El rumor del río Trevelez se funde con el motor de un todoterreno blanco que deja tras de sí una estela de polvo. El vehículo discurre por la llanura del valle del Duque, pasada la pequeña pedanía de Tíjola, en La Alpujarra granadina. Su libérrimo conductor, Chris Stewart, cruza al volante el pedregoso caudal del afluente mientras este roza las faldas de las puertas de su coche. Se dirige a su recóndito escondite, El Valero, un cortijo imposible de localizar para un forastero sin unas coordenadas, una brújula, un mapa o un guía dispuesto a descubrirle al viajante los milagros del camino.
Ajeno al espíritu urbanita, a la dictadura del ruido, a los torrentes de acero que todas las mañanas inyectan su CO2 en los aires de la jungla de asfalto, Stewart, como un loco ermitaño de piel curtida por el sol y el polvo del arado del campo, vive mimetizado con un paisaje agreste, salvaje, con la sola compañía de su esposa, Annie, y de una veintena de ovejas, tres perros, seis gatos y un millar de libros.
Sus amigos le llaman con sorna 'Cristóbal', que es como lo conocían los lugareños cuando emigró a Granada. "Es increíble, los españoles tenéis un problema para deletrear cosas tan fáciles", bromea aliñando el dardo con una risotada. Stewart, como tantos otros ingleses, alemanes o franceses que se 'esconden' en estas tierras –se dice que el 30% de los habitantes de Órgiva, la capital alpujarreña y ciudad más próxima al cortijo, son británicos– emprendió a sus 38 años un acto de rebeldía: invirtió todo el dinero que él y su esposa habían ahorrado durante décadas y compró, en el lugar más alejado del paisaje más recóndito, la paradisíaca finca en la que hoy recibe a EL ESPAÑOL.
"Vinimos aquí a dejar caer nuestros huesos", asegura mientras sube las escaleritas que conducen desde el final del camino hasta su hogar, un edificio hecho de piedra cuya fachada está decorada con toda suerte de utensilios exóticos: atrapasueños, gigantescos carillones de viento, figuras de cemento, teselas con motivos nazaríes empotradas en las paredes. "Lo hemos construido prácticamente todo con nuestras propias manos. No creerías cómo estaba antes [saca una foto con los bordes añejados por el paso del tiempo y, efectivamente, el espacio es irreconocible]. Llegamos en 1988. Desde entonces no hemos parado de trabajar. Aquí siempre hay algo que hacer".
A diferencia de los típicos edificios blancos con terraos (las chimeneas tradicionales características de pueblos como Capileira, Pampaneira o Mecina-Fondales), las paredes de la casa de Chris Stewart no son blancas, sino verdes, pues están abrazadas por una incontable variedad de plantas, árboles, yedras, setos, "un aire acondicionado natural que nos libra del calor y del frío". "Y que nos trae mosquitos y otros bichos", matiza Annie Stewart, su esposa, desinflando la idealización del mundo rural pero llevando consigo una enorme sonrisa mientras porta una bandeja con un hirviente té mentolado servido en una tetera azul y blanca con motivos chinos. Sobre la mesa aguardan a ser saboreados una selección de dulces árabes de Baraka, un popular restaurante de Órgiva.
Chris Stewart es una leyenda en La Alpujarra. Cuando apenas tenía 16 años y estudiaba en "un colegio pijo de la élite" se convirtió en uno de los miembros fundadores de la legendaria banda de rock Génesis, su primer batería, al que Peter Gabriel echó "por ser muy malo", como él mismo recuerda con cariño. "Fue una decisión correcta, porque no se me daba demasiado bien. Ya llevo 50 años sin tocar la batería. Ahora lo único que tengo es un buen maestro de guitarra, José". Stewart ha sustituido la baqueta por el punteo; el rock por el flamenco; los escenarios con flashes psicodélicos por la meditación en alta montaña.
