Sobre la necesidad de control del indulto
"Que la Constitución sea lo suficientemente abierta en su interpretación como para enfurecer a todos los americanos es parte de su longeva brillantez" (Dahlia Lithwick)
Una consulta realizada al negociado del Ministerio de Justicia en el que se tramitan y resuelven las peticiones de indulto solicitadas a favor de los condenados por sentencia firme ha sido suficiente para confirmarnos que el derecho de gracia sigue funcionando hoy por hoy, en la práctica, como mecanismo de indulgencia.
No obstante su comedida concesión (solo el 1% de los expedientes tramitados entre los años 2018 y 2020 se despacharon positivamente), el derecho de gracia pervive como una institución eficaz a pesar de perderse sus orígenes en la noche de los tiempos, en los albores de las primeras expresiones del uso de la clemencia por los poderes públicos, en el seno de la convivencia organizada entre los hombres.
En efecto, la potestad de ejercer el derecho de gracia es una de las instituciones que, de manera residual, el Estado contemporáneo ha heredado del Antiguo Régimen. En este, se configuraba como un instrumento paralelo a la potestad del soberano de enervar la eficacia de los actos normativos dispensando a sus destinatarios de su obligada observancia.
La Constitución Española, alineada con el resto de las monarquías parlamentarias europeas, reserva al monarca la potestad de conceder indultos particulares de manera similar a como en las Constituciones republicanas se encomienda su ejercicio al presidente de la República.
En nuestra Carta Magna, sin embargo, su tramitación se asigna al Ejecutivo. En concreto, al Ministerio de Justicia, organismo que eleva al Consejo de Ministros la propuesta para su resolución.
Sin embargo, es evidente que la potestad de gracia se sigue formulando de manera disruptiva como una quiebra del principio de división de poderes al invadir el Ejecutivo prerrogativas que sólo al Judicial le debieran estar atribuidas en la medida en que sólo a este, por mandato constitucional, le corresponde en exclusiva el ejercicio de la potestad jurisdiccional, “juzgando y haciendo ejecutar lo juzgado”, conforme a lo dispuesto en el artículo 117.3 de la Constitución Española.
Todo sistema democrático debe exigir un control exterior, periférico o ad extra de los actos de gobierno de sus órganos rectores
Llegados a este punto, debe resaltarse cómo el ejercicio del derecho de gracia (concebido históricamente como un acto franco y graciable, dispensado de toda regla y, en consecuencia, reacio a dejarse someter a cualquier control al no estar sujeto a pauta alguna) está revestido de una serie de connotaciones de difícil maridaje con los postulados reconocidos en la Constitución. Y, particularmente, con la realización adecuada de los valores de justicia e igualdad proclamados en su artículo 1.
En cualquier caso, sea como fuere, admitida la vigencia del indulto, no puede dejar de reconocerse que todo sistema democrático debe exigir un control exterior, periférico o ad extra de los actos de gobierno de sus órganos rectores. Control derivado, precisamente, de la ineludible necesidad de justificar su emisión. Lo que debe inevitablemente conducir a la preceptiva motivación de sus resoluciones.
Y es que el hecho de que el ejercicio del derecho de gracia, por su propia naturaleza, continúe configurándose en nuestros días como una institución esencialmente discrecional respecto a la oportunidad y amplitud de su concesión, no debe desdeñar la exigencia de un control legal sobre la razonabilidad de su determinación.
Como consecuencia de ello, la posibilidad de la clemencia individual no puede comportar de ninguna manera un pasaporte ni una licencia en blanco, ni menos una habilitación sin límites al Ejecutivo en la utilización de este delicado mecanismo.
Sin embargo, ni el decreto regulador del indulto, otrora, ni la propia Constitución, ahora, han establecido límite alguno para el ejercicio del derecho de gracia. Lo que no significa que este se puede ejercitar de manera indiscriminada, sin la necesaria justificación y menos con la utilización de fórmulas passe-partout como las empleadas por lo común de manera regular por los poderes públicos.
En definitiva, el ejercicio del derecho de gracia, como cualquier otra resolución emanada de los poderes públicos, deberá necesariamente explicarse de manera razonada y razonable. A mayor abundamiento, cuando sólo puede concebirse como una medida excepcional destinada a remediar situaciones igualmente excepcionales.
El tribunal sentenciador se constituye en el primer filtro con la emisión de su preceptivo informe no vinculante
El artículo 25 de la ley de 18 de junio de 1870, reguladora del ejercicio de la gracia de indulto, establece las pautas conforme a las cuales el tribunal sentenciador deberá informar al Ministerio de Justicia acerca de la oportunidad de la aplicación de la gracia.
Deberá además fundar su dictamen respecto a la procedencia o improcedencia del indulto sobre la base de que concurran “razones de justicia, equidad o utilidad pública”. Amén de otros condicionamientos entre los que merece destacarse: “La conducta posterior a la ejecutoria y especialmente las pruebas o indicios de su arrepentimiento que se hubiesen observado”.
