La sonrisa de Xi, la modelo y el guardia y Pantojas de luto
Xi Jinping, Bernardo Pantoja, Alba Carrillo y Fernando Grande-Marlaska; la autora comenta lo más destacado de la semana a través de sus protagonistas.
Xi Jinping
Descubrimos que la sonrisa era una característica de su fisonomía cuando mandó expulsar de la presidencia del XX Congreso del Partido Comunista chino a su predecesor, Hu Jintao, un vejete que nos dio pena a todos por el nulo respeto a la edad que tuvo Xi Jinping, el actual presidente, ese hombre grande como un armario que no dejó de sonreír mientras dos funcionarios levantaban por las axilas a Hu Jintao y lo sacaban en volandas de la sala.
El mundo se quedó estupefacto ante la imagen difundida por las televisiones. China, sobre todo China, ofrece a menudo estos deplorables espectáculos.
Minutos antes, en su discurso, Xi Jinping se explayó recitando los pecados capitales cometidos durante la década de Hu Jintao: corrupción, hedonismo, culto al dinero… En fin, que lo puso pingando. Desde entonces, el número uno no ha dejado de sonreír henchido de satisfacción.
Cambió de actitud días más tarde, durante la celebración del G-20 en la isla de Bali. El presidente chino caminaba entre los estadistas cuando de pronto vislumbró al primer ministro de Canadá, asomando su cabeza por encima del resto de los intervinientes. Justin Trudeau cambió el semblante cuando Xi le dedicó una frase cargada de malas pulgas. “No es adecuado revelar el contenido de una conversación privada”, dijo haciendo referencia a un discreto encuentro de ambos.
Pero aquí no acaba la aventura china. Esta semana el país ha estado, más que nunca al borde de la revolución. No había tanques, como en Tiananmen, pero el pueblo se manifestaba airadamente contra las restricciones del Covid. Al fin y al cabo, un clamor por la libertad en la China confinada.
El sufrido pueblo en la calle haciendo frente a la represión policial y agitando folios en blanco como metáfora de la censura y la mordaza. La revolución ha vuelto. Ahora no hay tanques, pero los dragones reptan por las calles y el pangolín se convierte en el símbolo del miedo.
Bernardo Pantoja
De nuevo aparece la familia del culebrón interminable. Esta vez, vez vestida de luto por la muerte de Bernardo Pantoja, el hermano de Isabel, a quien la diabetes condenó a la amputación de las dos piernas y después, a la muerte.
Andaba Bernardo por su barrio con uno de aquellos carricoches de posguerra que Chumy Chumez dibujaba en sus viñetas (¿o era Summers?) dándoles un toque entre macabro y divertido. Los hombres de Chumy tampoco tenían piernas, como Bernardo. Iban sentados en tablas hechas de listones de madera y con las manos se daban impulso en el suelo para avanzar. Las viñetas tenían el toque lúgubre y tenebroso de la España negra, pero a fuerza de verlos una y otra vez nos parecían de la familia.
[JunKo se revela contra los Pantoja: organiza un funeral alternativo a Bernardo]
El hermano de la Pantoja era el mayor del clan familiar y no gozaba de especial simpatía. De joven se casó con la madre de Anabel y de joven se divorció. Un día conoció en un tablao de Sevilla a una bailaora japonesa de la que se enamoró. La llamaban Junco (¿o sería Junko?) y ya no se apartaría de él. La poca familia que tenía Junco en Japón fue desapareciendo del mapa y ella formó su tribu en Sevilla.
Bernardo y Junco se casaron hace un par de años, cuando el Covid aun hacía estragos. Luego Bernardo enfermó. Tenía 69 años cuando murió, y Junco 75 cuando le asistió en su lecho de muerte. La familia rodeaba la cama del enfermo, pero Isabel Pantoja, que es racial y marimandona, se resistió a aceptar a Junco en la habitación porque no consideraba que formara parte de la familia. Luego aceptó su presencia a regañadientes, no sin antes recordarle que el piso en el que había vivido la japonesa con Bernardo le pertenecía solo a ella, Su Majestad la Pantoja.
Alba Carrillo
Es la comidilla del Madrid cotilla. Alba Carrillo y uno de sus compañeros de tertulia, conocido por participar en Supervivientes y colaborar en algunos programas de Telecinco previa excedencia del Cuerpo de la Guardia Civil, acudieron días atrás a una cena de empresa en una conocida discoteca de Madrid. La presencia de periodistas era abundante, y no digamos la de paparazzi sedientos de imágenes exclusivas.
La pareja formada por el exmiembro del Cuerpo, Jorge Pérez, y la exmodelo, se dejó fotografiar desde el instante de su llegada al local, hasta el punto de que a la media hora empezaron a circular videos y fotografías de la pareja prodigándose arrumacos en la penumbra de la disco.
El número de paparazzi fue creciendo, como fue creciendo la densidad de amigos y residentes en Telecinco que captaban imágenes con el móvil. La pareja se dejaba. Cosas del frivoleo.
Alba, ex del tenista Feliciano López, del motorista Fonsi Nieto y quizás de alguno más, había llegado al local con el plan trazado y no se mordió la lengua ante la posibilidad de contárselos al primero que se le acercara. Así fue. El primero era la primera y llevaba una alcachofa en ristre. Alba le confesó que no hacía ascos a la idea de ligar con un casado, como luego se demostraría.
El casado era Jorge Pérez, hasta el momento, el mejor cuerpo (cuerpazo) de la Guardia Civil que ha pasado por Mediaset. Aceptó los envites de Alba y se dejó conducir hasta al lado oscuro del local. Algunos colegas, erigidos voluntariamente en hermanitas de la caridad, se acercaron a la pareja para aconsejarles que frenaran sus lascivas urgencias de la carne.
Han pasado muchos días y los novios siguen contando su bella historia de amor. Solo les falta salir en el telediario.
Fernando Grande-Marlaska
Que no, que no, que no piensa dimitir, por mucho que griten esos malditos que solo tienen conjeturas mientras él va sobrado de razones.
Hagamos memoria. El ministro bilbaíno lleva una carrera de cuidado. Se conoce que le gustan los casos difíciles. Empezó en Bilbao, donde nació, y su primer trabajo fue instruir el famoso caso de Rafael Escobedo, que se quitó la vida en el penal de Santoña, donde cumplía por el crimen de los marqueses de Urquijo.
El juez Marlaska pasó de Bilbao a Madrid, y en menos de dos años ya estaba en la Audiencia Nacional sustituyendo a Baltasar Garzón. Marlaska era un hombre de carácter fuerte y supo mantenerse firme con la violencia etarra. Pero ahora, después del caso Melilla, que ha puesto en duda el compromiso de España con la causa de los derechos humanos, se ha convertido en el ministro acribillado de Sánchez.
Es francamente difícil entrar en política siendo tan refractario a las críticas como Marlaska, ministro del Interior y juez en excedencia. Como hombre de leyes siempre fue un profesional entero y verdadero, aunque en su último trabajo las cosas le han venido torcidas. Véase su reciente comparecencia en el Congreso de los Diputados para dar la cara sobre el caso de los inmigrantes muertos del 24 de junio en la valla de Melilla. Algo falla en el discurso del ministro cuando ha hecho el milagro de unir al PP y a ERC en la misma exigencia de dimisión, mientras los ultras de Vox se ponen de su lado. Mal rollo, oiga. Pero él, presa de una innegociable vocación política y cero intenciones de volver a la Judicatura, silba melodías y mantiene su discurso exculpatorio contra viento y marea.