"Nunca más volví a escuchar la música de Genesis. No es por rencor, sino porque hay tantas cosas que tengo pendientes que no me da tiempo a todo. De hecho, aquí, en esta misma finca, ha estado Tony Banks [teclista de la banda, ya con Phil Collins en la batería], con quien me llevo bastante bien. Una anécdota: justo cuando Banks llegó a El Valero, uno de nuestros caballos le dio una coz a nuestro querido loro y lo dejó malherido. Menudo recibimiento, ¿eh?". Después de su infructuoso periplo musical –Stewart participó en la firma de singles como The Silent Sun / That's Me y A Winter's Tale / One-Eyed Hound–, decidió probar suerte ganándose la vida en Reino Unido como esquilador de ovejas.
Corrían sus tiernos años veinte y los sueños de ser una estrella de rock ya se habían esfumado. Entonces el amor idealizado lo llevó al círculo polar ártico. Coincidió que, al aterrizar en Suecia para ver a su amada nórdica, el pueblo en el que vivía estaba de luto por la muerte del esquilador local, recién fallecido unos días atrás. "Fue el destino, que opera de maneras peculiares. Durante un tiempo yo había estado trabajando en el sur de Inglaterra con unos granjeros que tenían un rebaño de ovejas y me enseñaron el oficio. Quedé embrujado por el arte del esquileo".
Todos los pastores de aquella localidad sueca estaban desesperados por esquilar a sus animales. "Me ofrecí y estuve un mes pelándolas a 25 grados bajo cero y sobre uno o dos metros de nieve. Gané un huevo de dinero en billetes y al terminar salí con mi viejo Volvo en dirección Sevilla, donde pasé tres meses estudiando guitarra flamenca. Durante 18 años estuve yendo dos veces al año a Suecia para la esquila", evoca Stewart, que también confiesa que en esas fechas visitó China –"¡Annie y yo somos unos sinófilos!"– para escribir una guía de viajes, su primera aventura literaria.
Fueron los libros los culpables de que Stewart acabara imbricado en el paisaje alpujarreño. La influencia de los poetas y escritores británicos Gerald Brenan, con su legendario Al sur de Granada, y Laurie Lee, autor de Una mañana de 1934 y Un momento de guerra, sumada a las recomendaciones de un buen amigo que solía viajar a La Alpujarra y hablaba maravillas de sus gentes y lugares, inspiraron al ya maduro exbatería a adentrarse en las salvajes montañas de Sierra Nevada. Su interés por la música flamenca lo trajo a Sevilla y los libros lo acabaron desplazando hasta Órgiva. Tenía 38 años y corría 1988.
"Gastamos el dinero que teníamos en comprar este cortijo y construir todo esto [señala a su alrededor estirando los brazos]. De paso, introduje en La Alpujarra la técnica de la esquila de ovejas mediante máquina eléctrica. Fue una revolución. ¡Antes se hacía con tijeras! Desde entonces, este lugar nutre mi alma. Hoy, tanto Annie como yo podemos decir que nos sentimos parte del paisaje. Es importante, porque el hombre urbano está perdiendo el contacto con sus raíces, con la tierra; es una pérdida de terribles consecuencias. El estrés, la frustración, la miseria. Hay una desconexión profunda entre la naturaleza y el ser humano que, me temo, sólo genera infelicidad".
Conduciendo sobre limones
Fue durante este 'retiro' eterno, ya en 1999, cuando el mismo editor que había contado con Stewart para hacer la guía de viajes en China lo estimuló para escribir su primer libro, Entre limones. Aceptó la tarea, que le llevó tres años y no pocas correcciones. El libreto, inspirado en sucesos reales, se convertiría en un éxito arrollador; una colección de aventuras que nacieron de esa desconexión de la ciudad, de la absorción de las historias locales y las leyendas telúricas; de los innumerables encuentros entre Stewart y sus vecinos, polímatas inabarcables que, como tantos otros desheredados y desubicados aventureros y versos sueltos, acabaron, como él, en La Alpujarra, incapacitados para encajar en otro lugar del mundo.
