¿Habrá un 'putinismo 2.0' después de Putin o se deslizará Rusia hacia el caos?
Las incertidumbres que atenazan hoy a Rusia hacen más probable tras la caída de Putin un interregno desordenado que un suave deslizamiento hacia un putinismo 2.0.
Vladímir Putin no sólo anunció recientemente que podría permanecer como presidente ruso hasta 2030. Podría, tras el cambio de la Constitución rusa en 2020, incluso prolongar aún más su mandato.
Sin embargo, parece poco probable que siga en el poder dentro de diez o doce años. Ya se han acumulado demasiados caprichos como para esperar un largo gobierno gerontocrático de él y su séquito.
El factor de riesgo más obvio para el gobierno de Putin es la guerra de Ucrania. Si Putin pierde esa guerra, la legitimidad de su régimen se verá sometida a tensión y podría desmoronarse. La rápida y en gran medida no violenta adquisición de Crimea fue el punto álgido de su mandato. Por el contrario, una pérdida prolongada y sangrienta de la preciada península se convertiría en su posible final.
Otros factores de riesgo para el actual régimen ruso están relacionados con nuevos desafíos exteriores. Por ejemplo, en el Cáucaso. La recesión económica y sus implicaciones sociales, las catástrofes ecológicas e industriales, o la inestabilidad política interna son otros factores potencialmente peligrosos para Putin.
El motín de Yevgueni Prigozhin del verano de 2023 y los disturbios de Majachkalá de otoño de 2023 señalan una pérdida de control interno no vista en años anteriores.
"Por una razón u otra, Putin (o su doble) estará fuera, como muy tarde, en 2036. O quizá mucho antes"
La salud de Putin también puede estar en declive, aunque no podemos saberlo con certeza. Algunos, como el politólogo moscovita Valery Solovey, creen incluso que el propio Putin ya está muerto. Según Solovey y otros, un doble desempeña ahora su papel, mientras que el secretario del Consejo de Seguridad, Nikolái Pátrushev, es el gobernante oficioso de Rusia.
En cualquier caso, por una razón u otra, Putin (o su doble) estará fuera, como muy tarde, en 2036. O quizá mucho antes. La pregunta del millón es qué pasará entonces con el putinismo. ¿Podrá sobrevivir el régimen actual con un nuevo líder supremo o con un novedoso liderazgo colectivo que continúe el legado de Putin? ¿O se derrumbará el "sistema Putin" de una forma más o menos espectacular?
No se trata sólo de una pregunta intrigante para los analistas políticos. También es un reto para los ciudadanos rusos y para los responsables de política exterior, económica y cultural de todos los países del mundo. ¿Deben los rusos y los no rusos, los gobiernos extranjeros, los inversores privados y las organizaciones nacionales e internacionales prepararse para la continuidad política o para un cambio radical en el país más grande del planeta? ¿Un suave deslizamiento hacia el putinismo 2.0?
Algunos analistas rusos esperan una transición ordenada del poder dentro de la actual élite y estructura políticas. Esto significaría probablemente una prolongación de la forma actual de gobernanza interna y de comportamiento exterior.
En este escenario, parece posible cierta evolución adaptativa desde dentro del sistema actual, pero no su derrocamiento. El régimen podría degradarse hacia uno aún más centralizado y cada vez más neoestalinista. O podría volver a la protodemocracia de finales de la presidencia de Borís Yeltsin.
Sin embargo, ¿hasta qué punto son informativas las lecciones históricas y las deliberaciones comparativas en las que se basan tales suposiciones? Es cierto que tanto la Rusia zarista como la soviética han transferido el poder en múltiples ocasiones a un nuevo líder dentro de contextos autoritarios o totalitarios. Otros regímenes postsoviéticos también han conseguido cambiar a sus líderes preservando al mismo tiempo sus sistemas autocráticos, así como una elevada continuidad de las élites.
"¿Hasta qué punto siguen siendo fuertes hoy en día las distintas limitaciones formales y normas informales de comportamiento rusas?"
Sin embargo, estas anteriores transiciones rusas u otras postsoviéticas pueden ser distintas de la futura transición rusa. Las transferencias pasadas y no rusas se produjeron dentro de ciertas limitaciones institucionales formales o informales heredadas del pasado lejano o reciente. Entre ellas se encuentran los principios dinásticos, el gobierno de partido único o la asociación de clanes regionales.
