Unos pasos nerviosos taconean tras el portón del monasterio segoviano de Santa María del Parral. Una llave gira, activando los engranajes de la cerradura. Por el umbral asoma un rostro sonriente de mirada curiosa y voz aflautada. Es fray Martín, que se presenta canturreando su nombre. "Has llegado a la mejor hora", dice, risueño, mientras estrecha la mano con brevedad, como si quisiera reducir al mínimo el contacto humano. El religioso, ataviado con un hábito negro propio de los benedictinos, me conduce hacia el interior de la majestuosa fortaleza del silencio en la que reposan los seis 'hermanos' de la Orden de San Jerónimo, los últimos que quedan en España... y en el mundo. "Una vez cruzada esta puerta, nadie puede entrar ni salir sin permiso", advierte el benito. "No vamos a retirarnos a estas alturas", le contesto. Se ríe y cierra con llave.
Dejado atrás el mundanal ruido, al cruzar el umbral aparece, imponente, la pristina galería de un claustro cuyo jardín central está presidido por cuatro gigantescos pinsapos que sobresalen por encima de los techados. A un lado, una nívea escultura de Jesucristo; en el centro, una fuente de agua límpida en la que chapotea un petirrojo. Caigo en la tentación de lanzarle preguntas a fray Martín, pero el monje benedictino, que sólo está de paso como ayudante de los jerónimos en sus horas más bajas, acostumbrado al voto de silencio, se atora con el parloteo. "Mañana, mejor mañana", evita. "Ahora hay que callar, reflexionar, pasar los pensamientos por el corazón. Entonces podrás reunirte con fray Mauro, el prior" aconseja, sabio, este "joven de 74 años" mientras continúa enseñándome las estancias del complejo.
Paseamos por un sobrio pero monumental comedor con enormes mesas de madera donde huele a mermelada recién hecha y que bien podría salir de una secuencia de El nombre de la rosa. Aquí es donde huéspedes y monjes se reúnen para desayunar, comer y cenar en completo silencio. Después entramos en una salita de estar, el lugar favorito de los invitados y único espacio de reuniones informales donde se podría mantener, si alguien quisiera, una conversación; una estancia, por descontado, repleta de figuras devotas y libros sobre ángeles, santos y monasterios. Luego nos introducimos en una gigantesca capilla con vítreos reflejos dorados donde los anfitriones celebran sus liturgias, tres horas repartidas a lo largo del día, y en cuya pared del presbiterio, imponente, brilla, acunada por un acolchado telar rojizo, un gigantesco Jesús crucificado de unos dos metros de altura.
Antes de conducirme a mi celda, donde me aguarda una vasta bibliografía sobre la vida y obra de San Jerónimo, patrón de la Orden, y una Sagrada Biblia, caminamos por un huerto lleno de árboles, setos y cultivos que ofrecen generosos racimos de uvas negras, membrillos amarillos, ciruelas verdes y corpulentas moras, y donde el olor de las higueras inunda el pulmón y el sonido de las fuentes de agua cristalina sosiega la escucha. Desde este particular Jardín del Edén se puede observar, con vista privilegiada, la torre de la Catedral de Segovia y la parte trasera del místico Alcázar donde Orson Welles rodó sus Campanadas a medianoche.
Tras concluir el tour y ser conducido a mi habitación, austera, presidida por una sobria y ecuménica cruz marrón y dos ventanas con vistas a Segovia, vuelvo al claustro, ávido de encuentros, esta vez con la sola compañía del lápiz y la libreta, permítaseme en este lugar tal anacronismo. Fray Martín ya ha desaparecido. Deambulo por las estancias en las que tengo permiso para entrar, tratando de 'cazar' a algún jerónimo, pero es casi imposible toparse con ellos. Muy de vez en cuando alguno se deja ver, a lo lejos, a punto de desaparecer en un recodo, como una entidad que huye de las cámaras, siempre de espaldas, engalanado en su hábito blanco hueso o 'blanco monje' y su escapulario marrón con capucha, uniforme oficial de la Orden.
Perseguirlo es tarea inútil, pues en cuestión de segundos se esfuma como un buen sueño al despertar, bien porque ha escapado por el laberinto de pasillos que se ocultan tras las decenas de puertas de madera que conducen a las cocinas, a la sacristía, a los aposentos del prior o a Dios sabe dónde; bien porque ha cruzado uno de los cuatro arcos que conectan la galería con el jardín del claustro y sirven de atajo para zafarse de los curiosos.
