Hace ahora 30 años colapsó la Unión Soviética. Pocos meses después de que la URSS dejara de existir, la Comunidad Europea se convirtió en Unión Europea. Ya con Putin (1952) en el Kremlin, la economía de la UE era aproximadamente ocho veces mayor que la de Rusia. Demasiado para Putin, que vio que el único futuro de Rusia era el pasado. Para que volviera a ser temida en Occidente e influyente en todo el mundo, el camino a seguir era hacia atrás: hasta la antigua sobornost, la comunidad espiritual que, en la mente eslavófila, se asociaba a los zares.
Putin añora la hegemonía rusa, cuando el zar Alejandro I derrotó —y diezmó—, a lo que quedaba de la Grande Armée de Napoleón y encabezó la Sexta Coalición que unía a los adversarios de Bonaparte. Las tropas rusas entraron en París y el zar Alejandro estuvo en la Santa Alianza que mangoneó el Congreso de Viena. En ese pasado tiene puesta Putin la mirada.
Y en la Unión Soviética de Stalin, que en Yalta forzó a los aliados a un reparto ventajoso para la antigua Rusia y su influencia en el mundo. Por supuesto, Putin no echa de menos la unión histórica del proletariado (el martillo) y el campesinado (la hoz): no es un comunista que quiera expropiar a la burguesía. Sin embargo, la gran tragedia de la historia rusa fue para Putin la implosión de la URSS en su faceta de potencia imperial agresiva que ocupó la Europa del Este y gozó de enorme relevancia geoestratégica. Estas son las cinco caras del zar Putin.
1. Putin, el genio
Es simple: mientras el mundo juega al parchís, Putin juega al ajedrez. Mientras los políticos de Occidente son eso, políticos de luces cortas que sólo piensan en las próximas elecciones, él sería un estadista que piensa en las próximas generaciones sin dejar de mirar por el retrovisor.
Se apoderó de Crimea en 2014 con muy pocos disparos y obtuvo el reconocimiento de facto como parte de la Federación Rusa; ese mismo año recuperó Yalta, el balneario favorito de los zares, y su único castigo fueron algunas sanciones menores. Intervino en apoyo de Assad en Siria, después de que Estados Unidos, Turquía y los saudíes pasaran años apoyando a los rebeldes, y en poco tiempo cambió el rumbo de la guerra. Ha socavado a la UE financiando a la derecha euroescéptica (y, cuando ha sido conveniente, a la izquierda euroescéptica) con el objetivo de favorecer las relaciones bilaterales en las que Rusia jugaría con ventaja. Finalmente, interfirió en las elecciones estadounidenses y logró que su hombre llegara a la Casa Blanca.
Cuando bombardeó Alepo, probablemente no fue por Assad. Fue porque quería afirmar la hegemonía de Rusia y minar la de Estados Unidos. De hecho, la intromisión en Siria no ha servido a ningún interés ruso obvio, pero muchos intereses estadounidenses se han visto frustrados. Además, se ajusta a un patrón: Putin crea caos siempre que es posible y luego busca sacar tajada.
Y lo mismo puede decirse del supuesto hackeo del Comité Nacional Demócrata: no fue una venganza personal, como sugirió Hillary Clinton. Como no lo fue ayudar, también supuestamente, a difundir noticias falsas sobre los candidatos. No le preocupaba demasiado el resultado electoral, sino que decenas de millones de estadounidenses dudaran de la legitimidad de su propia elección. ¿Y cuáles fueron las consecuencias? La expulsión de Estados Unidos de algunos diplomáticos. Un precio de ganga.
Frente a lo que parece una abrumadora maestría estratégica de Putin, los analistas occidentales razonan que si Putin se hubiera retirado después de 2008, como dijo que haría, y se hubiera convertido en un jubilado, se le habrían construido estatuas en todo el país porque bajo su mando Rusia había emergido del caos de la década de 1990 hacia una relativa estabilidad y prosperidad.
Ahora, sin embargo, con un larvado descontento popular —a pesar de tener aherrojada a la oposición— es difícil imaginar un fin de la era de Putin que no sea violento. Si esto es un genio, habría que ensanchar mucho la tipología de la genialidad.
