En los últimos días, y con el aparataje propio de las grandes ocasiones, que se sirve de editoriales de diarios de gran tirada, se ha retomado la campaña de presión para que los vocales del Consejo General del Poder Judicial y su presidente dimitamos. Y digo bien cuando aludo a que la operación se ha retomado, porque no es nueva.
Esto es algo que esta semana le he recordado a una periodista con la que tuve una conversación apenas dos días antes de que el último intento de acuerdo de renovación se viniera abajo.
Con los pactos de renovación me pasa como con las oleadas de Covid, que no sé en cuál estamos: ya no recuerdo si fue el tercer o cuarto intento de acuerdo de renovación, así que lo dejo en el último, cuando el nombre del magistrado De Prada irrumpió en escena de forma inesperada y sine qua non, y el clima de concordia se enrareció de manera abrupta. Le dije entonces a la periodista, antes de que nada de eso sucediera, que el acuerdo estaba a punto de venirse abajo. Su risa perpleja en el teléfono fue sincera. ¿Cómo iba a venirse abajo un acuerdo convenientemente filtrado en casi todos sus puntos, incluida la satisfacción de los negociadores? Ahí dejamos la conversación y dos días después pasó lo que pasó.
Cuando el acuerdo se vino abajo, la periodista me llamó. No sé si andaba picada, porque es una persona muy cordial, pero dejó traslucir que se maliciaba que yo sabía algo que no le había querido contar. Y le expliqué que no sabía nada, sencillamente había leído la partitura con las concretas notas de la melodía que sonaba en ese momento, que a cada paso era más melismática: el CGPJ se había convertido en el campo de batalla político que nunca debió haber sido, y con ser su actual configuración rechazable desde la perspectiva europea por su inevitable apariencia de riesgo de politización, esa politización era incluso insuficiente para algunas fuerzas políticas. El sector de izquierda radical instalado en el Gobierno no quería ningún acuerdo.
Para ese sector, una Justicia independiente no sometida al poder político era inconcebible porque era inconveniente para su experimento político y social: la función del Poder Judicial no podía ser controlar que el Poder Ejecutivo se someta al Estado de Derecho, sino ser una parte de la correa de transmisión de sus políticas, y para eso los jueces debían ser afectos al régimen. El Poder Judicial, por lo tanto, tenía que ser un poder político más y también su gobierno propio. Aunque, naturalmente, un poder subordinado.
Aprendí que un centinela jamás abandona el puesto hasta que se le releva y pasa la consigna a su relevo
Con esa lectura era fácil concluir que ese sector no quería ningún acuerdo. sino esa proposición de ley, aún no muerta del todo, con la que los miembros del CGPJ se nombrarían con unas mayorías mínimas que permitirían que la institución fuese una representación de los grupos parlamentarios de apoyo al Gobierno. También era fácil concluir que ese sector reventaría la negociación para intentar volver a esa proposición de ley. Cómo era algo que se me escapaba, porque la maldad anima la imaginación con alternativas infinitas, pero que eso sucedería era algo que me parecía inevitable. Y sucedió.
¿Y ahora qué? Esa fue la siguiente pregunta de la periodista, tan obvia cómo razonable. Lo veía difícil. La salida exigía generosidad y, entiéndaseme, no en el plano altruista de los buenos sentimientos, sino en el inteligente de la buena política, que exige no decir cosas que impidan al contrario recomponer su relato frente a su electorado, y eso es algo que inevitablemente pasa cuando se afirma que no se piensa mover ni una sola coma sobre lo que hay actualmente. Cuando el contrario ha expuesto argumentos jurídicos sólidos que avalan que el Derecho de la Unión Europea exige cambios, afirmar que no se va a mover ni una coma impide que pueda haber un acuerdo, porque eso es tanto como forzar a que el otro término de la negociación aparezca ante su electorado como el cómplice de una situación irregular.
Además de verlo difícil, era pesimista. Si, no ya un aficionado, sino un simple espectador como yo era capaz de percibir lo que algún político supuestamente experimentado no era capaz de ver o, peor aún, le daba igual, eso era síntoma de que la política había tocado fondo y que las soluciones estarían en otro sitio, probablemente en la antipolítica. Y ahí le anticipé que una de las tácticas de antipolítica posibles sería rescatar un argumento ya utilizado antes: el problema no era la incapacidad demostrada de ejercer la política con acierto, sino los aprovechados de los vocales y su presidente, que no dimitían.