Las tradiciones monárquicas, comunistas, patriarcales u otras heredadas proporcionaron además ciertas directrices explícitas o implícitas. Dirigían, limitaban y tranquilizaban a los actores implicados en la negociación e implementación de la transferencia de poder.
Pero ¿hasta qué punto siguen siendo fuertes hoy en día las distintas limitaciones formales y normas informales de comportamiento rusas? ¿Cuál es el significado real de la Constitución, las leyes y los tratados internacionales rusos, por un lado, y del espíritu de cuerpo, el respeto entre iguales y las amistades políticas de la élite actual, por otro?
¿Es alguna de estas instituciones formales e informales, o una combinación de ellas, capaz de moderar una transición pacífica y de estabilizar un nuevo equilibrio?
Estas preguntas son clave para el futuro de Rusia, pero no son fáciles de responder.
En los últimos 24 años, Putin y compañía han diluido, sometido o pervertido sistemáticamente la mayoría de las instituciones oficiales rusas: las elecciones nacionales, la propiedad privada, la Iglesia ortodoxa rusa o el Tribunal Constitucional, los medios de comunicación de masas o los partidos políticos.
Estas y otras estructuras, redes y medios rusos se han visto comprometidos. Han sufrido manipulación, instrumentalización, derogación e infiltración. Incluso el cargo más prominente y poderoso de Rusia, el de presidente, tiene un estatus poco claro desde la extraña presidencia de Dmitri Medvédev en 2008-2012.
Cabe recordar que las tres últimas sucesiones en el poder en Rusia fueron disputadas y no estaban totalmente predeterminadas.
En 1985, el nombramiento de Mijaíl Gorbachov como secretario general del Comité Central del PCUS se produjo tras considerables disputas en el seno del buró político. En 1991, Borís Yeltsin compitió por el nuevo puesto de presidente ruso en unas elecciones que incluían una serie de candidatos alternativos, desde Vadim Bakatin a Vladímir Zhirinovski.
A partir de entonces, Yeltsin estuvo varias veces a punto de ser expulsado del poder. A finales de 1999, Vladímir Putin y su nuevo partido Unidad se enfrentaron a un formidable adversario político, el partido Patria, en las elecciones a la Duma Estatal. Sólo después de los malos resultados de Patria en las elecciones parlamentarias, los clanes oligárquicos rusos apoyaron a Putin como candidato presidencial en 2000.
Estas transferencias de poder incluyeron todas las interacciones informales más o menos relevantes. Se canalizaron a través de ciertos procedimientos heredados y aceptados, incluidas las elecciones más o menos significativas de 1991 y 1999.
La pregunta es ¿cuál será el método informal y el mecanismo público para determinar el sucesor o el equipo de herederos de Putin?
El problema de la sucesión rusa es multivariado y su solución, difusa en varios sentidos.
"Bajo Putin, el comportamiento del Estado ruso se ha caracterizado por la arbitrariedad y la falta de límites"
El putinismo 2.0 tendrá tres retos.
En primer lugar, no está claro qué se juega cada actor con cierto grado de influencia política e interés económico. ¿Qué repercusiones exactas tendrá la elección de tal o cual nuevo liderazgo para los principales interesados? ¿Pueden mejorar, mantener o perder sus posiciones, influencia, propiedades y/o libertad? Y, en caso afirmativo, ¿qué está en juego? ¿Podrían algunos incluso perder la vida?
Estas preguntas no sólo son difíciles de responder para los observadores, sino también para los propios protagonistas. Bajo Putin, el comportamiento del Estado ruso se ha caracterizado por la arbitrariedad y la falta de límites. Algunos protagonistas pueden considerar la cuestión de la sucesión como una cuestión existencial y, en consecuencia, impulsar a sus candidatos como una venganza.
En segundo lugar, no está claro qué personas estarán o no en condiciones y dispuestas a jugarse la presidencia o, al menos, a ser incluidas en un nuevo liderazgo colectivo. Puede haber varios hombres y mujeres en la élite rusa que estén, ya ahora, considerando sus candidaturas.
Algunos pueden tener suficientes recursos políticos y/o económicos para ir a por o el puesto más alto. Otros pueden tener la ambición, pero la nube y el dinero insuficientes.