2. Putin, el patriota
Cuando, en 2003, Mijaíl Jodorkovsky, jefe de la petrolera Yukos, fue arrestado a punta de pistola en una pista del aeropuerto de Novosibirsk, Putin estaba dando carpetazo a la configuración de un Boris Yeltsin escoltado por un enjambre de boyardos oligarcas. Había que terminar con el Estado fallido e inaugurar un nuevo orden. En realidad, un viejo orden. Había que volver al pasado.
A finales del siglo XVII y principios del XVIII, Pedro el Grande abrió una ventana a Europa: reorganizó el ejército, impuso nuevos estilos y códigos de conducta a la aristocracia y liberalizó las universidades. Durante los tres siglos posteriores a Pedro el Grande y Catalina II (o sea, hasta el colapso de la URSS), hubo dos tipos de patriotismo en Rusia que enfrentaron a los eslavófilos, que creían en la bondad inherente de la antigua Rusia, contra los "occidentalizadores", que querían un país liberal, menos aislado y más secular. Siempre escindida entre sus dos almas, la oriental y la europeísta, Rusia dudaba ante su destino.
Ningún escritor ruso resume mejor que Dostoievski esos sentimientos metafísicos que todavía atraviesan el momento postsoviético. Ningún político ruso ha sido más expeditivo que Putin en la reivindicación de la Rusia ancestral y eslavófila. "Rasca al ruso y encontrarás al tártaro", sentenció Josep de Maistre, máximo representante del pensamiento contrarrevolucionario. Rasca a Putin y encontrarás el bucle melancólico del eslavismo irredento.
Putin da por supuesto que su país está amenazado y exige que sus fronteras estén protegidas por un cinturón de estados sin derecho a emanciparse de Rusia. Esa franja de territorio europeo —las exrepúblicas soviéticas—constituye para Moscú un "espacio vital". Setenta millones de personas no pueden librarse de la condición geopolítica postcolonial que les impone el Kremlin. Su objetivo no es tanto un poco más de territorio (Rusia ya tiene de sobra), sino resetear el orden occidental. Putin exige garantías de no expansión de la OTAN hacia el Este. Quiere volver a Yalta para sanar la herida de una Rusia geopolíticamente mermada y sin lugar en el mundo.
Ningún escritor ruso resume mejor que Dostoievski esos sentimientos metafísicos del momento postsoviético
Henry Kissinger comparó a Putin con un personaje de Dostoievski. A Putin le gustó. Suponiendo que Kissinger tenga razón, no está claro con cuál de los personajes de Dostoievski, si es que hay alguno, se identifica Putin. Esa no es la cuestión. La cosa es que Dostoievski delinea el bien del mal de una manera maniquea. Rusia, la vieja Rusia, es buena, pura e infantil. Occidente es malo. No es simplemente que sea una civilización rival, un competidor económico o geopolítico, es que Occidente es impuro y, cuando se introduce en el torrente sanguíneo ruso, es tóxico. "Todo empieza en la mística y acaba en la política", nos recuerda Charles Péguy.
No es que Putin sea tan profundo como Dostoievski, ni mucho menos. Es poco probable que su agenda surja de una lectura de novelas rusas. Como ha escrito en The Guardian Keith Gessen, novelista estadounidense de origen ruso, "se comporta como un mafioso y ve a sus compatriotas como un mafioso ve a la gente pequeña de su barrio, con una mezcla de simpatía y desdén". Pero Putin es ruso y comparte las mismas fobias y anhelos que impregnan la psique rusa. En su relato esencialista sobre la historia rusa, el mundo tiene que rendirse ante la fatalidad de una Rusia imperial. Ese argumento es un dato duro, una ley tan implacable como la de la gravedad.
Como Dostoievski, abomina del europeísta Pedro el Grande. Esa genuflexión hacia Occidente fue sangrienta y generó una crisis de confianza y una ambivalencia sobre lo que debería ser Rusia. El dilema permanece. Rusia pasó la década de 1990 devorándose a sí misma —vendiendo sus mayores activos petroleros, entregando sus elecciones a la CIA, permitiendo que la OTAN amenazara sus fronteras—, solo bajo Putin ha vuelto a tomar posesión de sí misma.