Partiendo de los planteamientos expuestos, el tribunal sentenciador (oída la propia fiscalía y la parte ofendida, en su caso) se constituye en el primer filtro con la emisión de su preceptivo informe no vinculante al advertir al órgano decisor respecto a la concurrencia o inconcurrencia de los presupuestos condicionantes para la concesión de la gracia, llegando a vetar al Gobierno la posible concesión de un indulto total si, a su entender, no concurren las razones anteriormente apuntadas.
Sin embargo, es obvio que con estas líneas no nos estamos refiriendo a un control previo a su decisión. En el caso del indulto, su ejercicio por el Gobierno debe ser objeto de un oportuno control posterior. Y ello porque, en cualquier caso, la discrecionalidad como facultad del mismo no es patrimonio exclusivo de la Administración, sino de cualquier organismo público con capacidad decisoria (y, en consecuencia, de elegir entre varias soluciones, en principio todas aptas e incluso polivalentes).
Así las cosas, podría afirmarse que el ejercicio de la gracia, funcionalmente hablando, tal y como aparece diseñado en nuestro ordenamiento, es un acto administrativo sui géneris de naturaleza gubernamental. Y ello sería así porque, en realidad, la gracia, en su concepción jurídica, y aunque dista mucho de ser un simple acto puramente administrativo, permite utilizar para su control todos los presupuestos de este.
Aunque la ley reguladora del ejercicio de la gracia de indulto del año 1870 sólo establece en su artículo 30 que el otorgamiento deberá adoptar la forma de Real Decreto, y no efectúa mención alguna respecto a su motivación, nada empece para su obligada vigencia en el actual marco de garantías previsto por la Constitución.
La utilización del indulto como medida de gracia debe ser objeto de exquisita cautela, así como del correspondiente control jurisdiccional
La omisión del legislador de tal advertencia, en efecto, no puede prevalecer sobre lo establecido en la norma general. Y más en concreto en el artículo 35 de la ley 39/2015, de 1 de octubre, de procedimiento administrativo común de las Administraciones públicas, con la exigencia de que: “Serán motivados, con sucinta referencia de hechos y fundamentos de derecho: a) Los actos que limiten derechos subjetivos o intereses legítimos (…) así como: c) Los actos que se separen del criterio seguido en actuaciones precedentes o del dictamen de órganos consultivos”.
Tratándose de un acto del Gobierno y revistiendo tal forma, corresponderá la correspondiente reclamación a la jurisdicción contencioso-administrativa de acuerdo con lo establecido en el artículo 26.1 de la Ley del Gobierno: “Los actos del Gobierno y de los órganos y autoridades regulados en la presente ley son impugnables ante la jurisdicción contencioso-administrativa, de conformidad con lo dispuesto en su ley reguladora”.
En este punto, merece traerse a colación (a título meramente de ejemplo) la sentencia de la Sección Sexta de la Sala de lo Contencioso del Tribunal Supremo, de fecha 20 de febrero de 2013, en el conocido asunto relacionado con el indulto concedido al banquero Alfredo Sáenz, anulando el mismo, al excederse el Gobierno en su aplicación, extendiéndolo a sus antecedentes penales, circunstancia esencial cuya existencia le impedía seguir trabajando en el sector bancario.
Sin embargo, merecen destacarse las acotaciones autoimpuestas por la misma Sala a raíz de la sentencia 20/11/2013 de la Sección Tercera (en el denominado caso del kamikaze) por las que, no obstante anular el indulto decretado por el Gobierno, se limitó a dejar sin efecto únicamente sus aspectos procedimentales, al entender que carecía de competencia para revisar su decisión de indultar, en consideración a su naturaleza discrecional, devolviendo la pelota a su tejado para que justificara las razones determinantes de su decisión, respecto de las cuales no se había pronunciado en el real decreto.
En consideración a lo expuesto, para la resolución de la eventual impugnación del indulto, será competente la Sala de lo Contencioso-Administrativo del Tribunal Supremo, de conformidad con lo establecido en el artículo 58 de la LOPJ que adjudica a esta la competencia en la vía ordinaria para conocer en única instancia de los recursos de tal naturaleza interpuestos contra actos y disposiciones del Consejo de Ministros.
Sin perjuicio de la depuración de su decisión (como último remedio) ante el Tribunal Constitucional, a través del recurso de amparo en relación con la posible vulneración de los derechos fundamentales recogidos en los artículos 14 a 29 y 30.2 de la Constitución Española.
En conclusión, la utilización del indulto como medida de gracia debe ser objeto de exquisita cautela, así como del correspondiente control jurisdiccional, tanto desde sus aspectos formales acerca de la concurrencia de los requisitos y presupuestos exigibles para su concesión, como de fondo desde una perspectiva estrictamente constitucional.
En ese orden, el órgano idóneo para controlar definitivamente la labor del Ejecutivo en la aplicación del derecho de gracia deberá ser el propio Tribunal Constitucional, pronunciándose sobre la suficiencia de la motivación de la resolución, con el fin de evitar extralimitaciones que puedan devenir en un acto injusto o arbitrario y, en consecuencia, vulnerar lo dispuesto en la Carta Magna.
*** Fernando Sequeros Sazatornil es jurista y exfiscal del Tribunal Supremo.