Me doy cuenta de lo fútil que es la búsqueda cuando tañen las campanas. Son las siete de la tarde. Entonces fray Mauro, fray Alfonso, fray Andrés, fray Antón y los dos fray José, los seis últimos monjes que mantienen viva la llama de la tradición de la Orden de San Jerónimo, otrora una de las congregaciones religiosas más poderosas de España, salen en procesión, apoyados sobre sus bastones y andadores, y se convierten en los frágiles maestros de ceremonias de la liturgia. Son estos encuentros devotos –el oficio de lectura, las laudes, la lectio divina, la tercia, la nona, las vísperas– lo que mantiene cohesionado este santo lugar de fe incrustada en piedra al que hoy, tristemente, acecha el fantasma de la falta de vocación y la ruina económica.
Ya en la capilla inunda al huésped un fortísimo olor a incienso y a mecha de vela recién encendida. Presidiendo la sala, la cruz ya descrita; a su alrededor, un puñado de obras de santos cristianos y una valiosa figura de la Virgen María siempre iluminada. Alrededor de la nave hay unos treinta o cuarenta asientos de madera. En la parte más alejada de la cruz están los posos de los monjes; en la más cercana al altar y al presbiterio, los de los invitados. Los jerónimos se ponen en pie; quienes pueden se arrodillan frente al altar, mientras que los más mayores, la mayoría, hacen una pequeña reverencia.
Comienzan el ángelus y la vísperas. Algunos de los huéspedes que tengo frente a mí, entre ellos un sacerdote católico, el padre Cristian, y un reverendo al que no conocí, abrazan la Biblia o sujetan la Liturgia de las horas con fervor y, acto seguido, se lanzan al suelo, de rodillas, implorando respuestas al misterio o frunciendo el ceño mientras rezan, como haciendo un esfuerzo sobrehumano para conectar con la otredad. Fray Mauro comienza a entonar los salmos y los himnos y sus 'hermanos' responden con coros solemnes. De pronto, me siento trasladado a otro siglo, incluso a otro milenio; aquí la llama inextinguible de la tradición se mantiene incólume y el alma de estos hombres parece el arpa silenciosa de una orquesta divina.
Los monjes le dedican alrededor de tres horas diarias a las liturgias, más el tiempo que después pasan en sus celdas rezando. Tras las lectio divina, la misa de mediodía y las vísperas, se dirigen en procesión silenciosa hasta el comedor, cuya puerta está presidida por un bronce de 'la última cena'. Cada religioso y cada huésped invitado tiene asignada su mesa, donde le esperarán siempre los cubiertos, unas frutas del huerto –generalmente nectarinas y, en esta época estival, higos bien maduros–, un trozo de pan, una jarra de agua y otra de vino, que yo nunca les vi tocar. Fray Martín entonces pasa mesa por mesa ofreciendo bandejas de comida a sus comensales. Nadie habla. Es un acto solemne, sagrado, como todo lo que se respira en este monasterio.
Los desayunos incluyen en su menú barras de pan con mermelada de ciruela casera, unas pastas de té elaboradas por unas monjas de convento y un generoso tazón de café con leche; en las comidas, al menos a las que yo asistí, pude degustar una deliciosa sopa de garbanzos con chorizo, pechugas de pollo a la plancha con un salteado de champiñones con ajo y ensalada; en las noches, más sencillas, un cazo de gazpacho acompañado de empanadas rellenas de atún. Acabada la cena, sobre las ocho y media de la tarde, los monjes desaparecen en sus celdas, haciendo voto de silencio hasta las seis de la mañana del día siguiente. Y así, día tras día, hasta que la muerte los atrapa.
El origen de la Orden de San Jerónimo
La Orden de San Jerónimo es una congregación religiosa fundada en España en 1373 por Fernando Yáñez de Figueroa y Pedro Fernández Pecha. El 'padre' de este linaje espiritual es San Jerónimo, al que los monjes definen como "una de las personalidades más fuertes, de los genios más poderosos y de los corazones más magnánimos que Dios haya creado para su Iglesia". Un exégeta, erudito, hagiógrafo, moralista, psicólogo y literato polemista que dedicó gran parte de su existencia a la vida monástica, para él la forma más fiel de acercarse a Jesús de Nazaret. Sus fieles seguidores lo consideran "el primer monje de Occidente" o "el padre del resto de monjes".