La derivada de Ucrania
Hay una lectura en clave patriótica de su comportamiento en Ucrania. Dada la deriva geopolítica ucraniana, ¿qué impediría que la OTAN estableciera bases que albergaran misiles, incluso nucleares, que amenazarían directamente a Rusia y socavarían sus capacidades de disuasión? Como dice Fyodor Lukyanov, editor jefe de la revista Russia in Global Politics, "el problema no es tanto Ucrania sino el principio subyacente: si una alianza militar busca expandirse, debe considerar los intereses de quienes se oponen".
Desde una óptica patriótica, si Ucrania se une a la OTAN, o se ve envuelta en una alianza militar de facto con ella, el proyecto patriótico de Putin ha fracasado; si Ucrania no lo hace, Putin ha cumplido su papel histórico. Por eso, y solo por eso, Putin está apostando a que, al final, Occidente cederá para evitar una guerra para la que no tiene estómago. Rusia es un superpoder militar y, como dicen que dijo Antony Blinken, secretario de Estado de Biden "los superpoderes no fanfarronean".
Decía Chéjov que si el narrador empieza describiendo un clavo en una pared, alguien tiene que acabar colgado de ese clavo. Lo que ha colgado Putin en la pared es una pistola, que acabe apretando el gatillo en el segundo acto ya se verá. Para ganar su guerra, ni siquiera le hace falta recurrir al poder duro de sus mortales misiles hipersónicos Satán-2 o Zircón. Tiene otras armas "no convencionales", advertencias distópicas como los ataques cibernéticos que envenenan los sueños de medio mundo.
3. Putin, el 'killer'
En marzo de 2021, en una entrevista en ABC News con George Stpehanopoulos, el periodista preguntó a Biden si creía que Putin era un asesino y el presidente dijo: "Lo creo".
Sabía Biden que Putin había lanzado guerras sanguinarias contra Chechenia, Georgia y Ucrania. Sabía que había eliminado a algunos opositores y también conocía la siniestra operación de los aparatos del Estado que lo había llevado al poder. Vale la pena recordarla.
Para encontrar sucesor a Yeltsin, su entorno hizo un sondeo público sobre los héroes de la cultura popular preferidos por los rusos. El vencedor fue Max Stierlitz, el protagonista de una serie rusa de novelas que se habían adaptado a la televisión en la serie Diecisiete momentos de primavera. Durante la Segunda Guerra Mundial, Stierlitz era un espía comunista ruso disfrazado de nazi e infiltrado en la Abwehr (inteligencia militar alemana). La conclusión fue que Putin, que había ocupado un puesto insignificante en Alemania del Este durante su carrera en el KGB, era el que más se parecía al personaje de ficción.
Putin había trabajado para Yeltsin en Moscú desde 1998, como jefe del servicio Federal de Seguridad (FSB, antiguo KGB). Yeltsin lo nombró primer ministro, pero la gente no lo conocía, su índice de aprobación era del 2%. Había que crear una crisis que él pudiera resolver.
En 1999, estallaron múltiples bombas que mataron a casi 300 personas en varios bloques de apartamentos de Moscú y Volgodonsk. Unos días después, la policía local atrapó a algunos hombres colocando lo que parecían ser explosivos en el sótano de un edificio en Riazán. Eran agentes del FSB. El químico y disidente Sergei Kovalyov creó una comisión pública para investigar las acusaciones. Dos miembros de la comisión, Sergei Yushenkov y Yuri Shchekochikhin, fueron asesinados en 2003. Yushenkov recibió un disparo frente a su edificio de apartamentos; Shchekochikhin fue envenenado.
Los datos sobre ese presunto terrorismo autóctono quedaron enterrados por un patriotismo impostado cuando Putin acusó de los atentados a Chechenia, república rebelde al suroeste del país. No había ninguna prueba de la implicación de los chechenos, pero gracias a la segunda guerra con Chechenia, el índice de aprobación de Putin subió al 45 %. Yeltsin dimitió y respaldó a Putin para ser el sucesor. La cobertura informativa sesgada en la televisión, la manipulación del escrutinio y la atmósfera de guerra y terrorismo dieron a Putin la mayoría absoluta en las presidenciales en marzo de 2000.
