Hágase justicia. Amén
El Tribunal Constitucional se ha instalado en una torre de marfil desde la que día a día pierde la sólida autoridad ganada gracias a la defensa de los derechos fundamentales.
Se cuenta que Francisco Bergamín, ministro de Alfonso XIII, decano del Colegio del Abogados de Madrid y padre del afamado escrito José Bergamín, apremiado como parte recurrida por un presidente de Sala en el Tribunal Supremo para ser lo más breve posible en un informe oral, cuando el abogado de la recurrente tuvo la ocurrencia de ceñir su intervención a un lacónico "hágase justicia" (jactándose de que había reducido su argumentación a dos palabras), respondió "amén".
Así se ganó el complaciente reconocimiento de unos jueces que actuaron con tanta prepotencia como indiferencia por la democracia.
El mismo insigne abogado, consciente de su responsabilidad en la presentación del caso de sus clientes, cuando en la Plaza de las Salesas fue urgido a "ir al grano" advirtió a sus excelencias que de todo, tanto del grano como de la paja, había que ilustrar al órgano judicial.
Eran otros tiempos. Los abogados mostraban mayor orgullo por su profesión. Defendían el discurso y la razón.
Lamentablemente, el Tribunal Constitucional de España aprobó el viernes pasado un acuerdo de Pleno que, aunque no se ha publicado en el BOE, ha sido difundido por María Peral en EL ESPAÑOL. En él se impone a los abogados la carga de rellenar un formulario y limitar los folios de las demandas de amparo a 25.
El daño a la legitimación democrática del poder estatal infligido por tan abusivo acuerdo sólo es comparable a las anteojeras que los mismos magistrados que han votado la decisión se han puesto a sí mismos.
"Parece que a las togas a las que no les importaba mancharse con el polvo del camino les importuna tener que leer escritos de la abogacía"
La democracia es debate público y decisión colectiva. La Justicia, en democracia, encuentra su legitimación, entre otros factores, en la dialéctica del debate y en la retórica de la motivación.
Parece que a las togas a las que no les importaba en el pasado mancharse con el polvo del camino para observar con complacencia pactos con terroristas les importuna tener que leer escritos de la abogacía en el presente, como si los abogados no tuvieran nada que decirles. Como si todo lo supieran.
Pero la legitimación de la judicatura no estriba en su omnisciencia. Se basa, precisamente, en escuchar y en leer con atención lo que los abogados les trasladamos. Y, de vez en cuando, algo de doctrina.
La gran mayoría de lo magistrados españoles tienen un excepcional nivel de conocimientos jurídicos. Escuchan, leen y deciden conforme a Derecho.
Lamentablemente, el Tribunal Constitucional ha decidido instalarse en una torre de marfil desde la que día a día pierde la sólida autoridad ganada gracias a la defensa de los derechos fundamentales, esculpida en los anales de un repertorio de jurisprudencia que va reduciéndose por dedicarse dicho tribunal, desde hace tiempo, a un juego institucional alejado de las personas que pagan sus sueldos.
"Transcendencia constitucional", dicen, como requisito para la admisión de los amparos. Pero luego, para tema tan importante para la democracia como es el secreto profesional de los periodistas, invocan un ridículo "principio de máxima retroacción" con el fin de quitarse el asunto de encima y remitirlo a un órgano de instancia.
Es transcendental para la Constitución y no lo resuelvo, porque el máximo órgano de garantías no está para interpretar los asuntos de especial transcendencia constitucional, podría interpretarse. Está para otra cosa. ¿Para qué? Para la selección arbitraria de casos, contestarían muchos abogados que, en la compresión de la discrecionalidad legislativa, lamentan que una institución jurídica esgrima, como lema de actuación, el libre albedrío de sus miembros.
"No alberguemos mucha esperanza en la reacción de los colegios de abogados, dedicados a asuntos internos poco comprensibles"
Es de esperar que no se produzca contagio en otros órganos judiciales. Aunque algún representante político desconozca que el Tribunal Constitucional forma parte de la jurisdicción, ello es así.
Pese a que los políticos se han empeñado recientemente en preñar de causas de recusación a sus magistrados para (diríase) camuflar su naturaleza y presentarlo como "uno de los suyos", desde Kelsen el asunto es claro. Con el ejemplo de la Sala de lo Contencioso del Tribunal Supremo y ahora del Constitucional, más magistrados pueden caer en la tentación de colocarse anteojeras para no tener que leer muchos folios. En apelación, en primera instancia.
¿Por qué no en la universidad, con los exámenes? El reino del tuit. No será un régimen de la "infocracia", sino de la "desinfocracia". El juego de la gallinita ciega.
No alberguemos mucha esperanza en la reacción de los colegios de abogados, dedicados a asuntos internos poco comprensibles para el común de los mortales. La confianza en las instituciones es posible, hoy por hoy, porque se proyecta sobre los jueces españoles, honestos, estudiosos y comprometidos con la ley, tengan los folios que tengan que leer.
Día a día son los jueces, junto con los abogados, los que sostienen la Justicia.
25 folios. Debería ser invitado el Tribunal Constitucional a plasmar sus argumentaciones en el espacio indicado, ya que consideran sus magistrados que es lo adecuado.
O, mejor aún. Podría el mismo tribunal rellenar formularios para adoptar sus decisiones, pues en realidad serían bastantes para dar la razón al Gobierno de aquí en lo sucesivo, tal y como (tristemente) se ha colocado en el imaginario colectivo que sucederá como ineludible consecuencia del reparto de sillones. El formulario sería sencillo: ordena, manda y obedezco, sentencia tras sentencia.
Reconforta, como explica María Peral, que haya votado en contra de las anteojeras un magistrado. Enrique Arnaldo. Ha sido abogado. Sabe de lo que habla.
*** Nicolás González-Cuéllar es abogado y catedrático de Derecho Procesal en la Universidad de Castilla-La Mancha.