A los argumentarios les pasa como a las camisetas de rejilla: son muy feos y además transparentan. Tendremos que transigir con su existencia dentro de las formaciones políticas.
Su recitado cotidiano en los creadores de opinión resulta, en cambio, francamente molesto. Nadie va a pedir a un prescriptor que reniegue de su ideología y sus preferencias. Pero cobrar por propagar razonamientos debería tener una mínima exigencia ética en el hecho de que estos sean, al menos, propios.
Hay palabras que hacen el efecto de un chivato. Desconfíe cuando escuche “negacionista”. Hasta hace tres años era un término con un uso muy restringido. Oírlo pronunciar en una tertulia da fe de que un artefacto de la comunicación política ha calado. Queda la duda de hasta qué punto esta permeación ha sido consciente.
Los argumentarios han dejado de ser una chuleta de emergencia para convertirse en una guía, casi un libro de autoayuda. Qué narices. Son un osito de peluche al que se abraza el opinador para conseguir encontrar algo de paz en un entorno hostil.
Se nota en los minutos de desconcierto que siguen a los episodios violentos. La opinión publicada contiene la respiración hasta tener claro qué adscripción ideológica cabe achacar a los alborotadores. Entonces ya se sueltan el cinturón. El horror entra en el molde.
Los intentos de asalto en Brasilia han sido seguidos con alborozo poco disimulado. “¡Por fin!”, se oyó pensar a muchos que tenían los tuits preparados desde las elecciones que ganó Lula da Silva. Parecían esos obituarios completísimos que los periódicos consiguen publicar segundos después de los fallecimientos gracias a una previsora labor de nevera en alianza con los efectos inapelables de la Biología
No hubo minutos de cortesía para simular un análisis internacional antes de desplegar el catálogo de comparaciones forzadas que convierten a Feijóo en el hermano gemelo de Bolsonaro que emigró a Orense. Qué menos que esas preguntas de tanteo que te hace el practicante. Pero no: aquí la inyección se pone desde el rellano.
“Primero fue el adjetivo”, repite siempre que tiene ocasión el analista más influyente en Moncloa. Se refiere a “ilegítimo”. Es un fetiche en Vox, siempre presto a encarnar el sueño húmedo de la creación de opinión de izquierdas. Su vínculo con el PP se ha quedado un poco atrás en el tiempo.
Fue un término esgrimido durante los muy hiperbólicos primeros pasos de Casado en Génova 13. Los 66 diputados debieron hacerle reflexionar. En enero de 2020 fue el primero en acercarse a felicitar al investido Pedro Sánchez. Su sucesor tiene que anteponer el “legítimo” antes de hacer las críticas al Gobierno a las que obliga su cargo.
El uso del adjetivo por otros partidos contra otros gobiernos en el pasado queda fuera de la ecuación. Petición de sales porque chats ignotos de ultraderecha siembran la duda en la empresa que procesa el recuento de los votos. Silencio absoluto ante el hecho de que las primeras sospechas sobre este particular fueron vertidas hace un lustro por un miembro actual del Ejecutivo.
Da igual. Con todo se hace una papilla que ayude a entender el mundo sin salir del mapa del barrio en el que viva uno. Hasta el be glocal ha acabado teniendo su derivada perversa.
Temo la venida del próximo desastre natural en el punto del globo más distante del kilómetro cero. A los daños habrá que sumar el paralelismo con la política española realizado sobre la base del argumentario. Como un villancico cantado en pleno julio. Si se hace con la suficiente convicción, el intérprete cree incluso escuchar al fondo a un niño de San Ildefonso.
La presencia social de los argumentos importados desde los laboratorios debería causar el mismo efecto que una bragueta abierta o un pertinaz resto de lechuga entre los dientes. Tras los gestos sutiles tiene que llegar la admonición. “Perdona, pero se te ha caído el argumentario. Se te ha quedado enganchado justo ahí, en la camiseta de rejilla”.