En el último mes, las elecciones francesas han desatado una fiebre de pseudoanálisis políticos impúdicamente interesados. Comparaciones de brocha gorda, ejemplos de novelas de Houellebecq, encuestas con salsa tezana...
Una de las reacciones más divertidas ha sido la de Mañueco felicitando a Macron por su triunfo ante Le Pen cuando acaba de traicionar a los macronistas para acabar gobernando con los lepenistas. O la de Yolanda Díaz felicitando a Macron cinco años después de acusarle de "fascismo financiero" (sic). Todo vale para pescar en las urnas del vecino.
Si Ciudadanos no parece capaz de explotar la nueva llegada de Emmanuel, Vox se apresura a celebrar la dulce derrota de su Marine con la esperanza de poder jugar algún día la final en las generales. Es lógico, ya que Francia marca tendencia en modas políticas y muchos debates son comunes en todo Occidente. De ahí los éxitos consecutivos del brexit y de Donald Trump, o el ascenso imparable de la propia Le Pen hasta el 42% de los votos cuando su padre no llegó ni al 18% hace 20 años.
Sin embargo, para desgracia de las juventudes voxianas y de sus entusiastas filósofos tuiteros, el sistema político español y el francés mantienen diferencias sustanciales que auguran una suerte muy dispar para el nacionalismo estatal a un lado y otro de los Pirineos.
Para empezar, su ubicación en el espectro político es muy distinta. A pesar de referirnos continuamente a Agrupación Nacional como un partido de extrema derecha, esta etiqueta ya no explica casi nada en la política francesa. Marine Le Pen ha refundado el Frente Nacional de su padre, de origen histórica y filosóficamente fascista, para convertirlo en una formación que apela con eficacia a ciertos valores occidentales (frente al islam) y a la protección de los ciudadanos por parte de un Estado fuerte (frente a la globalización).
Atendiendo a las ideas que expresa, que son las únicas conocidas por su cada vez más joven electorado, es Le Pen, y no Macron, quien mejor encarna el gaullismo en muchos aspectos. Otra cosa es que se trate de propuestas anacrónicas y poco realistas medio siglo después de la muerte del general.
"En España nadie imagina a votantes de Podemos apoyando a Vox porque la cultura de la Transición todavía estructura el debate político en torno al eje izquierda-derecha"
Le Pen es la líder indiscutible de los obreros franceses. Las referencias a las clases trabajadoras han dejado de ser guiños estéticos para convertirse en un eje de su programa. Además de los suyos y los del derechista Zemmour, dos de cada diez votantes del izquierdista Mélenchon también votaron por Le Pen en la segunda vuelta y cuatro optaron por la abstención equidistante.
Si en España nadie imagina a votantes de Podemos apoyando a Vox en una segunda vuelta es porque la cultura de la Transición todavía estructura el debate político en torno al eje izquierda-derecha. El antifranquismo sigue siendo la cola que une a la izquierda y los nacionalistas periféricos. Una cola de romanticismo y utilitarismo, ya que todo aquel que no profesa la fe carga eficaz y falazmente con la etiqueta de fascista.
Si el PP y Ciudadanos han intentado quitársela con gestos y argumentos, Vox la luce con orgullo en el convencimiento de que ya no le hace ningún daño y para una minoría militante es incluso motivo de orgullo rebelde.
El problema de Vox es que, si bien su discurso desacomplejado le ha hecho crecer rápidamente, no deja de ser una escisión del PP y la mayoría de sus votantes son salmones que nacen y mueren en el río Génova. Esta tendencia se verá más clara si Juanma Moreno vuelve a gobernar Andalucía y las encuestas nacionales se consolidan. Así lo ha visto Alberto Núñez Feijóo, lanzado ya a recuperar hijos pródigos.
Habiendo tocado techo por la derecha, Vox tiene un enorme potencial entre las clases populares. Otra cuestión es si sus dirigentes están dispuestos a jugar en serio la carta obrerista y si tendrían alguna credibilidad en caso de hacerlo.
"Vox tiene casi imposible ser un partido mayoritario y su máxima aspiración realista es participar como socio minoritario en un gobierno del PP"
Una divergencia fundamental entre Abascal y Le Pen es la relación que quieren con Europa. Francia, al igual que Reino Unido, es un país donde todavía hay compradores de grandeur, esa idea de una nación triunfadora capaz de batirse en el campo de batalla de la globalización sin el paraguas europeo. En España, después de 40 años flotando con salvavidas comunitario, nadie quiere cambios drásticos en el funcionamiento de la Unión. El euroescepticismo, pilar fundamental del discurso lepenista, pone a Vox en una situación muy incómoda. En el Parlamento Europeo sus diputados ni siquiera están en el mismo grupo.
Donde Vox imita sin dudas a Le Pen es en su identificación con el mundo rural. Pero España es un país clientelista y harán falta mucho tiempo y muchos tractores para obtener una buena cosecha compitiendo con PP, PSOE y los proliferantes partidos provinciales.
Y si las diferencias sociológicas fueran reductibles, ahí está el sistema electoral para rematar la faena. Le Pen se ha beneficiado de un sistema presidencialista donde todos los votos computan igual. En España no se elige al presidente por votación directa sino a través de los diputados elegidos por cada provincia. Con una media de algo más de seis diputados por provincia, Vox tiene casi imposible ser un partido mayoritario y su máxima aspiración realista es participar como socio minoritario en un gobierno del Partido Popular.
Dentro de cinco años, Macron no podrá presentarse a la reelección y es poco probable que surja un nuevo líder carismático inesperado. Con una base social joven y un discurso que explota hábilmente los instintos de protección en época de grandes incertidumbres, Marine Le Pen tiene serias posibilidades de entrar en el Elíseo en 2027. Con un electorado poco dado a cambios y claramente escorado a la derecha, Abascal podría llegar a ministro, pero nunca cambiará el colchón de la Moncloa.
*** Josep Verdejo es periodista.
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