Uno de los asuntos más graves de estas últimas semanas, por el asunto en sí, pero también por el lugar llamado a ser espacio de libertad donde se produjo, fue el ataque a un grupo de alumnos de S’ha Acabat! (y algún heroico profesor que acabó por los suelos) en la Universidad Autónoma de Barcelona por parte de independentistas catalanes. Agresión producida mientras se coreaba alegremente ese deseo tan propio de las hordas etarras (que luego cumplían) de que no quedara ninguno.
Más sintomático todavía fue que en el parlamento catalán, al día siguiente, la portavoz de la CUP, Eulàlia Reguant, proclamó “antifascistas siempre” (en catalán, claro) como resumen del lado en que se posicionaba su partido.
Si Gurb, aquel mítico personaje de la novela de Eduardo Mendoza, hubiera bajado esa mañana de su nave espacial a pasear nuevamente por Barcelona desconociendo la ponzoña de la vida política española, al escuchar la repulsa del fascismo que hacía la representante pública, habría creído que el apoyo de la CUP se refería a las víctimas y no a los violentos. Sin embargo, para sonrojo de la democracia, era todo lo contrario.
No han sido los únicos casos. La reciente alianza de paz entre Junqueras y Otegi en abrazo de comunión nos ha permitido evocar los gritos que proferían contra las víctimas los entusiastas del odio y el desprecio (“vosotros, fascistas, sois los terroristas”) mientras la bala en la nuca y el remate sobre el charco de sangre culminaba la faena. Todo, para que la secretaria de la mesa del parlamento catalán, la diputada de JxCat, Aurora Madaula, defina como presos políticos a quienes disparaban y no a los exiliados, muertos o amordazados por aquellos que ahora ella considera sus iguales.
Y es que una de las cosas que está en juego en nuestra política contemporánea es el sentido de las palabras. Algo que no es un problema menor, ni mucho menos. No, al menos, si entendemos que las palabras acaban convirtiéndose en hechos. Y si no que se lo pregunten a los habitantes de repúblicas autodefinidas como democráticas (de la actual Corea del Norte a la Alemania del Este de antaño) a ver en qué se concretaba esa democracia en sus vidas y por qué se parecía (y se parece) más bien poco a lo que nosotros entendemos por tal.
El combate frente a estas estrategias del lenguaje resulta esencial para la supervivencia de la vida política, entre otras razones, porque quienes buscan modificar los significados forman parte del gobierno, o inciden en la vida de millones de españoles a través de gobiernos autonómicos o locales.
"El problema es que no es fácil desenmascarar a los trileros del lenguaje"
Son los populismos y los nacionalismos quienes han emprendido la ofensiva semántica con el objeto de cambiar el sentido de términos esenciales para la vida en común.
Baste recordar las palabras del exvicepresidente del gobierno, Pablo Iglesias, sobre su concepción de la democracia y el papel de los medios de comunicación en ella: “Los medios deben estar controlados por una cosa que se llama Estado, con todas sus contradicciones, pero que es representativo en última instancia de la voluntad popular.” Afirmación que contradice el consenso sobre la importancia de libertad de prensa (a pesar de sus intereses y errores) como contrapoder. Es decir, como parte esencial de lo que es una democracia.
El problema es que no es fácil desenmascarar a los trileros del lenguaje, porque de una oración sólo podemos denunciar su falsedad por dos vías.
O por estar lógicamente mal planteada. Por ejemplo, una falacia: algunos hombres son violentos, eres hombre, luego eres violento. Falsa porque si hay algunos hombres que son violentos quiere decir que hay otros que no lo son y la deducción es equivocada.
O por comprobación empírica (esto es un texto) que puedo demostrar analizando lo que estoy leyendo. Pero ¿qué sucede con las palabras u oraciones que son definidoras, que construyen el significado de aquello a lo que se refieren? La cosa se vuelve mucho más compleja.
Democracia, libertad, presos políticos o fascismo no refieren a cosas comprobables empíricamente sino a creencias: lo que uno cree que es el fascismo, la libertad, ser un preso político. Y en esto de las creencias no hay consenso o no está fijada con claridad en muchas personas la definición correcta.
A diferencia de lo que piensan algunos, la batalla de nuestro tiempo no es cultural, sino de creencias. Las evidencias que nos parecían incuestionables se han derrumbado (qué es la democracia, qué es el fascismo, qué es la libertad) y pretenden ser construidas de nuevo. Ese es el gran proyecto del populismo de izquierdas y derechas.
"Si los partidos encargados de apuntalar las evidencias de lo que es una democracia siguen a sus pactos y sus juegos tácticos, poco futuro nos queda"
Esto es posible porque se encuentran con unos receptores sin certezas en este campo, como en otros. La sociedad desistió hace tiempo de la tarea educativa de dar razones de lo que entendían por cada cosa. La consecuencia es que el campo mental se ha vuelto sentimental y proclive a cualquier convicción por muy disparatada que nos parezca: como que el fascista es el que acaba en el suelo pisoteado y no el que pisotea, simplemente por simpatía de ideas con unos u otros y no por análisis moral de los hechos.
No debe sorprendernos. Es algo muy extendido. Por ejemplo, en una encuesta que realizo a mis alumnos todos los años en su primer curso de universidad (de universidad, repito) me encuentro con este mismo vacío comprensivo: más del 50% de los alumnos cree que el muro de Berlín fue obra de Hitler, el 83% desconoce qué fue el GRAPO, el 57% no sabe quién fue Miguel Ángel Blanco. Y esto no es culpa suya, sino fundamentalmente de quienes tenemos el deber de sostener la historia, que somos los adultos
El peligro es que los partidos y la ciudadanía han dado la espalda a aquellos políticos que más se han esforzado en hacer frente a esta usurpación de los principios elementales (pienso en Redondo Terreros, Rosa Díez o Cayetana Álvarez de Toledo), cuyas palabras molestan en algunos casos, o son apartados incluso por sus propios partidos. Algo parecido a lo que, desde un punto de vista intelectual, sucede también con Fernando Savater o Félix Ovejero, por citar a dos de los autores que más admiro y cuyo eco en la sociedad no alcanza la presencia que sería necesaria para construir una cultura cívica bien asentada.
Si los partidos encargados de apuntalar las evidencias de lo que es una democracia siguen a sus pactos (especialmente graves en el caso del PSOE) y sus juegos tácticos para ganar base electoral como hace el PP, o el abandono incomprensible de esa firmeza por pura supervivencia (caso de Ciudadanos), poco futuro nos queda.
Nada impedirá que los nuevos significados se vuelvan comunes. Porque no habrá nada con que comparar. Y cambiará la realidad, la historia y el diccionario. Como en la peor de las pesadillas.
Ya saben. La guerra es la paz. La libertad es la esclavitud. La ignorancia es la fuerza. El independentismo es antifascismo.
*** Guillermo Gómez-Ferrer Lozano es doctor en Filosofía Moral y Política y profesor en la Universidad Católica de Valencia. Es el autor del libro La inteligencia religiosa.