El relato más autorizado sobre la autoría de los atentados fue redactado por John Dunlop del Instituto Hoover (un think tank de la Universidad de Stanford). El informe concluyó que había sido un complot palaciego, había pruebas convincentes de que los atentados fueron ordenados por el círculo íntimo de Yeltsin y llevados a cabo por el FSB. No fue Putin, sino Yeltsin. Eso absolvería a Putin si no fuera que su mandato ha continuado tras esa estela en la que campan grupos dentro y fuera del gobierno que usan el asesinato como arma política.
A Alexander Litvinenko, agente del KGB convertido en agente del FSB, sus superiores le ordenaron quitar de en medio al oligarca Boris Berezovsky. En lugar de obedecer, lo hizo público. Temiendo por su vida, huyó del país y se instaló en Londres, donde cooperó con las agencias de inteligencia occidentales y reveló información sobre Putin. El exagente del KGB Andrei Lugovoi lo envenenó en 2006 en un hotel de Londres con polonio-210.
¿Aprobó Putin esa operación? "Probablemente", concluyó la investigación de Scotland Yard. También "probablemente" no fue del todo ajeno al asesinato de la periodista Anna Politkóvskaya que, en 2006, murió de un disparo en el centro de Moscú. Y del líder de la oposición y ex viceprimer ministro Boris Nemtsov, asesinado en 2015 a 200 metros del Kremlin. La evidencia de la participación de personas cercanas a Ramzán Kadýrov, el violento dictador de Chechenia, es abrumadora en el caso Nemtsov. En el de Politkóvskaya, es circunstancial, aunque probable.
Se ha alegado que Putin estaba sorprendido y enfadado por el asesinato de Nemtsov y se negó durante semanas a atender las llamadas de Kadýrov. Sin embargo, Kadýrov trabaja para Putin y, siete años después, sigue al mando de Chechenia, donde fue puesto por Putin.
En diciembre de 2004, el espía ruso Sergei Skripal fue arrestado por el FSB acusado de colaborar como agente doble para el MI6 (la agencia británica de inteligencia exterior). Juzgado y condenado por alta traición, tras un intercambio de espías se estableció en el Reino Unido en 2010. Ocho años después, Skripal y su hija Yulia fueron envenenados con gas nervioso en un centro comercial de Salisbury, en el suroeste de Inglaterra. Permanecieron en estado crítico en un hospital, pero salieron vivos. El envenenamiento fue investigado como tentativa de asesinato.
Ya dijo Andréi Sájarov que "un país que no respeta los derechos de sus propios ciudadanos no respetará los derechos de sus vecinos".
4. Putin, el corrupto
Alexéi Navalni cambió el discurso sobre Putin y puso el foco en otra cosa: el robo. Navalni, un abogado y activista anticorrupción, denunció que la Rusia Unida de Putin era un "partido de ladrones".
El cineasta ruso Valeriy Balayan presentó en 2016 un documental sobre el oscuro ascenso de Putin. La película documenta los orígenes de la riqueza del presidente ruso en una alianza con colegas del KGB de Leningrado, burócratas y mafiosos. "Una corporación de antiguos oficiales del KGB y hampones ha tomado el control de Rusia", sentenció Balayan. La película comienza en la década de 1990 cuando Putin, después de 16 años en el KGB, trabajaba en la oficina del alcalde de San Petersburgo, su ciudad natal. La película revela que llenó los bolsillos con el trueque. El gang de Putin permitió la exportación de metales valorados en 93 millones de dólares a cambio de ayuda alimentaria extranjera que nunca llegó a las tiendas.
Esas acusaciones tenían visos de ser ciertas. O eso, o un número sorprendente de viejos camaradas de Putin eran genios de los negocios, porque desde que llegó al poder se convirtieron en multimillonarios. A diferencia de los Berezovsky, Jodorkovsky y Abramovich de la época de Yeltsin, tipos duros que supieron hacerse con miles de millones en el Salvaje Oeste del primitivo capitalismo ruso, la única genialidad que demostraron los amigos de Putin fue la de ser amigos de Putin.
¿Cuál es el tamaño de su fortuna? Depende de a quién le preguntes. Forbes, la fuente universalmente aceptada de información sobre la riqueza, lo ha calificado como "la persona más poderosa del mundo", pero ha sido incapaz de estimar su patrimonio. El banquero ruso exiliado Sergei Pugachev (al que apodaron "el banquero de Putin") dice que "cualquier intento de calcular su fortuna no tendrá éxito. Será la persona más rica del mundo hasta que deje el poder".
