populismo, fenómeno político propio de nuestros días, una ideología para analfabetos en una sociedad sin cultura política, ha calado hasta los huesos en Occidente, desde Donald Trump hasta Pablo Iglesias, y empieza a incendiar las calles y los Parlamentos en un impulso destructor con el que sólo se pretende reinar sobre las cenizas.
La crisis sanitaria ha remarcado más que nunca la desunión de una Europa, nacida de la II Guerra Mundial para ser el futuro, que cada vez pinta menos en un mundo globalizado. Estados Unidos, de vuelta de sí mismo, deja más espacio que nunca a las potencias herederas del comunismo. Lo peor de la tradición totalitaria, unido al capitalismo más salvaje. La negación del individuo como espoleta de una nueva esclavitud.
España, lejos de unirse al vecino en la batalla de la libertad, dedica su tiempo a destruirse a sí misma en medio de su mayor prueba. El peor Gobierno y la peor generación de políticos en el peor momento. El virus ha desenmascarado a una Unión Europea que es una pura farsa política, al igual que ha mostrado al mundo una España más invertebrada que nunca, carente de un proyecto nacional.
Persiguen perpetuar tensiones artificiales, mantener en el poder a unas elites que son las únicas responsables de la agitación
La “unidad de destino en lo universal”, poética definición de nación que le copiaron a José Ortega y Gasset, es hoy un conglomerado de regionalismos que persiguen acrecentar las diferencias para perpetuar tensiones artificiales que nos destrozan. Su objetivo es mantener en el poder a unas elites dirigentes que son, a la postre, las únicas responsables de la agitación y del odio entre nosotros.
Arturo Pérez-Reverte subió a Twitter hace tiempo varias fotos de combatientes de las dos Españas en el frente de Teruel: la misma cara de hambre, de dolor, de cansancio, de desesperanza… Ningún detalle, ni siquiera los harapos, nos permiten deducir si son de un bando o de otro. Todos son españoles sufriendo, llevados al extremo por aquellos que, mientras ellos tragaban sangre y polvo, caminaban sobre moqueta.
Tras los mejores 40 años de nuestra historia, con una libertad y un desarrollo económico sin parangón, la crisis sanitaria ha facilitado el escenario perfecto para el definitivo ataque a la España del 78. La única que ha garantizado la concordia en los últimos siglos de nuestra existencia.
Mientras se moría una generación de españoles, abandonados a su suerte en las residencias por una sociedad que les debe todo, hemos asistido impasibles a ataques furibundos contra la Jefatura del Estado y el Poder Judicial, mientras el Poder Legislativo queda controlado y arrinconado con la excusa de la pandemia, y la violencia germina avivada por parte del propio Gobierno.
Como Raúl del Pozo, cuando le coge el teléfono al Emérito, solo me queda exclamar: “¡Viva la república… francesa!”.
*** Cristóbal Villalobos es historiador y escritor.