Habiéndole enseñado esa esquina del capote, la última pregunta de la periodista era inevitable. ¿Dimitiría yo? No, no lo haría. Reconozco que la explicación me produce un placer malsano, porque sé que es difícil que se me entienda a pesar de que lo que digo es cierto, o precisamente porque lo es. Le expliqué que no es que no quisiera dimitir, es que no podía hacerlo: yo había hecho el servicio militar dos veces, una a los 20 años, cuando me lo exigieron, y otra a los 50, cuando quise y me incorporé a la reserva voluntaria de las Fuerzas Armadas. Aprendí que un centinela jamás abandona el puesto hasta que se le releva y pasa la consigna a su relevo. Abandonar el puesto, faltar a la responsabilidad comprometida, se castiga muy severamente.
Hasta ahora lo único que se ha degradado es la política, no el CGPJ
Eso, que está dicho en tono más o menos épico en las Reales Ordenanzas para las Fuerzas Armadas, es, en realidad, lo común. El presidente del Gobierno saliente no se va el día de las elecciones: le enseña La Moncloa al entrante y hasta le explica la antigüedad del colchón por si quiere cambiarlo, que hay gente con mal dormir en previsión de amistades que le van a quitar el sueño. Un ministro no se va del Ministerio hasta que llega el siguiente y le da la maletita y le explica dónde están los papeles y lo que hay pendiente. Un Parlamento hace lo mismo: hasta que llegan los nuevos parlamentarios, la Diputación Permanente continúa en funciones. Incluso si el rey se inhabilita se nombra una Regencia.
Y eso es también lo que está en la Ley Orgánica del Poder Judicial cuando su artículo 570.2 prevé que el Consejo saliente continúe en funciones hasta que sea relevado por el entrante, lo que es tanto una facultad como una obligación para impedir un inasumible vacío de poder. Estaba en la Ley cuando me incorporé al Consejo y ahora no puedo fingir que lo ignoro. Eso lo dejo para los que pueden permitirse el lujo de la ignorancia.
Los vacíos de poder sólo se conciben en situaciones de degradación absoluta y hundimiento de las instituciones y, a mi modo de ver, hasta ahora lo único que se ha degradado es la política, no el CGPJ. De hecho, y como contraste ante tanta incapacidad, creo que la responsabilidad de sus miembros lo fortalece.
Es seguramente por eso que, siendo varios los CGPJ que han visto retrasada su renovación, no existen precedentes de dimisiones en bloque irresponsables, ni tan siquiera en la renovación del año 1996 de la que ayer proporcionó una versión fabulada su expresidente. Sería bueno contar correctamente cómo se produjo esa renovación para no animar conductas irresponsables. Y seguramente es por eso también que hasta en el preámbulo de la reciente Ley inconstitucional que ha privado al CGPJ de una parte de sus funciones se acaba reconociendo que la privación no puede ser total, porque resulta indispensable que siga cumpliendo sus funciones para asegurar el gobierno y buen funcionamiento de juzgados y tribunales.
Admito que no se entienda por qué alguien hace el servicio militar dos veces. O por qué se incorpora durante unos años a la Comisión Permanente del CGPJ y aparca durante ese tiempo su vida profesional y hasta la personal y reduce drásticamente sus retribuciones. Más aún, acepto que no se entienda por qué estoy dispuesto a soportar, otra vez, los graves insultos que ya se me dirigieron en redes sociales y algunos medios de comunicación con la primera campaña de acoso político-mediático de presión para forzar una dimisión que no es otra cosa que la coartada para eximir de la responsabilidad política a quien no es capaz de propiciar el acuerdo previsto en la Constitución. En definitiva, admito que no se entienda que alguien hace lo que hace por puro sentido del deber.
Y lo admito porque mucho me temo que estamos condenados a vivir sin entendernos: yo tampoco entiendo que, ante el fracaso de la política y los políticos, haya quien no exija su responsabilidad y la traslade a otros. Y menos aún entiendo cómo pueden hacerse y exigirse planteamientos irresponsables de abandono de las instituciones y generación de vacíos de poder admitiendo, al mismo tiempo, que es perfectamente posible que el acuerdo siga sin alcanzarse y que eso no provoque otra cosa que la destrucción de la institución. En definitiva, no entiendo cómo no se puede ser consciente de la actitud irresponsable que implican semejantes planteamientos.
Sí comprendo, sin embargo, aunque no lo comparta, que algo semejante pueda pedirse a otros cuando quien lo pide no va a asumir la responsabilidad de las consecuencias de lo que propone. Pero lo que no entiendo es que después se pueda conciliar el sueño, aunque quizás sólo sea cosa de acostumbrarse. Yo no podría.
*** José María Macías es abogado, juez en excedencia y vocal del Consejo General del Poder Judicial.