¿A quién permitirán el FSB y los demás organismos armados y ministerios rusos participar en un concurso por la sucesión? ¿Podrán los diferentes órganos de poder ponerse de acuerdo fácilmente entre ellos sobre quién está dentro y quién fuera? ¿Y qué ocurre si no hay consenso?
Si Putin renunciara repentinamente o muriera (o se anunciara su muerte), el primer ministro de Rusia, actualmente Mikhail Mishustin, se convertiría en presidente en funciones, según la Constitución. Dado el ejemplo del ascenso de Putin de primer ministro a presidente en funciones y luego de pleno derecho en 1999-2000, Mishustin podría convertirse de repente en un peso pesado de la política.
Sin embargo, Mishustin no es ni un silovik ("hombre de fuerza", es decir, con antecedentes en un servicio armado) bien relacionado ni una figura pública prolífica. Se sospecha que su falta de poder en el país y su perfil bajo son las razones por las que consiguió y mantiene su puesto. Los posibles futuros primeros ministros de Putin (o su doble) podrían tener cualidades similares.
La tercera cuestión, y quizás la más intrigante y confusa, es ¿quién constituirá el "selectorado" que designará a un candidato presidencial por aclamación nacional con, como suele ser habitual, resultados predeterminados? ¿Será el Consejo de Seguridad, o un círculo más o menos amplio de personas? ¿Quién fijaría los límites de este círculo de elegidos?
Incluso si se establece un "selectorado" de un modo u otro, ¿qué ocurre si los "selectores" no pueden llegar a un consenso sobre su nuevo presidente o liderazgo colectivo preferido?
En particular, ¿qué ocurre si clanes, ministerios u organismos enteros impulsan candidatos diferentes? ¿Podría ocurrir incluso que miembros poderosos de un posible "selectorado" adoptaran posiciones ideológicas opuestas?
Normalmente, en una situación así, uno recomendaría dejar que el pueblo decida. Sin embargo, las votaciones populares no han sido democráticas desde hace más de dos décadas en Rusia. Las elecciones de Putin están diseñadas para producir la confirmación nacional del líder predeterminado en lugar de permitir la competencia libre y justa de partidos políticos independientes.
El ganador de las elecciones presidenciales rusas se elige de antemano y no mediante votación. Celebrar repentinamente elecciones de ámbito nacional con un resultado indeterminado contradiría las pautas de comportamiento arraigadas durante dos décadas por miles de funcionarios públicos, funcionarios de partidos, trabajadores de los medios de comunicación y agentes de policía.
Para los diversos burócratas nacionales, regionales y locales encargados de organizarlas, puede resultar totalmente imposible llevar a cabo unas elecciones reales sin algún tipo de preparación previa y/o ayuda externa.
"Hasta dónde podrían llegar los posibles enfrentamientos entre poderosos actores es, por supuesto, impredecible"
Existe por tanto una triple incertidumbre en el proceso de transición de liderazgo: sobre la altura de las apuestas, el círculo de candidatos presidenciales y la forma del "selectorado".
Ninguna de las soluciones a estas cuestiones está actualmente preestablecida institucionalmente. Ni un comité central del partido, ni una asamblea de clanes regionales, ni un principio dinástico aceptado, ni otro procedimiento ampliamente respetado pueden resolverlos con autoridad.
Esta indeterminación no implica necesariamente un traspaso caótico del poder o incluso una guerra civil. Sin embargo, hace más probable un interregno desordenado que un suave deslizamiento hacia el putinismo 2.0. Hasta dónde podrían llegar los posibles enfrentamientos entre poderosos actores es, por supuesto, impredecible.
Asumir, por otra parte, que los conflictos durante el traspaso de poder pueden evitarse sería optimista. Por el contrario, es posible que se esté gestando un nuevo tipo de "tiempo de problemas". Si la transición desde el putinismo 1.0 fuera desordenada o incluso violenta, es poco probable que el resultado sea el putinismo 2.0.
Sin duda, las predicciones políticas son notoriamente difíciles y poco agradecidas de hacer. Sin embargo, ya se puede decir que la debilidad institucional rusa es potencialmente peligrosa para todas las partes implicadas. Rusos y no rusos deben prepararse para un proceso de sucesión desordenado.
El régimen político de Rusia será, de un modo u otro, diferente del actual.
*** Andreas Umland es analista del Centro de Estocolmo de Estudios sobre Europa Oriental (SCEEUS) del Instituto Sueco de Asuntos Internacionales (UI).