Decenas de personas se congregaron hace pocos días a las puertas de Estados Unidos para pedir de rodillas que se inicie su proceso de asilo humanitario. Son sólo unos pocos de los miles que intentan llegar al país y que piden a la administración estadounidense lo que sus gobiernos no les dan. Protección.
Es frecuente hablar de la crisis migratoria en Estados Unidos desde el punto de vista de las tensiones internas provocadas por la gestión del flujo de personas y su indudable responsabilidad en esta situación.
Sin embargo, es menos frecuente hablar sobre la responsabilidad de los gobiernos de El Salvador, Honduras y Guatemala en los procesos migratorios masivos.
Donald Trump forzó a Guatemala a convertirse en país seguro, un eufemismo que retenía allí a los migrantes para evitar que alcanzaran la frontera, igual que ocurre con México. No son países seguros aquellos de los que tienen que huir sus propios ciudadanos.
¿Por qué huyen los ciudadanos de los países del triángulo norte? Básicamente, por pobreza e inseguridad. La falta de oportunidades y las privaciones físicas son flagrantes. En estos tres países, 7,3 millones de personas están en situación de inseguridad alimentaria.
Además de ello, muchos viven en situaciones de violencia continua. Dramático es el caso de los niños y de sus familias que ponen rumbo al norte para no ser reclutados por las famosas maras.
En 2019, casi el 10% de las solicitudes de asilo en España correspondía a ciudadanos de El Salvador y Honduras
En los últimos años, las solicitudes de asilo siguen aumentando y las Naciones Unidas calculan que unas 500.000 personas son objeto de desplazamiento forzado en la región.
No sólo buscan asilo en los Estados Unidos o México. De hecho, en 2019, casi el 10% de las solicitudes de asilo en España correspondía a ciudadanos de El Salvador y Honduras.
Las maras son una expresión de la incapacidad del Estado para controlar el territorio, pero también para gestionar y proveer de bienes públicos a los ciudadanos de sus países.
Nacidas a raíz de la exclusión de los migrantes centroamericanos en California, las maras viajaron de regreso, deportadas, y consiguieron implantarse en sociedades rotas tras la guerra civil y la nula trasformación social durante el regreso a la democracia. El narcotráfico, el delito común y la extorsión se encargaron de nutrirlas.
La inseguridad es, por supuesto, una de las principales preocupaciones de los ciudadanos de estos países. Sólo alguien que haya vivido en una situación de extrema criminalidad sabe cómo se pueden dificultar los actos más sencillos del día a día y el coste que impone sobre las relaciones sociales y la economía.
Por eso es importante volver a la pregunta inicial. ¿Por qué los gobiernos no responden al flagelo que atormenta a sus ciudadanos? La respuesta a la inseguridad es el centro de cada campaña electoral y, de hecho, los tres gobiernos de los tres países antes mencionados han llegado al poder con soluciones de mano dura para restablecer el orden.
Aunque con matices, las políticas de mano dura se caracterizan por hacer énfasis en el encarcelamiento masivo de los criminales, por el endurecimiento de las penas y la tipificación de los delitos, y por el fortalecimiento de los cuerpos de seguridad y de su capacidad de acción militar y legal.
En las elecciones de Guatemala se planteó incluso una inviable activación del mecanismo de pena de muerte
Medidas que parecen justas a primera vista, pero que tienen un mal encaje y pocos resultados en contextos en los que la violencia y la criminalidad están férreamente arraigadas en las carencias del Estado.
Más que instrumentos dentro de un paquete de transformaciones, esas propuestas se convierten en el eje de un discurso populista, de soluciones rápidas, pero poco eficaz a la luz de años de evidencia.
Alejandro Giammattei, presidente de Guatemala, prometió declarar a las maras grupos terroristas. En las elecciones de este país se planteó incluso una inviable activación del mecanismo de pena de muerte.
Entre tanto, el país se deshizo del mecanismo multilateral de lucha contra la corrupción. Un mal que lo corroe y que está en la base de su historia de violencia y cooptación criminal.
Juan Orlando Hernández, presidente de Honduras desde 2014, también planteó medidas de mano dura en su primer mandato. En el segundo parece estar más ocupado lidiando con las acusaciones en su contra por favorecer a narcotraficantes.
En el caso de El Salvador, el partido de su presidente Nayib Bukele, que ha conseguido hacerse con el control total del Parlamento en las recientes elecciones, también se ha centrado en su propuesta de mano dura. Valga apuntar que Bukele, antes de controlar legítimamente el parlamento, lo invadió en 2020, acompañado del ejército, cuando los parlamentarios se negaron a aprobar un préstamo para su estrategia de seguridad.
El mandatario milenial y opositor a los partidos tradicionales Arena y FMLN usa intensivamente las redes sociales y en el último año las ha llenado de imágenes de las durísimas condiciones de control sobre los mareros retenidos en las prisiones. Todo un llamado a los organismos de derechos humanos.
La violencia en El Salvador es multicausal y las estructuras armadas, variadas
Sin embargo, la bajada en los datos de homicidios en el país ha fructificado en su triunfo electoral. El pasado mes de enero registró el menor número de asesinatos de los últimos 30 años. Una tendencia sostenida desde 2018.
Cabe preguntarse si la bajada en los homicidios es resultado de la estrategia de Bukele o si hay algún otro factor explicativo. La respuesta no es fácil, porque la violencia en El Salvador es multicausal y las estructuras armadas, variadas.
En general, la punitivización ha hecho que las cárceles estén llenas, pero que las estructuras continúen funcionando desde el interior de estas. En algunos casos, fortalecidas. Bukele ha hecho énfasis en incomunicar con el exterior a los internos y cortar sus finanzas. Puede que la estrategia sea efectiva. Sin embargo, no es fácil adjudicarle el cambio de tendencia de los homicidios.
En el pasado, la disminución de los asesinatos se produjo cuando las maras pactaron no matarse esperando obtener beneficios del Gobierno. En general, ellas tienen el control del grueso de la violencia. Bukele ha arremetido radicalmente contra los partidos tradicionales por haber negociado estas treguas.
El problema es que, para que se genere un cambio sostenible, El Salvador necesita mucho más que disminuir los homicidios.
Los salvadoreños siguen huyendo del país y buscando asilo. Las estructuras de control fáctico siguen haciendo presencia en el territorio, cobrando extorsiones, incorporando forzosamente a los niños y ejerciendo violencia sexual contra las niñas y las mujeres. Además, están reajustándose al escenario de pandemia.
Por ello, los cambios tienen que ir más allá del centro de las ciudades y pasan por garantizar la protección de todos los ciudadanos, la trasparencia y el Estado de derecho.
Este último es la mayor de las preocupaciones frente a la estrategia de Bukele. Su control de la pandemia, su política de seguridad y su estilo de gobierno, ahora fortalecido por el control del Parlamento, hacen temer por una deriva autoritaria que profundice males estructurales que alimentarán la violencia del futuro.
El triángulo norte mira a El Salvador mientras sus nacionales siguen buscando protección muy lejos de sus hogares.
Bukele cuenta con un crédito democrático que bien hará en devolver, protegiendo de las muchas amenazas (entre ellas el deterioro de la democracia) que penden sobre sus ciudadanos. Ciudadanos que, por ahora, siguen de rodillas en la frontera.
*** Erika Rodríguez Pinzón es doctora en Relaciones Internacionales, profesora de Ciencias Políticas de la Universidad Complutense de Madrid y coordinadora de América Latina en la Fundación Alternativas.