La Orden jerónima, conocida como la 'españolísima' por haberse diseminado exclusivamente a lo largo de España y en parte de Portugal, llegó a albergar, en su momento de mayor gloria, a más de 3.000 religiosos repartidos a lo largo de 46 monasterios. Se convirtió en una de las más influyentes e importantes de España.
Sin embargo, la desamortización de Mendizábal de 1835 dilapidó su futuro y mandó sus religiosos a la calle. Después de malvivir veinte años exclaustrados, en 1854 y 1884, varios trataron de restaurarla en El Escorial y en Guadalupe, sin éxito. La política laicista de la Segunda República y la Guerra Civil sólo empeoraron las cosas. En 1925, a sólo diez años de que los jerónimos fueran a desaparecer (en derecho canónico, cien años de inactividad implica su extinción), volvieron a resurgir en Santa María del Parral gracias a Fray Manuel Sanz Domínguez, beato que sería fusilado por los republicanos en Paracuellos del Jarama en octubre de 1936.
En los años subsiguientes a esta restauración in extremis y al envite de la sangría civil los jerónimos ocuparon los monasterios de San Isidoro del Campo (Santiponce, Sevilla, 1956), San Jerónimo de Yuste (Cuacos, Cáceres, 1958) y de Nuestra Señora de los Ángeles (Jávea, Alicante, 1964). No obstante, debido a la falta de vocaciones y a las, según ellos, nefastas consecuencias de la era postconciliar, en 1978 se cierran el de Jávea y el de Santiponce y, en 2010, por problemas económicos sumados a la falta de devotos, el de Yuste se extingue, quedando sólo un reducto: Santa María del Parral.
Fray Mauro, el ingeniero devoto
No se puede culpar a los fieles cristianos de la falta de vocación: el día a día de los jerónimos, monjes de clausura cenobitas dedicados a la vida contemplativa, es extremadamente duro, rutinario, hay quien diría que anodino; una devoción que parece incompatible con la vertiginosa era de la hiperconectividad y del culto tecnológico. Sus integrantes son ascetas aferrados al código de lo sublime que exigen a los novicios que quieren ordenarse reaprender el silencio y dedicarse en cuerpo y alma a la contemplación, a la oración, a preconizar contra cualquier tipo de distracción. Para ordenarse jerónimo uno debe pasar casi seis años con ellos. Si 'sobrevive' a las pruebas espirituales, viste los hábitos.
"Aquí viene mucha gente. Lo difícil es que se queden. La vida ya es peculiar, pero más en esta situación", asegura, solemne, mascando cada palabra con un sutil acento italiano, fray Mauro, prior del monasterio, quien me recibe en la sacristía. Él es otro misterio. Durante las liturgias cierra los ojos, presiona con sus rollizos dedos las teclas de su pequeño órgano eléctrico y entona los salmos como un ángel; en las comidas lee pasajes de la Biblia mientras los comensales mastican el silencio.
Alto, grande, de voz grave y melosa y caminar pausado, impone más que el resto de jerónimos, siempre sonrientes. Pero al quedarnos solos el velo de solemnidad cae, se recuesta sobre una butaca y sonríe, afable, confesándome que fue ingeniero informático y que, por vericuetos del destino, encontró en Santa María del Parral su vocación: Dios. "Son cosas que van madurando en el tiempo. Avatares de la vida", defiende, evitando ser protagonista.
"Yo siempre he sido cristiano y tenía la idea de servir al Señor, pero no era algo evidente", continúa. "En mi juventud tuve periodos largos de crisis donde fui madurando la idea. Hice un primer intento en los trapenses, donde estuve cinco años. No funcionó. Luego trabajé un año y medio y, en mis primeras vacaciones, vine aquí buscando un monasterio en el que quedarme. Han pasado ya doce años, y hace sólo uno y medio que me nombraron prior. Creo que alguien más mayor debería estar en el cargo, pero ya nadie tiene fuerzas".