"A esas alturas de mi vida, con 48 años, diez años después de llegar aquí, descubrí mi don. Todo el mundo, creo, tiene una habilidad especial: ser madre, ser padre, ser músico, ser médico, ser matemático, ser abogado, ser asesor matrimonial. Lo que sea. Hay tantos y tantos caminos. Si consigues penetrar ese sendero que en el que eres el mejor... encontrarás una satisfacción creativa que transformará tu vida de forma profunda. Me encantó el hecho de sentarme con mi pluma, con un libro abierto, con sus páginas blancas. Es lo más cerca que uno está de volar: ese momento de gloria en el que los pensamientos vienen chorreando a tu cabeza y se deslizan hasta tu pluma y a la página en blanco".
Así nació Entre limones, título 'a la española' derivado del original en inglés, Driving over lemons, que, literalmente, significa 'conduciendo sobre limones'. "Lo titulé así porque en Inglaterra un limón en un supermercado era carísimo, una fruta casi exótica. Cuando llegué a La Alpujarra lo primero que me encontré en el camino fueron un montón de limones caídos sobre la carretera como consecuencia de la ventisca de la noche anterior. Paré el coche, y la persona que iba conmigo, una joven inglesa muy bohemia que estaba trabajando como agente inmobiliaria, me dijo: 'Conduce sobre ellos'. '¡No, no puedo, no soy capaz de conducir sobre esos limones!', le contesté. Al final me convenció. En fin, fue un buen título".
El éxito inesperado de esta obra literaria fue tal que Stewart vendió casi dos millones de copias y sus textos fueron traducidos a 17 idiomas, reportándole alrededor de medio millón de euros en beneficios que aún hoy, dos décadas después, siguen engrosando, a menor ritmo, su cuenta bancaria. El autor llegó a ser tan conocido en Reino Unido –el libro aterrizó en Londres en 1999 y, paradójicamente, España no lo tuvo en las estanterías de sus librerías hasta 2006– que incluso algunos de sus compatriotas, atraídos por su estilo de escribir, fresco y ameno, punzante e irónico, propio de un sabio legitimado para dar lecciones de vida, crearon una suerte de 'ruta de peregrinación' hasta El Valero.
Annie cuenta cómo algunas veces ha tenido que 'echar' a visitantes que emprendían el camino –a veces a pie, desde Órgiva, pero llegados desde Londres– y se presentaban en la puerta de su casa deseando conocer a su marido, anhelando encontrar en él a un maestro, a un amigo o a un mentor que pudiese guiarles en sus vidas. "Fue una locura", confiesa la esposa del escritor.
"No sé muy bien por qué, pero en las librerías británicas colocaron Entre limones en la sección de autoayuda", explica Stewart. "Sí, aquí venía gente a pedirle consejo", interviene Annie. "Siempre el mismo perfil: hombres blancos de cincuenta y pico años que llegaban solos, algunos muy extraños". "Éramos muy famosos", retoma su marido. "Cada vez lo somos menos, aunque ahora estamos preparando una serie de televisión de 12 capítulos sobre mis cinco libros", adelanta. La adaptación de Entre limones, El loro en el limonero, Los almendros en flor, Tres maneras de volcar un barco y Los últimos días del club del autobús, su pentalogía literaria, se rodará en La Alpujarra en los próximos años.
El misticismo de La Alpujarra
A finales de los noventa La Alpujarra era un lugar transitado por bohemios, místicos y artistas en busca de soledad (ahí está Beneficio, la mayor comuna hippie de España, y O Sel Ling, el gigantesco centro budista retirado a 1.600 metros de altitud). Coincidiendo con el cambio de siglo y la publicación de Entre limones, cada vez más personas comenzaron a mudarse a estas tierras de raíces árabes. Las faldas de Sierra Nevada se convirtieron en un famoso destino turístico, y hay quien acusó a Stewart de haber destruido el idilio por culpa de la fama de su obra, un imán para forasteros, aunque él ha negado siempre cualquier responsabilidad.
Ante la avalancha de migrantes, muchos de ellos ingleses, el partido político Los Verdes trató de aprovecharse de la situación y le sugirió a Stewart que fuese candidato para Órgiva. Pero fue un fracaso. "Me convencieron para presentarme, pero la mayoría de los guiris de aquí piensan que yo soy un cabrón, el cabrón que arruinó La Alpujarra con su libro. Y, además, algunos dicen que podrían haber escrito ese libro mejor que yo, que es algo típico inglés. Pues sí, pero no lo hicieron, ¿no?", exclama, irónico, retador. "Así que, evidentemente, no llegué a atraer al voto guiri. Los Verdes en aquella elección sacaron sólo un escaño, y no fui yo. Menos mal, porque no aguanto los mítines políticos. Son insufribles. Una pesadilla. Ahora, si pudiese, yo sólo votaría a Greenpeace".