El presidente tiene un palacio en el Mar Negro, pero apenas vive en él. De hecho, es poco probable que alguna vez viva en él. Para sus adversarios, el palacio es lo más esperanzador que ha construido Putin: una promesa de su eventual retiro.
5. Putin, el déspota
El presidente desconfía de su pueblo. ¿Las masas?: tan pronto aves de corral despavoridas, tan pronto muchedumbre enardecida detrás de cualquier bandera. Estorban. Casi nunca están donde tienen que estar y hay que utilizarlas y tirarlas. El pueblo es refractario a la utopía y sólo a intervalos breves y raros abraza el entusiasmo. No tiene fe en el glorioso destino de la vieja Rusia y rechaza todo sistema ideal y definitivo, tan ajeno a su naturaleza. Todo para el pueblo, claro, pero sin él. Que el pueblo siga en su limbo.
Putin ha logrado silenciar a casi toda la oposición. Los liberales se pelean entre ellos en Facebook o emigran; la extrema derecha, que odia a Putin por su negativa a volverse completamente fascista y, por ejemplo, a tomar Kiev, se mantiene a raya; y la izquierda democrática, obstaculizada por el masivo y autoritario Partido Comunista, es tan pequeña que Putin apenas puede verla (y eso que tiene ojos para todo).
El único político nacional que organizó una amenaza plausible para Putin es Alexéi Navalni, un talentoso activista digital, a quien el Kremlin mantiene a buen recaudo en una cárcel mientras ha espantado a sus seguidores, por si acaso. Ya dijo el violinista ruso Jascha Heifetz que "un ruso es un anarquista; dos rusos, una partida de ajedrez; tres rusos, un trío de cuerda; cuatro, una revolución".
La célebre máxima de George Orwell que postula que "quien controla el pasado controla el futuro y quien controla el presente controla el pasado", se la sabe Putin de carrerilla. Por eso, para controlar la narrativa histórica en Rusia, su amigo de infancia, Sergei Naryshkin, no sólo es el jefe del Servicio de Inteligencia Exterior, sino que fue también el jefe de la Verdad Histórica (sic).
En 1940, unos 22.000 oficiales e intelectuales polacos fueron ejecutados por la policía secreta soviética en el bosque de Katyn. Hasta 1990, la Unión Soviética afirmó que fueron los nazis quienes llevaron a cabo la carnicería, pero en ese año Boris Yeltsin publicó documentos que demostraban que efectivamente se llevó a cabo por orden de Stalin. Ahora, las fuentes oficiales repiten la versión estalinista falsificada del evento.
El plan es lavarle a Stalin las manos sucias. Stalin, el hombre fuerte, el héroe de guerra, que salvó heroicamente a la nación. Y está funcionando. Según una encuesta del Centro Levada, el número de quienes creen que Stalin desempeñó un papel positivo en el país creció hasta el 70 % en 2019. La gente recuerda el período desastroso que siguió a la caída de la Unión Soviética, Yeltsin era débil y los niveles de vida cayeron en picado. Surgió la percepción de que sólo un líder fuerte podría resolver los problemas de Rusia. 30 años después, el 45% de los encuestados apoya la idea de la concentración del poder en manos de una sola persona.
Un Stalin más popular eleva la popularidad de Putin, o eso dice la teoría del Kremlin. Cualquier organización o persona que interrumpa este "ciclo virtuoso" debe ser removida. Memorial, el grupo que denunció los crímenes de la era soviética ha sido disuelto acusado de manchar el "glorioso pasado" de la URSS.
Volvamos al principio, ¿hacia dónde lleva Vladimir Putin a Rusia? En muchos momentos de su historia, los rusos creyeron estar a punto de escapar de sí mismos. Nunca lo hicieron. Como ha escrito Keith Gessen, "tal vez ahora hayan llegado a una coyuntura cósmicamente alineada, coreografiada por Putin, pero predestinada por fuerzas fuera de cualquier jurisdicción humana". Grandes palabras que lo mismo llevan a la gloria que al desastre.
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