Fray Mauro no llega a la cincuentena y es el monje más joven. Le sigue fray Alfonso, que debe ganarle por una década y media. El resto de 'hermanos' de la Orden superan los ochenta años y ya no tienen energía para dedicarse a cuidar el huerto, trabajar la madera, limpiar, salir a por medicinas o hacer la compra. A veces no bajan siquiera a las liturgias vespertinas. "Alfonso y yo nos dividimos las tareas. Yo soy el único que sale al exterior a hacer compras. Por lo demás, tenemos tres empleados: una cocinera, el portero, Emilio, que también hace de guía para turistas, y una persona que cuida a los ancianos y nos ayuda con la limpieza, además de fray Martín, el monje benedictino que nos acompaña desde julio. Salimos una tarde al mes a pasear por el campo y una vez al año hacemos una excursión de un día. Nada más".
La Orden de San Jerónimo se encuentra ante un futuro incierto, confiesa fray Mauro, la peor situación de la congregación desde la desamortización de Mendizábal. "Somos una comunidad pequeña y envejecida. Nos mantenemos por nuestra cuenta. Es un momento difícil porque hasta 2015 nuestro principal beneficio venía de la carpintería, pero llegó la crisis y todo se perdió. Ahora comemos de nuestros ahorros, de las jubilaciones de los ancianos, de las donaciones, pero nunca cubren los gastos de este edificio. Estamos en un fuerte déficit. Si por lo menos fuese un estilo de vida pujante podríamos organizarnos, proponer nuevos trabajos, pero siendo los que somos...".
PREGUNTA.– ¿Qué distingue a la Orden jerónima de otras?
RESPUESTA.– Lo importante, por encima de todo, es que somos monjes que buscamos la unión con Dios, estar a solas con Él. Creemos que podemos anticipar aquí lo que se vive en el Paraíso. El esfuerzo reside en entablar esa relación íntima con el Señor; un vínculo que produce una transformación interior mediante la Gracia. No hay mucha diferencia respecto a los benedictinos o a los trapenses. Quizás la característica práctica más distintiva es que vivimos una vida cenobítica con mucho tiempo de reclusión, como si fuéramos eremitas. Las tardes las dedicamos íntegramente a estar a solas en la celda. Otras órdenes trabajan todo el día; nosotros sólo lo hacemos por las mañanas.
P.– La mayor parte del día la pasan en silencio. ¿Qué virtud cree que les concede?
R.– Vivimos en una era de ruido, que no es sólo físico, sino interior, de pensamientos, de tentaciones, con las que uno tiene que lidiar para que se vayan apaciguando. La cuestión es que el silencio es importante porque es la oración más profunda del hombre. La relación con Dios no se expresa de una forma discursiva, sino que es una comunicación que se hace de manera silenciosa. Es una meta u objetivo al que hay que aspirar. Cuando uno ha sido purificado, llega a ese silencio, que es la oración más profunda del ser humano; una oración de espíritu, de comunicación directa, silenciosa.
P.– Pero es evidente que la falta de fe, y la dureza de su vida, aboca a las órdenes como la jerónima a la extinción. ¿Qué pasará cuando no quede ninguno de ustedes?
R.– La sociedad, no hay duda, ha puesto a Dios al margen. Ya no es un referente. Si no lo es Dios, tampoco la Iglesia, que es combatida o pervertida. Como mucho se puede esperar un cierto altruismo que no va más allá de un voluntarismo buenista, pero Dios ya no está en la vida de las personas. Esto es el trabajo de Satanás: empuja al hombre hacia la desesperación, hacia no tener sentido en su vida, a ser una mota de polvo en el cosmos. Sobre el futuro de nuestra orden... no sabemos qué pasará. Desde el punto de vista jurídico, aunque no tenga monjes, una orden queda latente durante cien años. Esto ya pasó con la desamortización. La situación es mala, pero se han vivido momentos de desaparición completa. Puede que ocurra otra vez. No lo sé. Hasta que el Señor decida otra vez reactivarla.