Stewart hace un parón. Sabedor de la cantidad de obras de arte que han dado a luz estas tierras –Cerrar los ojos de Víctor Erice, El silencio de las sirenas de Adelaida García Morales, los experimentos documentales que rodó Val del Omar durante su llegada a Cádiar con motivo de las Misiones Pedagógicas, el Romance de la Guardia Civil o La canción del gitano apaleado de Federico García Lorca, los diarios de Virginia Woolf recogidos en Hacia el sur, gran parte de la bibliografía de Gerald Brenan– es inevitable que el autor de Entre limones haga un breve paréntesis en su disertación y vuelva hacia la literatura, la música, el cine.
"El arte... ¿Qué es? Es una gran pregunta con muy difícil respuesta. ¿Qué es más importante? ¿Salvar los cuadros de un museo que se quema o a las personas que hay dentro? En cierto modo, creo, es más importante salvar los cuadros. Porque el arte dura siempre, es más longevo que nuestros pobres setenta y tantos años; es algo enorme que no puede ser despreciado. Si fuese bombero y todo se estuviese quemando, claro que iría a por las personas; no obstante, filosóficamente, creo que deberíamos salvar los cuadros".
El inglés bebe un trago de su cerveza templada, ya sustituta del té, como queriendo invocar al espíritu britano. "Quizás este encuentro me sirva de catalizador para escribir mi sexta novela", confiesa. Pero aún con el mejunje en las manos y su fuerte acento londinense no es capaz de dejar de formar parte del tableau alpujarreño. Es un árbol centenario; fauna autóctona imbricada en un paisaje empeñado en regalar al día una última píldora de belleza: el sol comienza a caer y deja paso a los tonos pardos y violáceos de lo que en cine se conoce como 'hora mágica', la golden hour.
Antes de que se haga de noche, Stewart arranca el todoterreno para llevar a sus invitados de vuelta al otro lado del paraíso. Cruza de nuevo al volante el río Trevelez, que más abajo se junta con el Cádiar y el Poqueira, generando una zona de fuerte ionización. Sobre el caudal de agua ahora se reflejan las nubes anaranjadas. El Valero queda atrás, como un sueño al que se desea volver tras despertar.
Brenan, Woolf, Erice, Lorca, Val del Omar o el propio Stewart: todos llegaron a La Alpujarra buscando silencio y reposo y acabaron hallando el fuego incombustible de la creatividad. Quienes se sumergen en el misticismo exótico que emana de estos montes quedan seducidos de por vida. Algunos estuvieron sólo de paso y se llevaron a sus tierras lo aprendido; otros, como 'Cristóbal' y 'Don Gerardo' [Brenan], llegaron a dejarse enraizar hasta el final de sus días. No obstante, aún sigue siendo un misterio por qué tantos dignos protagonistas de una película inacabada de Kieslowski acabaron creando y compartiendo sus historias en este lugar de sincronicidades perfectas y causalidades imposibles.
Las leyendas afirman que es porque a través de los montes y valles cruzan unas 'líneas ley' de energía ancestral que hacen vibrar a quienes se dejan seducir por su hechizo sagrado (propensión habitual del artista); otros sugieren que ese almizcle de cultura árabe y España rural es lo que convierte La Alpujarra en un destino ideal de retiro, de paz y quietud; quizás estos encuentros sean sólo una simple coincidencia alimentada por las historias de sus gentes caleidoscópicas, transmitidas por el boca a boca como los evangelios, solo que en las tascas y senderos, y difundidas a través de los relatos escritos por aventurados 'mensajeros' como Chris Stewart. Lo único certero es que la vida late y fluye y crece y sueña en los lugares más recónditos de este paraíso granadino, y eso es suficiente para preservar su autenticidad.