Quizás, pienso, me meta en camisa de once varas al plantearle la siguiente pregunta, pero le consulto a fray Mauro su opinión sobre el aperturismo del papa Francisco. Esperando una respuesta cálida sobre nuestro Santo Padre, me sorprende la dureza con la que responde. "Es un tema delicado, pero considero que es un falso pastor que no merece ser seguido. Diría incluso que es un falso papa. No enseña lo que dice Cristo. Tenemos la expresión de San Juan: es un Anticristo. Y luego está el Sínodo de la Sinodalidad que prepara, un aquelarre que está teniendo cada vez más oposición entre quienes quieren seguir siendo católicos. Soy duro porque me parece un impresentable. Le hizo imposible la vida a Benedicto XVI".
"Nuestra sociedad padece un grave problema espiritual", continúa el religioso. "Todo viene a raíz del Concilio del Vaticano II. Ese cambio de mentalidad ha hecho daño a la vida religiosa y contemplativa. En los 60 la Iglesia Católica decide colaborar con la modernidad, y eso ha llevado a una bajada en pique de la vocación. Ha puesto en primer plano la idea de abrazar al mundo. Nosotros, los jerónimos, lo que planteamos es justo lo contrario: una fuga mundi, marcharse del mundo, para, primero, alejarse y entablar una lucha interior con objeto de purificarse y encontrarse con Dios y, después, ya transformados, abrazar el mundo. Es una siembra de lágrimas, y puede que no veamos los frutos en vida".
Temeroso de meterlo en problemas, y sabedor de que otros de los monjes que transitan los pasillos de este monasterio no necesariamente piensan igual que él –"allá cada uno con su opinión, yo no me meto", responderá otro de los monjes, sorprendido al comentarle esa visión, quizás, tan integrista– le pregunto a fray Mauro si prefiere mantener este comentario en secreto, como una opinión personal de una conversación, una confesión en un tono más informal. Él, no obstante, asegura que no le importa correr el riesgo. "Hay que luchar contra esta gente. Y no siempre se tiene oportunidad de hablar con los medios".
Un retiro ecuménico y asequible
El futuro de la Iglesia Católica y de órdenes como la de San Jerónimo se enfrenta no sólo a la modernidad y a la falta de creyentes dispuestos a nutrir sus filas; la batalla también se libra entre sus 'soldados', quienes han llevado el conflicto a sus barracones. Las dudas y el miedo a un cisma apremian al Vaticano, a los monasterios, a las iglesias, a las catedrales y a las parroquias, cada vez más vacías, a buscar una respuesta para no convertirse en un movimiento residual. El catolicismo se encuentra ante su mayor crisis existencial, y prueba de ello es que dos devotos hombres de fe como el papa Francisco y fray Mauro tienen posiciones abiertamente enfrentadas, antitéticas.
El debate es complejo. ¿Puede pervivir una religión asceta, conservadora, restrictiva, afanada en mantener vivo el tradicionalismo más purista, aquel que germinó en una época que tenía una forma de pensar y de sentir y de creer y de saber que hoy nos parecería anacrónica y desfasada? ¿Puede sobrevivir sin perder su esencia esa religión abrazando el sentir contemporáneo, tan contrario a sus dogmas y ritos? ¿No son tanto el estancamiento como el aperturismo, el defecto y el exceso, dos formas de damnificar la esencia misma de la fe?
Ya de vuelta al huerto, atragantado con todas estas preguntas, me siento frente a una fuente. A mi izquierda, en una silla, un misterioso reverendo dormita o medita bajo el sol con los ojos cerrados. Recuerdo una frase del poeta Paul Valéry: "Escucha ese fino ruido que es continuo y que es el silencio. Escucha lo que se oye cuando nada se hace oír". La pausada solemnidad del monasterio de Santa María del Parral se siente como una transparencia aérea.
Un retiro de varios días, sea uno creyente, agnóstico o ateo, sirve al menos para recobrar la dignidad de espíritu y el ánimo. Cualquiera puede venir a disfrutar de una estancia en este monasterio de, máximo, siete días, independientemente de su confesión religiosa. Siempre que se sigan unas normas: ser hombre, estar en silencio, respetar los horarios de las comidas y no molestar. No es necesario aportar nada. Sólo 'la voluntad', a pesar del déficit económico que padecen. Tras 48 horas entre sus muros, acudir a todos sus rituales y conocer a sus esquivos monjes, aún quien tenga opiniones enfrentadas no puede sino llevarse un gran ejemplo de su entrega, de su hospitalidad, de su afán por compartir y de su devoción. Y eso, me temo, es lo esencial.